Parte 3: tu advertencia

Un día, antes de la clase de ejercicio y deporte, hiciste tu advertencia: no debía ir a las regaderas después de que acabáramos. Mis compañeros me estarían esperando para hacerme desaparecer. Al recibir tu mensaje, temí por primera vez a la muerte. Allí comprendí que la idea del suicidio se había presentado solo como una escapatoria ficticia a la nebulosa que habitaba en mi corazón.

Tus ojos te delataron. Sentiste empatía, pero también tuviste miedo. Lo sé. Entiendo que ese fue el motivo por el cual me miraste con cara de repulsión; así, si te veían hablando conmigo, tu actitud corporal no levantaría sospechas. Ignoro la forma que encontraste para excusarte, pero valoré tu gesto y acepté la distancia. Antes de irte, solo escuchaste de mí un tímido «gracias». Yo me quedé pensando qué haría. Les temía, pero no más que a los profesores. No más que a mis padres. No más que a cualquier adulto que oyera las burlas y comprendiera el porqué. Yo era el motivo, mis deseos ocultos lo eran: el cáncer ramificado de un niño de trece años.

Te destacaste a los veinte minutos de clase. Fuiste recompensado por la profesora, un vocero y estandarte de los hombres del curso. Los compañeros varones también merecían el reconocimiento y todos pasamos a ser los vencedores de esa innecesaria guerra de sexos. El deporte que más miedo me causaba fue el premio a la masculinidad, a la correcta ejecución de los ejercicios. Yo le temía a la pelota y a todo aquello que denotara mi femineidad. Así que no me encontraste; buscaste, pero había aprendido a ser un fantasma. Por suerte, nadie echó de menos a ese niño que creía que el corazón se le iba a escapar del pecho. No hubo acusetes ni ojos que advirtieran el recorrido a mi refugio. Permanecí escondido donde siempre, en el lugar en el que era tan indetectable como cuando estaba con el resto.

Solía hacerlo de ese modo. Me vestía con el uniforme deportivo y decía «presente» al oír mi apellido. Me encontraba ahí para las instrucciones y más tarde, luego de dejarme ver por la profesora, desaparecía. Oculto, con mi máscara de zorro, tras unas viejas colchonetas arriba del mismo escenario que se utilizaba solo para ocasiones especiales, me sentí más seguro. Entre implementos olvidados de generaciones estudiantiles pasadas, me cobijé tomado de la mano de la adrenalina que me acompañaba.

Todos los martes me quedaba ahí, sentado en el suelo, esperando el toque de la campana. Ese sonido salvador me anunciaba que nadie había delatado mis inseguridades y miedos. Así, evitaba el momento de mayor exposición, pues esa clase en particular me recordaba que yo había nacido distinto. No podía ser aceptado por ti ni por tus amigos; si deseaba pertenecer a su grupo, primero debía convertirme en otra persona. Mis compañeras también me evitaban. ¿Quién querría juntarse con el Sanhueza?

Esperé lo suficiente. Sabía cuánto solían demorarse en las duchas. Algunos salieron, pero ya quedaba menos para la próxima clase y no podía seguir aguardando a que el lugar se despejara por completo.

Al momento de acercarme a los camarines, me viste. Respiré profundo. No lo pensé, parecía que mi cuerpo se mandaba solo. Jamás había caminado así de erguido. Me intentaste advertir, una vez más, pero mis pies continuaron la marcha. Avancé hasta visualizar la puerta. Volviste tras de mí. La empujé. La abrí. Entré. Ya no había posibilidad de retroceder.

Oíste cómo contaron en voz alta: «uno... dos... tres...». Comenzó la canción de moda. Esa que sonaba a cada hora en las radios del 98', provocadora de tantas risas, causa de mi odio. Ellos corearon, tú no lo hiciste al principio. Te uniste al juego cuando algunos empezaron a nombrarte, animándote a que los acompañaras. Lo disfrutaban. Tú no. Supongo que esas voces agudas eran entonadas con esmero por parecerse a quienes etiquetaban como maricones.

«Eres tan delicado, que en San Valentín te regalarán rosas, perfumes, flores y vestidos...» era mi himno radial, según ustedes. Ese fue un momento más de los tantos recuerdos que me obsequiaron. En cada minuto, a toda hora, mi mente repetía que no era digno de Dios. Me convencí de que sería la vergüenza de mis papás y que, en la adultez, no habría un rinconcito para mí en el mundo. Claro, llegado el momento, no podría seguir escondiéndome tras las colchonetas del gimnasio de la escuela. Por ello, sus voces en mi interior me gritaban que desapareciera de una vez, que me animara a saltar de la silla y tensar la cuerda; solo así mi cuerpo y mi silencio se llevarían esta historia a la tumba, porque no era merecedor de lamentos ni recuerdos. Tras mi muerte, de seguro, los dueños de esas voces tendrían la conciencia sucia por unos meses, convenciéndose a sí mismos de que la misericordia de Dios es grande.

Con la máscara de gato, me empeloté frente a ustedes. Traté de no encorvar otra vez mi columna. Intenté transmitir que enfrentaba con sumo control la situación, como si no me importara subir al tejado más alto para que todos me vieran.

Siempre me desnudaba con lentitud, hasta que no quedara nadie. Fingía ver cosas en mi mochila con la intención de dilatar el momento de máxima exposición y lograr que solo los más lentos para ducharse y vestirse se rieran de mi cuerpo. Ahora que lo pienso, era evidente mi estrategia. Siempre quería que el mínimo de compañeros estuviese ahí, porque frente a unos pocos, solo me ignoraban o se burlaban con algo de disimulo. Uno a uno, se fueron retirando.

Supe que el resto no se había ido cuando entraron una vez más al camarín. Me quité la ropa deportiva. Sentí sorpresa ante mi rebeldía, mi cansancio. Esperé que me increparan. Que se rieran de mis tetas, de mi culo, porque en un cachete tenía una hendidura. No tuve que aguardar demasiado.

«El Sanhueza es tan fleto que tiene dos hoyos, pa' que se lo metan doble». Risas. Cara de nada en mí. No me oculté. Tomé mi toalla y giré la llave. Esperé los golpes con mi máscara de cocodrilo, aguardando con paciencia a quien osara acercarse demasiado a la orilla. Me visualicé ahogado en agua y sangre, aunque no tenía muy claro de quién sería esta última. Imaginé que en una situación como esa debería luchar con todas mis fuerzas, aferrándome a quien viniera por mí, con la letalidad de un lagarto.

Esas duchas, que habían sido mi consuelo cuando me quedaba solo, alejado de su mierda, se convirtieron en un muro inquebrantable que me separaba de sus cánticos y humillaciones. Pero la mole no sería indestructible ante mi asesinato. Olvidé las ideas vagas que tenía sobre mi ilusorio coraje. Cerré los ojos y me entregué a lo que tanto había deseado, a mi muerte. Permanecí harto tiempo bajo el agua. Estaba vivo, junto al sonido de la regadera sobre mi cabeza; el resto fue silencio. Nadie se acercó. Ese nuevo yo los espantó. Se habían ido todos, pero tú no.

Te quitaste la ropa, otra vez. Me asusté. Viniste a mí. Me sonreíste. Imaginé muchas cosas que no fueron. Posaste tu mano sobre mi rostro empapado. Entre llantos, ambos nos abrazamos.

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