Heridas de guerra
Desde que el pequeño Teddy Lupin tuvo la capacidad de caminar, Andromeda lo había llevado al cementerio de St. Jerome, todos los años sin falta, en la fecha de la Batalla de Hogwarts. Recordaba todavía aquellas primeras veces, cuando de la mano de su abuela, se había acercado a las tumbas de sus padres, sin apenas entender el significado de un pequeño acto como ese. Era difícil extrañar algo que jamás habías conocido, porque desde que tenía uso de razón, Andromeda había sido su única familia. Ella y los Potter, con quienes también había visitado el cementerio en más de una ocasión, puesto que los padres de Harry estaban enterrados allí igual que los suyos. Quizás fue a través de esa familia que Teddy había caído en la cuenta de que su situación en casa no era lo habitual, o de lo genial que se sentía tener a alguien con quien jugar a las no tan antiguas pero épicas batallas de magia. Había descubierto con ellos cómo era tener hermanos, o algo similar, especialmente con Lilly que siempre pareció entenderlo más que James o Albus. Empezó a pasar cada vez más tiempo con ellos, hasta que era casi como si viviera con los Potter y no con Andromeda.
Su abuela, sin embargo, nunca se quejó. Era una mujer muy buena con un inmenso amor por su nieto, y una resiliencia y fraternidad que siempre habían pintado a Slytherin en una luz extremadamente positiva para Teddy. Cuando le hablaban de la casa de la serpiente no pensaba en los Mortífagos, ni siquiera en los asesinos de sus padres, sino que pensaba en su abuela. En sus cálidos ojos oscuros y en su carácter férreo.
Hace casi un año que Teddy y Victoire habían decidido vivir juntos, sin todavía estar casados pero con ya un largo tiempo de relación sobre sus hombros. A pesar de que la idea había sido suya y de que toda su vida en su casa solo habían sido dos, le costó bastante acostumbrarse. Extrañaba la presencia reconfortante de su abuela, y sentía que estaba haciendo mal en dejarla sola a su edad. Pero eventualmente, había caído en la cuenta de que Andromeda estaría perfectamente bien; ¡si esa mujer era más dura qué un clavo de ataúd! Seguiría yendo al cementerio con ella, como lo habían hecho siempre, y si alguna vez necesitaba algo él estaba a menos de una llamada telefónica de distancia.
Ahora, recostado sobre su espalda en su lado de la cama, todo aquello le parecía un sueño. Extendió un brazo a su mesita de noche y encendió su celular. Las cuatro de la mañana. Horas tratando de dormirse, preso de un cansancio infernal que francamente no sentía desde su primer día trabajando en el Departamento de Cooperación Mágica Internacional. Pero sin importar cuánto le pesaba el cuerpo, el sueño parecía evadirlo. Con la cuarentena impuesta a nivel nacional, el Ministerio de Magia había ordenado que evitaran lugares con Muggles para no causar problemas, puesto que el virus no presentaba peligro alguno para los magos. Era lo mismo que un resfrío y se quitaba con un poco de magia. Pero no había podido ir al cementerio como de costumbre.
Volvió a mirar su celular. Las cuatro con dos, tres de mayo del dos mil veinte. Agradeció que era domingo y no tenía que ir a trabajar luego, porque el Ministerio de Magia no había detenido su funcionamiento dado que estaba bajo tierra y lejos de los ojos curiosos de Muggles en cuarentena. Se levantó de la cama en silencio para no despertar a Victoire, aburrido de tratar de dormirse sin frutos, y recogió sus pantalones del día anterior del suelo a la pasada, metiendo sus pies en las zapatillas que usaba de pantuflas también. Salió de la pequeña habitación hacia el vestidor, donde se apoyó en la pared para quitarse el pantalón de pijama y cambiarse de ropa. Allí, en la oscuridad de la noche iluminado solo por las luces que venían de la calle, Teddy se percató de su reflejo en la muralla frente a él. En el espejo que tenían, notó que su cabello brillaba turquesa como la costa caribeña, reemplazando el rubio arena que llevaba desde que se había graduado de Hogwarts hace ya tres años. Sus ojos danzaron sobre la imagen durante un par de segundos, antes de volver su atención a lo que estaba haciendo, terminando de vestirse con esa falta de gracia tan característica que tenía.
