Parte 4: te vengo a agradecer

Lo aclaro, no quiero causar confusiones o polémicas maliciosas frente a tu familia. No hubo besos ni deseo sexual. Fuimos dos niños desnudos, sin disfraces, sin caretas. Tú estabas ahí, con tu mente y corazón. Tu cuerpo se había ido con ellos, es cierto, pero no me abandonaste. Me secaste, me esperaste, me dijiste que resistiera, que de seguro venían cosas buenas para mí en el futuro. Ahora te agradezco por eso, ya que nunca lo hice.

Veo cómo me miras, tal vez diciendo: «eso lo imaginaste, pues esa vez me fui con ellos». Ya te lo dije, tu cuerpo se había ido, sí, pero tu alma estaba conmigo.

Cuando caminé de regreso al salón, recuerdo que lloré mucho. Me sentí grande, un insurrecto con el puño en alto. Comprendí que debía hacerles frente a sus prejuicios, pues con mi indiferencia sus voces se apagaban.

De cocodrilo, muté a un gran león.

Era la hora de inglés. Había que hacer grupos. Yo fui donde la miss. Eso era parte de la rutina. Con los años aprendí que nadie me iba a escoger, así que luego que estuvieran todos reunidos, ella le diría a un grupo de niñas que debían trabajar conmigo. Me miraste y sonreíste. Esa gesto bondadoso y hermanable nos conectó ¿Te acuerdas?

Ambos distinguimos nuestras cruces. Tú, crucificado por la sociedad adulta o por los niños que no te conocían, por los temores de tu madre, por la superficialidad del mundo. Tu mano derecha es más pequeña que la izquierda. Eso no cambió. Yo, crucificado por ser el fleto del curso, por la violencia, por el castigo a la diferencia, por el odio, sí cambié. No hablo de mi sexualidad, claro, soy gay: eso no cambió.

Y ya está, ahora te veo sonreírme después de tantos años y te percibo tan bien. Quién lo diría, todos se equivocaron. Claro, la ignorancia no se fue, resiste. Siempre habrá fantasmas de los 90', con pensamientos del milenio pasado, persiguiendo nuestras pisadas.

De seguro continuarás siendo, para el ciego, el hombre de la mano pequeña y yo llevaré aún la etiqueta de maricón. Pero nadie nos podrá borrar esa infancia, donde me percibiste diferente al resto, un símil de tu pena. Tan distintos fuimos y tan iguales nos descubrimos.

Después de esa ducha nunca más me oculté y aunque las burlas continuaron, cada vez se hicieron menos dolorosas. No volví a desear mi muerte. Por primera vez tuve esperanzas. Me instruí. Busqué. Encontré. No era el único ser alado.

Tenía cosas que decir, mi orientación no limitaba mi intelecto, mi creatividad. Gracias a ello, cubrí mi rostro con un antifaz de búho y aterricé aquí, justo frente a ti.

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