Epifanía | Hudson y Robbie

Ningún frío nocturno se iba a comparar con la desesperación incandescente del superior uno, quien hacía saber su descontento al terminar cada párrafo con ira. Ya era tarde y su tiempo no tendría compasión con él; eso lo sabía demasiado bien. De todos modos, gracias a que nunca desperdiciaba ningún instante, adelantó lo que ya debía para el día siguiente y por fin logró guardar los últimos papeles.

Los cajones resonaron por un rato mientras acomodaba los reportes en sus sitios, cuando se daba cuenta que aun faltaba algo por resolver, y era mucho más importante que su trabajo y todo Hunterlous a la vez. Al cerrar el último gabinete, volteó sin prisas, mirando de reojo por sobre el hombro -aquello- por finalizar. Casi lo olvido, pensó.
Robbie yacía acurrucado con rodillas en el pecho, como un animal asustado en la esquina de la oficina. Dormía, muy apaciblemente para la posición que llevaba desde una hora. Se obligó a tener compasión con él porque le había dicho que esperara a que ambos salieran juntos, para evitar inconvenientes en el camino a su casa, por lo que su rostro se suavizó por momentos. Ahora entendía por qué solían tacharlo de mal padre.

Muchos pensaban que en realidad la empatía no estaba de la mano con Hudson, cuando la verdad era bastante diferente. Quizás la familia Kalaria era conocida por no tener emoción alguna en sus expresiones, y si existían, serían el enojo o disgusto. Sus compañeros y trabajadores solían conocer mejor la faceta bondadosa de su jefe… A veces. No es que se caracterizara por ser el mejor humano de la tierra, incluso llegaría a estar entre los últimos pero no dudaban en que realmente él se preocupaba de verdad.

El caso, sin embargo, con su hijo podría mostrar algo diferente. Si se trataba de Robbie el panorama cambiaba, tanto que no sería la primera vez en ver al niño recibiendo tales tratos; regaños por nada, regaños por todo, castigos porque sí y porque no. A parte de una vida controlada paso a paso, regida de reglas dignas de un gobierno.

Párate derecho. No me hagas pellizcarte.

—Siempre buscando la manera de molestarme ¿cierto?

—¿Hasta cuando tengo que educarte?

Solían ser frases recurrentes en su relación. Casi llegando a ser comandante y soldado, lo que Leila le reprochaba a su aliado, admitiendo la inmensa necesidad de adoptar a Robbie de no verlo darle el amor que necesitaba. Mientras que Hudson arrugaba los labios, solo mostrando su poco humor al tema. Educaba a su hijo como lo hizo su padre en su tiempo ¿Qué es lo que debía cambiar? Si supieran que ese pequeño de catorce solía hacer más problemas encerrado en su cuarto que fuera de este.
Exacto, era estricto y sentía que no había más camino correcto que ese.

Antes de despertarlo, llamó a su mayordomo pues los pocos encargados activos en el establecimiento seguro ya terminaban sus labores.

Señor.

—Lysandro, ven a buscarnos en la base. Mi auto está en mantenimiento.

—Con gusto ¿quiere ir a comer en un restaurante de camino?

Ah, claro, es que ni siquiera han cenado. Si no fuese porque Lysandro suele llevar comida a ellos, lo más probable es que su vida se basaría en agua y pan.

—No. Robbie está dormido —llevó sus ojos al nombrado, quien seguía en el quinto sueño.

—Oh.

Y luego silencio. Eso significaba preocupación de su parte.

—Si quieres le… ¿pregunto?

No, señor. No lo despierte, carguelo hasta la entrada que mañana prometo darle un buen desayuno.

Que lo cargue… Extraño.

—¿Llevarlo en brazos?

Ahm ¿sí? —unas risitas causaron la confusión de Hudson— ¿cómo pensaba traerlo?

—Iba a despertarlo —como cualquier otra persona lo haría, o eso pensaba.

Me da lastima que lo despierte, es de la pocas veces que se acuesta temprano —incluso el mayordomo sonaba más preocupado que él mismo. Eso lo descolocó, obviamente no lo… Cargaría como a un bebé, tenía la edad suficiente de levantarse por su cuenta.

—Pero-

¡No, no! ¡Maeve! ¡Apaga el horno! —desde ahí podía sentir el humo apoderándose de la cocina, no había que romperse la cabeza para saber lo que sucedía— Lo siento, amo, debo colgar pero en 10 minutos estaré con ustedes. Abríguese bien.

Y la llamada terminó.

Llevarlo en brazos. Como si fuese a hacerlo, ese muchacho prefería tener una araña en la cara que a su padre cerca. No lo culpaba.
Guardó su teléfono al mismo tiempo que pegaba su mirada a su niño, viéndolo con recelo y entrecerrando la vista. No sería difícil, por suerte su tamaño no era descomunal y sabía de ante mano que fuera de la computadora se comportaba como todo un conejo desprotegido, así que dejó de torcer la boca cuando decidió acercarse a donde el de ámbar descansaba.

Chrome podría encargarse de ese trabajo si estuviese allí, lo había visto hacerlo con Cyan. Bueno, de hecho casi todos cargaban a Cyan. Leila no se apenaba de ello, seguía afirmando que le encantaba llevar a su bebé, Cyrus y Louise no se negaban. Solía ser raro para Hudson la clase de demostración de afecto de los Taylor.

