Parte 2: entre rezos y castigos

Me aferré a las enseñanzas religiosas. El rezo llegó a mí incluso como un castigo autoimpuesto. Necesitaba ser parte de algo, sentirme un miembro más del rebaño. En el colegio el estudio no se me daba bien, pero sí la imagen de un devoto niño católico. Esa fue mi primera máscara, escondido tras la fidelidad de un lobezno.

No había asignatura en el horario de clases que me diera un respiro del aislamiento. A cada hora de la jornada, ustedes me recordaban que mi existencia era una depravación. Me hacía el sordo cuando, entre risas, murmuraban que un miembro de mi familia había abusado de mí. Eso nunca ocurrió, pero no tuve el valor para apagar sus voces. Los rumores sobre los motivos por los cuales no jugaba a la pelota con los otros niños o el porqué de mis maneras femeninas se esparcieron por todo el establecimiento, llegando incluso a oídos de maestros sin criterio.

Era un día primaveral. La prueba de ciencias naturales me resultó difícil, pero ya no sabía qué más responder. Las alternativas las marqué al azar. Las líneas sobre las que debía desarrollar mis ideas estaban en blanco. Había terminado. Me puse de pie y le entregué al profesor mi examen. Al volver a mi puesto observé cómo el docente se levantó y, mientras contaba las pruebas recibidas, repasó nuestros rostros haciendo un conteo mental. Todos los hombres habían terminado. «No me sorprende. Han sido más rápido que sus compañeras. Como aún queda media hora, tienen mi autorización para que vayan a la cancha de fútbol». Sabía que debía ponerme de pie junto a ustedes. Pero también asumí que, sin la observación de un adulto, mi pesadilla sería aún peor. ¿Por qué mi premio debía ser convertirme en alguien que nunca fui? Me hice el fuerte cuando, luego de unos minutos, el maestro de cotona blanca se rio de mí preguntándome si era una mujer con aspecto de hombre o un niñito que jugaba con muñecas. Risas a coro. Mirada baja hacia la mesa. Gracias, profesor. No lloré. No ahí.

En los puestos del salón, nos habían enseñado desde los seis años que éramos los retoños de un mismo Dios, pero en ese colegio de fe yo era el hijo imperfecto, el error, la medalla de oro otorgada al diablo por haber vencido mi voluntad y mi naturaleza de hombre. Por ello, debí rezar con todas mis ganas para que el santo padre me encaminara hacia la luz y extirpara de mi mente el veneno irracional de la tentación. La cruz era mi salvación. Aullé en mi interior, como un lobo adulto que se aferra en unión monógama a la hembra. Me disfracé, a los nueve años, de un mamífero carnívoro, devoto a las enseñanzas que me querían corregir.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top