Soberbia.


No se acuerda a qué hora salió del bar, pero sabe que salió solo y dando tumbos por la calle en medio de la niebla de la madrugada, mientras pensaba: vaya mierda de amigos tengo. Se sabía que Carlos podía ser cualquier cosa, menos un borracho, pero ahí estaba, hasta las orejas de ron y andando solo, como alma en pena. Hasta alguien tan egocéntrico como él, puede quedar en la miseria emocional más absoluta cuando su satélite para de gravitar en torno a él.

Carlos había sido abandonado, por quién consideraba él, el amor de su vida. Una chica hermosa que conocía desde la secundaria, la cuál fue la única en llenar sus expectativas cuando nadie más lo hizo.

Y mientras caminaba torpemente, las lágrimas salian de sus ojos, recordándole que, a pesar de todo, sin ella estaba solo. No había nadie más en el mundo que ella, que entendiera sus necesidades y sus vacíos, los cuales nunca aceptaba, pero que estaban ahí. Todo daba tantas vueltas, que se vio obligado a sentarse en el andén de una calle que no conocía.

«¡¿Cómo podés ser tan egoísta?», había gritado ella, enfurecida como nunca la había visto. «He estado con vos siempre...», sintió como su voz empezaba a quebrarse.

Carlos no podía entenderlo. Ella no debió haberlo dejado. Ella sabía que él estaba solo, que lo único que tenía era su compañía.

—¡Vos fuiste la egoísta! —Gritó, pensando en voz alta, agarrándose la cabeza con ambas manos y apretando los dientes con fuerza.

Ella le había abandonado, cuando era obvio que eran el uno para el otro, que se necesitaban, que él era su otra mitad. Pero ya vería ella como, mientras pasaba el tiempo, cada vez tomaría más conciencia de su carencia al no tenerlo a su lado.

Siguió llorando, recostado sobre el suelo, como un vagabundo. Debería desear que ella estuviera bien, porque la amaba, pero la verdad es que en el fondo, quería lo contrario. Quería verla volver a él, con ojeras, sin maquillaje y los ojos irritados de tanto llorar. Tal como había sido en otros tiempos. Entonces él la abrazaría y le diría que todo estaba bien, que la perdonaba y que se alegraba de que hubiese recapacitado.

El ácido quemó su garganta y sus fosas nasales, cuando el vómito salió sin que Carl pudiese hacer nada. Empezó a toser, y se ladeó sobre la acera, asqueado y confundido, con la camisa llena de restos a medio digerir mezclados con alcohol. Intentó ponerse de pie pero no pudo, y se fue al piso de nuevo, hiriéndose las palmas de las manos con el pavimento.

¡La quería toda para él! ¿Tan difícil era? ¡Se supone que así son las relaciones de pareja! Pero no... ¡Ella quería irse por ahí, sin él! Parecía avergonzarse...

Carlos se arrastró por el piso, y algunas gotas de lluvia cayeron sobre su cabeza. Empezaba a llover cada vez más, y debía buscar refugio o llamar a alguien. Se sintió miserable hasta los huesos. No merecía estar así, no él. No por culpa de ella. ¿Cómo era posible? Agarró su celular torpemente y le marcó, decidido a exigirle razones por las cuales le había dejado a su suerte.

«¿Aló?», contestó una voz femenina. Era ella.

—¡Vos! —gritó. Ella calló.

«Ay, Carlos. Sos vos otra vez... ». Parecía decepcionada y eso enfureció más al joven. «Ya han pasado más de siete meses desde que acabó... ».

—¡Vos lo acabaste! —le recriminó. Ella suspiró, cansada. —Mirá como estoy por tu culpa...

«No ha sido mi culpa, ya no me vas a hacer sentir culpable nunca más, Carlos. Ya no necesito de vos, dejáme en paz de una puta vez.» Sentenció y seguido colgó.

El corazón del joven latía a millón, mientras todo su cuerpo temblaba por la ira. "Ya no necesito de vos", había dicho. Carlos lanzó el teléfono dejando que se hiciera añicos contra el suelo.

Pronto se quedó dormido bajo la lluvia y sus propias lágrimas. Mientras que ella estaba en su cama, caliente y feliz. Sin él. ¡Feliz sin él! 

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