—Debo estar volviéndome loco— Teddy masculló para sus adentros.
Era la primera vez en años que sufría una metamorfosis por accidente, y sumado a su repentina incapacidad para conciliar el sueño, el joven pensó que verdaderamente estaba perdiendo la cabeza; sin embargo, no se molestó en cambiar su apariencia de nuevo, sabiendo que así como estaba no podría hacerlo de todos modos. Su frustración se transformó en ansiedad, y decidió que debía aprovechar las insólitas horas de la noche para salir. ¿Pero a dónde? Observó la sala que se extendía junto al vestidor, pensando automáticamente en usar los polvos flu que tenía guardados junto a la chimenea para ir a algún lugar, como solía hacer. Pero a esas horas no encontraría un fuego abierto para poder regresar a casa, y tampoco tenía ganas de quedarse vagando hasta el amanecer. Sin mencionar que Victoire podía asustarse y luego se enojaría con él. La que llevaba los pantalones en su relación siempre había sido la bruja.
Así que, a regañadientes y maldiciendo al estúpido virus que parecía ser la principal causa de su incomodidad, Teddy arrancó las llaves del coche del pajarito de madera donde colgaban junto a la puerta, saliendo al frío aire nocturno de las calles. El asfalto aún supuraba un agradable olor a humedad, producto de la lluvia que había azotado la ciudad hace un par de días atrás. Algo bastante cotidiano, pero que el muchacho siempre había apreciado. Le gustaban los días grises, porque le recordaban a jugar al ajedrez con los Potter y a comer ranas de chocolate. Una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro delgado ante aquel pensamiento, montándose en el coche y encendiendo la calefacción. En su desesperación por salir de casa, ni siquiera había pensado en llevarse una chaqueta. Pero el cacharro que compartía con Victoire por lo menos era tibio tras unos minutos encendido.
Emprendió su viaje sin rumbo, saliendo de la pequeña ciudad, las casas transformándose en kilómetros y kilómetros de pasto verde. A pesar de que le gustaba su trabajo en el Ministerio, debía reconocer que jamás cambiaría el campo Inglés por Londres, aunque eso significara viajar por vías mágicas todos los días de ida y vuelta. Tampoco era como si manejar un auto volador fuese aburrido. Inmediatamente le trajo una sensación de paz, viendo el paisaje pasar por la ventana, escuchando el susurro del viento contra la carcasa del coche. Con el pie sobre el acelerador, dejó que el antiguo camino lo llevara, siguiendo la forma del pavimento pero sin pensar a dónde iba realmente.
Se sorprendió cuando llegó al Valle de Godric. ¿Tanto llevaba conduciendo? Casi una hora había transcurrido. Conocía todo ese sector de Inglaterra como la palma de su mano, pero aún así jamás pensó que terminaría ahí. Avanzó hasta el interior del Valle, y aparcó el coche a un costado de la calle vacía. Era tan temprano en la mañana, o tan tarde en la noche, que todo el pueblo dormía. Aún así, cuando se bajó del auto y echó a andar hacia la estatua de los Potter en el horizonte, Teddy cruzó los dedos para que ningún Muggle curioso lo denunciara con las autoridades por no respetar la cuarentena. Se metería en problemas con sus jefes si eso ocurría, y el solo pensarlo lanzó un escalofrío por su espalda.
El cementerio estaba oscuro y el césped bajo las lápidas estaba mojado, sonando bajo las pisadas de Teddy. Sorteó las demás tumbas con facilidad, solo mirando a la pasada las que pertenecían a James y Lilly Potter. Siempre se había cuestionado si su padre había elegido a Harry como su padrino, porque sabía que iba a morir. Después de todo, su historia no era muy distinta a la del elegido. No en términos familiares. Finalmente se detuvo frente a dos lápidas que a simple vista no destacaban por nada. Eran exactamente iguales a todas las demás en St. Jerome. Pero allí estaban los nombres de sus padres.