Toda una divagación por concluir en nada, pues se quedó perplejo. Movió sus dedos entre sus palmas y lo estoico de su rostro decía el dilema que venía y se iba dentro de su mente. Si la familia Taylor podía ¿quién le negaba al superior uno aquello? Había luchado con monstruos, derrotado fantasmas, aguantando la muerte de camaradas y cercanos. Esto no sería nada.
Primero tuvo que encontrar la forma para que sus brazos pasaran por debajo de los del castaño menor y finalmente lo tuviera en su pecho. Le fue complicado idear la estrategia perfecta y así no obstruir su sueño, lo que logró al cabo de una pelea personal entre su cerebro inexperto y los recuerdos de cuando su hijo nació. Difícil pero no imposible.

Ahora que lo cargaba… Notó un problema. Paseó la mirada por la oficina, encarnando las cejas y volviendo al punto inicial, escuchó por un rato la respiración tranquila de Robbie en su hombro hasta que se dio cuenta: Era ligero. Muy ligero, tal vez demasiado por lo que disgustado, se reservó sus quejas. No le gustaba esa falta de peso.
Cerró la habitación ágilmente con una mano y fue directo a la entrada de Hunterlous. En el camino tampoco dejó pasar más detalles de su hijo, que si no fuese porque seguía dormido, lo podría regañar. Su cabello enmarañado, no lo peinaba; una deshonra. Los lentes les hacían falta una actualización, el desgaste en la montura pasaba por desapercibida si no lo miraban con lupa, ni mucho menos recordaba que tuviesen tanto aumento. La ropa ¿era un pordiosero? Si no, no explicaba lo opaco de sus colores, ni los hilos fugitivos de algunas zonas que enseñaban lo poco que faltaba para que se deshicieran.

Qué vergüenza. No quería ni saber las opiniones de los otros por sus descuidos… Aunque el adolescente seria el responsable de la mayoría de cosas, no es como si le reprochara por ir a comprar ropa o cosas básicas, no es un tirano. Si Leila supiera de eso lo mataría con su corbata usándola como soga.

Entre suspiros y pensamientos, pronto llegó a la entrada amplia de la empresa. El cartel de la compañía de inversiones -una fachada que les daban al público, así justificaba su trabajo como simples negocios- y el guardia nocturno les dieron la despedida, a la vez que Lysandro los esperaba con la puerta abierta del auto a modo de saludo.

—Buenas noches —el mayordomo le regaló una cálida sonrisa. Dentro de él yacía una de las mejores felicidades, por haberle dado un poco de misericordia a su niño y traerlo en brazos. Había sido una buena idea también cubrirlo con su característica capa negra como sabana.

—¿Robbie come todos los días?
Directo y cortante. Una habilidad nata de su jefe.

Dejó salir un oh nada más antes de encogerse con pena. No quería mentirle, porque tampoco idearon una excusa por si llegase esa pregunta. Su silencio estaba siendo doloroso para el de lentes.

—Lysandro.

—No, lo siento. Es raro que coma sus tres comidas, con suerte llega solo a la cena.

—Lo supuse. No pesa mucho.

¿No lo notó antes? Seguramente no. Por más que tuviera respeto a su señor debía admitir que sus actitudes paternales no tenían nada que envidiar, esperaba que eso no fuese una razón para su despido. Su deber siempre fue velar por ambos, aunque le daba tanto coraje que el prodigio mencionara que no quería comer, sin más. No iba a obligarlo a nada.

La falta de ruidos en el ambiente nocturno ayudaba mucho a condensar la escena en incomodidad, no existía la necesidad de comentar lo que le esperaba al pobre.

—Que empiece a alimentarse bien, es una orden. Eso no es algo que yo deba decirte todos los días ¿cierto?

—No, señor. Eso haré.

—Y llévalo a comprar ropa —se removió un poco, pudiendo sostener mejor a su hijo—. No puedo tolerar que salga así —seguidamente, lo colocó en el asiento trasero, abrochando el cinturón con precaución de no moverle demasiado.

—¿Qué pasará con su castigo? —la pregunta hizo que Hudson volteara confundido, ahora le tocaba explicar— Usted hace dos meses le prohibió salir ¿no lo recuerda?
¿Así? ¿Por qué tontería le hizo eso? No es como si el chico se la pasara de fiesta en fiesta, que pisara el patio se consideraba un milagro. Arrugó la expresión, nada feliz.

—Por pelear con el menor de los Taylor en una cena familiar.

—Como si eso fuese novedad. Le quito el castigo, mañana lo llevas a comprar más ropa y lentes nuevos, si quiere dile que salga junto con… —el hombre pareció luchar en contra de su propia voluntad por unos segundos, luego se reincorporó— El único amigo que le conozco, ese loco… Lars, Siete. Lo que sea.

—Será un placer —no sabía qué clase de epifanía había sufrido su señor; mas no se quejaba, realmente era adorable verle interesado en su progenitor.

Vio a Hudson dudando un rato, con la mano a punto de cerrar la puerta del coche y ojos insertados en Robbie, que no se había movido de su sitio. Lo notaba algo… Triste, confundido, melancólico, el reto más grande consistía en descifrar sus caras.

¿Soy mal padre? Deseaba poder preguntar eso directamente a una persona de confianza, tal cual era Lysandro, a pesar de que se sabía la respuesta muy bien ¿qué buscaba de verdad? ¿Consuelo? Bah, no se lo merecía. Su orgullo le detuvo y lo único a lo que llegó fue cerrar el auto, e ir al asiento del copiloto fingiendo que una batalla mental no se comía su cabeza. Si tal solo su esposa…

El de ojos verdosos no comprendió del todo esa mudez, no era secreto que guardarse molestias e inquietudes solía ser de familia. Ambos, padre e hijo, tan iguales y diferentes a la vez.

Previamente de entrar al coche, el mayordomo observó la luna en desesperación por no poder ayudar como quisiera, el miedo de empeorar se hallaba vigente. Dejó un rezo en el aire, pidiendo que ambos familiares pudieran tener la unión que siempre debieron disfrutar.

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