🎃 Capítulo 1


2003. Volterra, Italia.

El crugido de las hermosas puertas del Castillo de Volterra en Italia, fueron abiertas por dos manos esqueléticas y camufladas por la noche tras una hermosa capucha oscura, fuera era una noche perfecta y terrorífica como si hace unas horas no hubiera existido gritos de varios turistas carcomiendo el lugar en un silencio fúnebre. La silueta de quién había entrado era el de una mujer delgada de cabellos oscuros como la noche que resguadaba su rostro entre la penumbra del castillo y capucha, los guardias Vulturi que merodeaban por la puerta principal se pusieron alerta, siseando ante la extraña mujer que había entrado como si de su castillo se tratara.

—El acceso a este Castillo está prohibido. ¿Qué desea?—exige saber un hombre de cabello castaño oscuro, ojos rojos, piel pálida. Constando de una altura aproximada de 6'7".

—¿Prohibido?—preguntó una voz femenina, con cierto tono sombrío pero que emergía una ligera gracia.— En la mañana, tuvieron festín de humanos turistas, no creo que a eso se le llame prohibido, jovenes vampiros.

—¿Qué quieres? No eres de los nuestros.—exigió saber un segundo hombre de cabellos negros, ojos rojos en alerta, piel palida con una altura aproximada de 6'3", un poco más bajo que el primero. Fortachon.

—Buena sospecha. He venido junto a sus líderes, ¿Podriáis escoltarme hasta la ubicación correspondiente?—pregunta la mujer mientras levanta la mirada, dejando ver cuencas de maquillaje oscuro sin ojos, o al menos no se veían las cuencas de los ojos.

Demetri y Félix tragaron saliva ante la mujer de aspecto macabro, con un maquillaje tan extrafalario que podrían hasta sospechar que venía de alguna fiesta de Halloween, pero la duda emergía de: ¿Porqué una mujer con apariencia de fiesta estadounidense vendría justamente a Volterra, junto a sus líderes?»una duda que no tuvo respuesta alguna.

—Vamonos. Nuestros Reyes odian esperar. —murmura Félix tratando de recomponer su postura a una neutral.

Demetri ve la sonrisa escalofriante de la mujer, donde reposaba detalles de lapiz negro con un estilo lineal delineando la dentadura entre los labios extraños, al igual que la extraña textura de desgaste en los pómulos. La criatura que llevaban hacia sus amos no era humano, algo que no conocían y debían estar atentos.

Se demoraron lo justo y necesario, menos de una hora en llegar a la sala de Trono, dónde sus tres Reyes descansaban como estatuas.

—¿Félix, Demetri? —pregunta una voz ronca y aterciopelada, viniendo de un joven de cabellos cortos, ojos rojizos y piel palida. La edad que podría tener oscilaba entre los cuarenta años o menos. —Habéis traído a una dama. ¿Quién eres querida?

Aquel que había hablado se lo conocía como Aro Vulturi, Rey fundador del Clan Vulturi, Clan de vampiros poderosos que hacían cumplir las leyes y la preservación selectiva de su raza ante la ignorancia de su especie para los simple mortales. A su lado derecho se encontraba un hombre de cabellos rubios con un ligero copete arreglado hacia arriba, con un corte militar al igual que una perfilada barba corta y rubia, de ojos rojos y piel palida, aquel era el tercer Rey Caius Vulturi; y por último al lado izquierdo se encontraba el co-fundador del Clan, Marcus Vulturi, un hombre de aspecto bárbaro con larga melena castaña, barba tupida, ojos rojos y piel palida, este llevaba una expresión ida como si su cuerpo expresara estar pasando por un luto reciente o antaño.

—Me gustaría saber vuestros nombres, antes de presentarme como corresponde. —contesta la mujer sin levantar el rostro, demostrando una actitud sumisa y de respeto. Aunque no le gustase, ella debía dar aspecto de ser inofensa aunque fuera todo lo contrario, lo que dijera su look sombrío.

—¿Cómo has sido capaz de llegar a nuestro Castillo sin saber nuestros nombres? Claramente estás mintiendo. —sisea a la defensiva el Rey rubio, con una molestia fácil de despertar.

—Me guiaron hacia vosotros. Dijeron algo como: "Ellos son quiénes gobernan y nos adoctrinan para permanecer vivos entre los humanos. Están el Volterra, Italia." —explicó mientras se hacía de la desentendida la mujer.

Aro no entendía porque sintió ganas de acercarse a la mujer. Hace años que no sentía alguna atracción hacia las mujeres, la única vez que tuvo atracción por una, fue cuando eligió a una sirvienta humana para ser su esposa y sentar cabeza, para ser aceptado como un buen soberano.

—Me intriga saber quién te ha mandado, pero, creo que es lo de menos el cómo, hermano mío. —contesta el joven de cabello negro corto, que previamente descansaba en el trono del medio.— Soy Aro, él es Marcus —demostró con un gesto suave de manos hacia el hombre que posaba en el lado izquierdo, de aspecto bárbaro, para luego inclinar su gesto hacia la derecha. Su rostro demostraba desinterés, ni siquiera la había mirado—y por último Caius, —explicó mostrando al rubio de cabello corto y barba corta tupida, que exponía facialmente la molestia en los ojos—los tres somos líderes del Clan Vulturi, y Reyes de los vampiros.

La mujer escucha y observa a cada persona presentada. Resguardada por la capucha oscura de su bata, presentía que una vez que vieran sus ojos, una sorpresa tras otra se revelaría. Y lo mejor era ir con cautela.

