La superficialidad de la vida.
El chico la observaba fijamente mientras se mordía las uñas. Su rodillas expuesta no podía mantenerse quieta.
—¿Eres Ian?
—Si.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó ella, intentando sondearlo un poco.
—23 años —su voz era temblorosa.
—Aquí dice que has tenido cinco intentos de suicidio.
El chico sonrió y desvió los ojos hacia la ventana. Luego se pasó la mano por la cara varias veces.
—Si, es jodidamente vergonzoso —respondió con una media sonrisa.
—No lo es, estás vivo, Ian —dijo la doctora, dándole ánimos.
Ian la miró fijamente de nuevo, con cara muy seria. Ella mantuvo la mirada, esperando una respuesta por su parte.
—¿No lo entiende, verdad? —preguntó él, arrugando el ceño levemente, cesando de mover de forma compulsiva la rodilla.
—Explicame.
—Estoy vivo. —reafirmó el joven.
—Lo estás.
—Es una jodida vergüenza estarlo, cuando he intentado acabar esta pesadilla durante años —susurró —. Hasta intentando morir soy un fracasado m
La doctora suspiró pesadamente, pensando en que decir. Él seguía mirándola fijamente.
—No sé si seas creyente en algo, pero si lo eres, eso debería decirte algo, Ian.
El muchacho se echó para atrás, relajándose en su lugar. Desvió la mirada hacia la ventana otra vez y no dijo nada por algunos minutos, en los que la doctora lo observó con detalle. Lo primero que pensó es en como la depresión puede llegar a deteriorar tanto a alguien tan joven en tan poco tiempo. El muchacho lucialucía unas ojeras tan marcadas en su cara, una piel pálida y estaba tan delgado. Tenía los párpados irritados de tanto llorar y de permanecer tanto tiempo despierto.
Parecía un paciente en una etapa terminal de cáncer.
—Haz dicho "pesadilla" —rememoró ella, haciendo que Ian la mirara.
—Lo he dicho.
—¿Por qué?
—¿Cómo puede estar tan ciega? —cuestionó él, con una atisbo de ira que sorprendió a la doctora.
—¿No lo estamos todos? —sintió su voz temblar un poco.
—La mayoría si lo están —respondió él.
—¿Tú no?
—Cuando despierte de verdad no podrá dormir en la noche —respondió, sin dejar de mirarla.
—¿Acaso tú no duermes de noche?
—¿El cuerpo no le estorba a veces? —InsitióInsistió.
El ambiente comenzó a ponerse muy tenso, al menos desde la perspectiva de ella.
—No has respondido, Ian —intentó encaminar la plática.
—A mí me estorba todo el tiempo. Somos esclavos de un cuerpo, es como —continuó, ignorandola. Y mientras hablaba, una marcada expresión de asco se mostraba en su rostro pálido y delgado, como.una porcelana a punto de quebrarse —una maldita cárcel, pesada...
—¿Así es como lo ves? —preguntó confusa.
Las palabras del chico le habían llegado de alguna forma y tuvo la sensación de sentirse incómoda en su propia anatomía. Cómo si tuviera una armadura encima.
—¿No lo siente? La piel, los músculos, el cerebro pesando dentro de su cráneo —todo lo decía, llevándose las manos a la cabeza, terriblemente ansioso.
—¿Desde cuándo te sientes así, Ian?
—Desde que tengo memoria.
—¿Empeoró con la llegada de la adolescencia?
—Siempre fue peor. Nunca me reconocí frente al espejo —respondió, frotándose la nariz y luego la cara. Después estiró la mano y tomó una planta pequeña que había sobre la mesita de centro.
—Hablame de eso.
—¡Este no soy yo! ¡¿Por qué debo cargar con algo que no es mío?! —vociferó, a la vez que sus ojos se llenaban de lágrimas.
Le impresionó como grandes lágrimas caían por la cara de Ian. A los pocos segundos tenía el rostro completamente empapado, e incluso algunas gotas caían sobre la planta que sostenía entre las manos.
Él lloraba con tanta emoción que la doctora sintió como sus ojos se humedecían también un poco. Retiró la mirada y notó como las manos habían empezado a temblarle.
—¡Quiero ir a donde estaba antes! —Lloró.
—¿Dónde estabas antes, Ian? —preguntó, sintiéndose abrumada por la emoción, inclinándose hacia él.
El muchacho seguía llorando intensamente sobre la pequeña planta.
—A donde todo era blanco... —respondió sin fuerza.
La doctora, sin poder evitarlo, se levantó y se sentó a su lado. Ian la miró con los ojos muy abiertos mientras dejaba la planta en su lugar.
—Acá todo es negro —susurró —. Ayúdeme.
—Vamos a encontrar una solución, Ian. Te lo prometo —intentó sonreír un poco pero no sintió su propia sonrisa.
El sonido de la puerta la sacó del letargo. Era su asistente, avisándole que había un paciente esperándola fuera, así que se despidió de Ian y le dió una cita para tres días después, también le dió su número de teléfono por si necesitaba hablar en algún momento.
—Gracias, doctora —se despidió él, sonriendo un poco.
No pudo dejar de pensar en Ian en toda la noche. Las cosas que había dicho le habían tocado algo por dentro y eso le hacía querer ayudarlo de verdad. Cuando se levantó se sentía cansada y pensativa, e incluso cuando llegó a la oficina, esa sensación seguía ahí, con ella.
Organizó un poco, intentando distraerse y se encontró observando la planta que estaba sobre la mesa. Había algo en ella que antes no. Tardó unos segundo en darse cuenta de que le había nacido una flor blanca.
Miró por la ventana hasta que su asistente le anunció el primer paciente del día.
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