Remus J. Lupin y Nymphadora Lupin.
Los segundos pasaban y Teddy aún no podía explicarse porque estaba ahí. ¿Qué importancia tenía visitar dos trozos de piedra? Ahora que estaba solo en el cementerio por primera vez, sin su abuela, sin Harry, sin ninguno de sus amigos, Teddy no le veía el sentido. Derrotado por la extrañeza de aquella noche, se dejó caer en el pasto, arrodillándose frente a las tumbas con un suspiro agotado.
Pero, el estar solo también encendió un sentimiento nuevo para él. No tenía vergüenza ni miedo, porque no se sentía observado por nadie. Estaba completamente solo en aquel pequeño lugar tan cargado de tristeza y esperanza en partes iguales.
—Cuando entré a Hogwarts, Harry me llevó al Callejón Diagon— habló, con la mirada fija en el suelo. –El señor Olivander me dio una varita igual a la tuya, papá. Ébano con pelo de unicornio— una risa desganada brotó de sus labios, inclinándose hacia adelante hasta que su frente dio con la fría superficie de piedra.
No sabía por qué estaba contando eso, pero no tenía ninguna intención de detenerse.
—Me habría gustado ir con ustedes— su voz se tornó tenue, casi contraída en su garganta. —Y que conocieran a Victoire. Ella es genial. Todos los Weasley lo son. Espero casarme con ella algún día— la añoranza que sentía mientras las palabras le salían de los labios prácticamente por generación espontánea le llenó el pecho de una presión insoportable.
Había tantas cosas que le habría gustado que fuesen diferentes, muchos espacios vacíos con la silueta de sus padres. Le habría gustado que sus padres hubiesen sido reales, no solo colecciones de leyendas y nombres escritos en placas de honor. Mientras más le ardía el esternón, más palabras surgían en su mente, como impulsadas hacia arriba por el volcán en su tráquea.
—No entiendo nada, joder. ¿Por qué fueron a la Batalla? ¿Por orgullo? ¿Por honor? ¡Ustedes sabían lo que iba a pasar, por algo me dejaron al cuidado de los Potter y de la abuela!— un sonido miserable le salió del cuerpo, notando que en algún momento lágrimas habían empezado a correrle por el rostro.
Dejó que la ira y la tristeza que lo ahogaba escapara como una olla a presión, llevándose una mano temblorosa a los ojos al mismo tiempo que un sollozo reventaba su compostura. Podía escuchar la voz dulce de Andromeda en sus oídos, "murieron para que tú pudieras vivir en un mundo mejor", pero en lugar de reconfortarse, solo se indignó más, arrancando un montón de pasto con su mano libre. Sin embargo, ahora entendía el por qué de su angustiosa noche.
—No sé para qué les cuento esto. Ni siquiera sé si pueden escucharme— susurró tras varios minutos de silencio denso, soltando un suspiro que se condensó frente a sus ojos en una nube de vapor.
Todo era un gigantesco sin sentido, pero por lo menos ya no sentía ese nerviosismo como si un Dementor lo persiguiera. De echo su cansancio comenzó a aumentar y a volverse cada vez más aparente, tirándolo al suelo por los hombros curvados, arrancándole el color del rostro enrojecido por el llanto. No tenía sentido enojarse y gritarle a sus padres, que no resucitarían ante su deseo. Así que se puso de pie, arrastrando las piernas y aferrándose de las lápidas, con las rodillas tan mojadas como la cara.
—Hasta el próximo año— se despidió en un susurro, dejando un beso en su pulgar y tocando ambos nombres con él, antes de alejarse definitivamente del antiguo cementerio de St. Jerome.
Por lo menos ahora podría volver a casa y finalmente dormir.
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