—Un placer, conoceros Reyes Vulturi. —contestó cordialmente, inclinando con respeto en una reverencia que duro solo cinco segundos.— Me presento, me llamo Laice. Pero seguramente reconocerán mi aspecto físico como la figura iconica de La Catrina. He venido hoy a conoceros, sois los principales pecadores y responsable de todas las almas que han quedado estancadas en esta sala.

Aro y Caius, al escuchar dicha presentación quedan de piedra. Sorprendidos por al fin conocer a la figura célebre del día de los Muertos. La tan aclamada Catrina.

—¿Acaso nos estás reclamando? Es eso lo que escuchado, ¿Verdad?—pregunta a la defensiva Caius Vulturi. El Rey no entendía porque tanto ansiaba que la mujer le diera la cara al estar hablando y no resguardar su rostro entre la sombra de aquella molesta capucha.—Mira a los ojos con quiénes hablar, ¡Que mujer tan maleducada!

Se escuchó un crugido tenebroso provenir de una de las manos de la mujer, que ahora se mostraban esqueléticas y tétricas.

—Nunca te atrevas a levantarme la voz, maldito vampiro. —dice con voz severa. La Catrina podía ser paciente pero así como todo tiene un límite, ella también lo tenía cuando un hombre saltaba contra ella. Nunca había sido tan sumisa a algun Rey que no fuera Hades.

—Por favor, no peleéis. Caius, hermano, no hay necesidad de que exijas tanto. —interviene Aro, mientras observa de reojo a su hermano Marcus, quién ha quedado con una mirada brillosa en dirección de la mujer.—¿Qué has visto, hermano? Muéstrame.

Marcus Vulturi no había sentido interés hacia la mujer, ni mucho menos había puesto interés en la conversación. Si bien había escuchado el nombre de la susodicha pero quién lo sacó de su estado sombrío fue el hilo que rápidamente se iluminó molesto tras Caius, un hilo rojo que conectaba a su hermanos hacia un mismo sentido. Y ese rumbo dio justo al dedo meñique de la mujer, un hilo rojo que nunca había visto colgando en ninguno.

—Tu...—susurró conmocionado. Por algún motivo no pudo decir nada más.

Más que nada, porque Aro tomó su mano y por consiguiente, en un manojo de nervios. Caius se arrojó contra la mujer, empotrandola contra las puertas cerradas del salón, siseando como un energúmeno tras ella levantar su mirada y encararlo con una mirada total de molestia.

—Reina, no te resistas, soy todo tuyo. Cede al deseo y te llevaré hasta el infierno si es lo que deseas, más no te ofendas por mi belleza incandescente. —sentenció egocentricamente el vampiro rubio, mientras se acercaba al cuello y clavícula de la mujer, destapando la capucha y dejando a ver su verdadero aspecto.

Sin embargo, en un manojo de molestia, la mujer hizo una llave contra el ego del hombre, castigandolo contra un rudo cambio de posición. Arrojado al suelo, agrietandolo con una agilidad importante y delicada.

—No he dado consentimiento alguno de que toques mi piel, vampiro idiota. —gruñe la mujer de cuencas oscuras y tétricas, sin embargo, esta queda más tensa al ver como las almas asustadas ante el enfrentamiento de ella contra los vampiros, muestran con preocupación un hilo rojo que la conecta con ellos.— Me lo he ganado a pulso, no os preocupéis.

Las almas se preocupan, ninguno suelta ninguna voz audible, recién cuando fueran al descanso, volverían a hablar como debía ser. Sin embargo, no fue el horror de ese hilo rojo, el que hizo levantar su mano y detener al vampiro que se acercó dejando muy poco espacio entre ellos, sin limitar su espacio personal a uno nulo.

—Has llegado para regañar nuestros pecados, matar a quiénes usted ve ahora. Pero... Mi Reina, perdone nuestros pecados y acéptenos como sus Reyes—suplica preocupado Aro.

Sin embargo, la siniestra risa que soltó la Catrina cual demonio, los hizo a todos estremecer de miedo. Mientras los observaba a cada uno, negando solidamente.

—No seré nada de vosotros. Tenéis esposas encerradas en las torres, no tienen derecho a reclamarme si habéis hecho tal horror. —comenta mientras se aleja de los tres.

Aunque es interrumpida por una mano aspera, grande y fuerte. Tomando su mano con desespero, encontrandose con el Rey Marcus, qué había perdido el semblante de luto.

—Perdone mi pecado... Ya he pagado por la falta de respeto, pero por favor...Si su deseo es matarme, hágalo. Ya no sé vivir entre inmortales ni mortales, ya mucha decepción he vivido.—suplica buscando piedad.

Aro y Caius abren la boca con indignación, de entre los tres, Marcus era quién no había sido rechazado por la Catrina, Su Reina y compañera.

—¡No seas hipocrita, Marcus!—gruñe Caius molesto ante la frase dicha.

—No lo soy, solo estoy haciendo lo que se merece, mi Reina. —replica el nombrado con una mirada suplicante que sabía había calado fondo a la mujer.

La Catrina solo soltó una frase, y poco después se fundió con la oscuridad.

—Tres Reyes para mí, esto sin duda es una locura...

Escapando de tal drama. Llevando tras un viento gélido a todas las almas al descanso de paso, porque aunque quisiera enfrentarlos pero estaba su obligación y luego su necesidad personal.

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