| Iagnus y Syeni: Día de almuerzo |


Unos pequeños pies se dejaban ir con todo el peso encima, atravesando el bosque como una hormiga llevando algo en su espalda. A pesar de que probablemente su cuerpo no soportara nada de lo que sostenía ya que era el doble de su peso, él iba a un ritmo más rápido para no hacer perder tiempo a su mejor (y única) amiga. Cada salto hacía flotar por unos segundos los paquetes, así Iagnus llegó a su destino sin haber tirado nada, gracias a que siempre había algún trabajo en el que hacía de mensajero y no existía cosa en sus manos que pudiera romperse.

También repercutía el hecho de que su padre solía obligarlo a cargar libros grandes sin moverse por cientos de minutos, si alguno caía, terminaba llorando entre los regaños de su mayor.

—¡Señorita Syeeeeeeni! —Dio un par de brincos más antes de quedar justo al frente de la mencionada, saludando con una sonrisa que no todos los días se le veía— Buenas tardes. Traje el almuerzo...

—Ya veo —los ojos en cansancio de la elfo vagaron por un rato en las tres cajas que yacía a disposición del rubio, dos en sus manos y una atada a su espalda.

Ella no dijo más cuando él comenzó a desempacar, dejando una a una los paquetes en el suelo. Parecían un bento gigante, tal vez siendo adornadas en un pañuelo de distinto diseño por la anciana que solía ayudar al niño en Starmight, pero no quería preguntar. Se acomodó entre su cabello blanco y el árbol detrás de esta, juntando las piernas viendo a su contrario apilar la comida, desarrollando una manta y sacando cubiertos. No necesitaba medir tiempo pues Sparky carecía de flojera, no como ella, quien ya estaba a nada de dormirse con solo verlo moverse tal cual un conejo.

—Niño —lo llamó y recibió unos ojos abiertos en respuesta. No tardó en extender su mano teniendo una manzana en ella.

El pequeño se quedó viendo por unos momentos, luego la agarró esbozando nuevamente el gesto sonriente de antes. Sus padres le dirían que antes del postre debía comer de verdad, aun así se tomó la libertad por esa vez de darse el gusto.

—Está rica —a ese punto, sus mejillas se volvieron redondas y rojas.

—Este árbol me la dio —expresó la morena, indicando al árbol donde andaba acostada—, siempre las deja caer cuando me despierto... Por eso nunca pasó hambre.

—Tiene sentido —Iagnus alzó la mirada con manzana a medio morder en su palma, la debía sostener juntando sus dos manos porque era gigante a su parecer. Syeni tenía suerte de que la naturaleza le cuidara aunque no le prestara atención.

Al menos no debía preocuparse de que su compañera estuviera sola, la verdad es que rodeada con todas esas plantas y animales del bosque sonaba acogedor. Ese sitio era su favorito, no nada más por ser la casa de la elfo, también se debía al ambiente limpio y silencioso; su casa no se alejaba mucho de esa descripción pero reconoció que dentro de las flores y el pasto podía sentir que algo le daba la bienvenida, ahora entendía mejor la razón.

—Se llama Arnold.

—Gracias, Arnold. Gracias por cuidar de la señorita Syeni —dedicó esas palabras a la gran planta que aparte les estaba regalando su sombra.

Logró terminar de organizar el picnic y de comer la fruta, entonces tocaba el verdadero almuerzo. Las bebidas frías se adornaban de gotas en sus envases, siendo las acompañantes ideales de los platillos aun cálidos de arroz, ensaladas, carne y demás sabores que con suerte llegaba a recordar los nombres.

Iagnus esperó a que la peliblanca tomara el primer bocado. En cuanto esta se llevó un pedazo de filete a los labios y la vio tener un escalofrío, supo que su trabajo ya estaba hecho. Eso significaba que la comida le encantó.

—Arnold se pondrá celoso de que me guste algo más que sus manzanas —comentó la chica buscando qué más probar.

—¿Así? ¿Es su novio?

—Por supuesto —el leve sonrojo en sus cachetes decía mucho, sin importar que su expresión neutral no cambió. Para ocultar aquello, tomó una cuchara de otro plato.

—No se preocupe, señor —alegó Sparky, ignorando que del árbol jamás obtendría una réplica más allá del sonido del viento caminando en las hojas—. Yo siempre cuido a su prometida, no dejo que nadie la lastime... Y también cuidaré de usted, ya que es alguien importante para ella.

En un segundo, la brisa dando contra ellos se acercó a una contestación, o así lo quisieron ver. Era una pena que no pudieran compartir el picnic con el nuevo invitado.

Prometida... —esas letras sonaron en la mente de la joven, haciendo que los colores se apoderaran de su cara. Qué imaginación tan traviesa era la de Iagnus.

—¿Por qué se sonrojó? ¿Qué le dijo Arnold?

—Silencio y come, mocoso.

Y después del rato de un rico almuerzo, terminaron durmiendo debajo de la acogedora sombra de un árbol que poco a poco permitía a sus frutas caerse para cuando ellos despertaran, quizás de algún modo, dándole las gracias de llenar al bosque con sus presencias.

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