8. UNÍSONO

Sería imposible para mí definir el inicio de lo que te llevó a ti, Gabriel, a ser quien eres para mí, ya que he nombrado cada uno de mis momentos contigo como tal, y, sin embargo, creo que podría mencionar este si alguien lo demandara. Fue el día en que apareciste en casa para rendir el préstamo del libro que tantas veces he mencionado. Había pasado menos tiempo del que consideré que demorarías, pero me alegra que cada momento haya ocurrido como sucedió en su tiempo.

Tengo presente el día tal como si lo hubiese vivido esta mañana, leía un libro en la sala y estaba solo en casa disfrutando un poco de la música del tocadiscos de mi papá, girando al ritmo de Yesterdays de Billie Holliday, cuando escuché tu llamado desde la entrada gritando mi nombre, porque siempre has odiado tocar puerta. Cuando te abrí me sonreíste como si no me hubieses visto durante mucho tiempo y pasaste sin esperar respuesta. Me entregaste el libro en la mano con un gesto tan frío que incluso temí que me dijeras que no te había gustado.

— ¿Qué te pareció? —pregunté—. Porque tenemos una plática pendiente.

— Por eso vine hasta aquí —me dijiste—. Tengo mucho que decirte.

Antes de comenzar a hablar, ofrecí a Gabriel un vaso con agua que aceptó, y mientras estaba en la cocina sirviéndolo, él se instaló en el sofá donde yo estaba sentado antes de abrir la puerta, ojeando el libro que yo tenía.

— Es muy diferente a la película —me dijo cuando regresé—. No porque haya estado mal adaptado, sino que es más... —meditaba sus palabras— corpóreo... por decirlo de alguna forma.

— ¿Corpóreo? Defínelo —solicité, aunque sabía muy bien a qué se refería.

— No me hagas esto —se tocó el corazón—. No soy tan bueno con las palabras.

— ¡Por favor! —pedí—. ¡Quiero escucharte!

Me resulta divertido cómo las palabras que yo decía cuando estaba con él como Quiero escucharte, podrían sonar inofensivas en su momento, y en cambio, hoy al saber que las dije, entendía que no se referían sólo a una ingenua frase, sino a un capricho que iba más allá de lo que yo mismo pensaba.

— Mira... —tartamudeaba—. Hay algo en la manera en que está escrito que lo vuelve sensorial. Como si de verdad estuvieras dentro de la escena. Corpóreo, con cuerpo, con volumen. Como si fuera real —comencé a sonreír—. Además, los pensamientos de Elio se vuelven más crudos, pero no pierden lo que los hace bellos.

— ¿Qué es eso que los hace bellos?

— No lo sé —respondió mirando al piso mientras pestañeaba—. Tal vez es que son... reales. Sus pensamientos son verdaderos. Son, ésa clase de cosas que piensas, pero no te atreves a decir. Sus pensamientos más profundos expuestos ante todos nosotros.

Me gustaba la manera en la que él hablaba y lo que decía, porque podía escucharme a mí mismo dando una opinión como esa, aunque dentro de mí no era lo que yo sentía al respecto.

— Yo lo considero un libro, no sólo sensorial. Si me permites decirlo, es un libro que tiene sensualidad.

— Sensualidad —repitió él, como permitiendo que la palabra afluyera en su mente.

— Sensual —iteré—. La manera en que Elio habla de Oliver, la forma en la que describe su clavícula, su cuerpo...

— Te hace desear —me completó—. Elio habla con fervor del cuerpo de Oliver —se tocó su propia clavícula y comenzó a jugar dejando a sus dedos rozar en ella—. Habla de lo que quiere hacerle, y no es capaz.

— Sus fantasías —agregué—. Es un animal sucumbiendo a sus instintos

— Pero sin ceder sus miramientos, ni volverse vulgar.

Mis ojos simplemente se rehusaban a apartarse de la visión de Gabriel jugando con su cuerpo, sus dedos paseándose por lo ancho de la islilla de su cuello, sintiéndose a sí mismo bajo su contacto. Ver fijamente eso, y hablar del tema como lo estábamos hablando, provocó una sensación en mí que nunca había tenido. Una exaltación súbita y poderosa, pero igualmente, ligera. Como si estuviera por irse, pero estuviera renunciando a la posibilidad de partir.

Desvié la mirada casi sin pretenderlo, sólo para encontrarme con la tormenta que habitaba en sus ojos, y fue la primera vez que noté en ellos esa sensación suya de querer decir algo, y no saber cómo expresarlo. Era como si lo conociera de toda la vida, y entendiera por completo el lenguaje insólito en el que hablaban sin siquiera escucharlos.

Entonces me acerqué un poco hacia él sin darme cuenta hasta que lo tuve a un par de decímetros de mí rostro.

— ¿Entonces te gustó? —pregunté.

— ¡Claro! —Volteó a verme, y me tomó del hombro como hizo antes—. Muchas gracias por permitirme leerlo.

— Cuando quieras. —Miré la escalera—. Tengo más libros arriba, puedes pedir uno cuando lo necesites.

Entonces como si él quisiera evitar la muerte de ese momento, dijo:

— Simbolismos —dijo—. Son diferentes, me parece.

— Eso creo. Pero quiero saber tu perspectiva. Así como tú me hiciste hablar, quiero que tú hables primero.

— Bueno —pestañeó varias veces rápido—. ¿Recuerdas lo que dijiste del reflejo? ¿Sobre cómo llamarse Oliver o Elio era porque Elio quería ser lo que Oliver era? —Asentí—. Bueno, aquí, en el libro, es casi lo mismo, pero más profundo. Y aborda también a Oliver. Cero que Elio sí veía en Oliver experiencia y capacidad. Pero Oliver, al contrario, veía juventud e inhibición. Es Elio quien toma la iniciativa, entonces Oliver quería eso, poder ser como Elio era.

— Comprendo lo que dices —dije—. Y Elio lo logra.

— Explica eso.

— Cuando están en Roma, Oliver se vuelve más extrovertido. Sí, podíamos ver a un Oliver extrovertido antes, pero ya en Roma él comienza a hacer cosas más locas, Elio por otro lado, se detiene un poco. Ninguno pierde lo que caracteriza a cada uno, pero se vuelven más el otro. Incluso lo dice el mismo libro.

— Elio se convierte en hombre —pestañeó, pensando como conclusión a lo que dije—. Maduró.

— Y lo acepta. —Tomé su antebrazo, y su mano hizo más peso en mi hombro—. Y sabe que debe aceptarlo. Por eso, veinte años después sólo le pide por última vez llamarlo Oliver.

— Puedo decir que ese último momento, donde le pide llamarlo por su nombre es muy bueno —me dijo—. Le da un cierre perfecto a...

— Un libro perfecto —dijimos al unísono.

No fue su mirada, o sus palabras, o su forma de hablar, o que me tenía tomado del hombro; fue el todo del momento, el momento que compartimos pensamientos diferentes, pero un mismo sentir. Posiblemente suena a algo pequeño en perspectiva, pero era enorme en su simbolismo. Su mano seguía sujetando mi hombro, y mi mano no soltó su antebrazo, él estaba más cerca de mí que cuando yo me acerqué a él, su cuerpo apuntaba en mi dirección y podía sentir lo cálido de su aliento. El brillo en sus ojos delataba sus emociones, y sabía que él podía notar lo mismo en los míos, porque los miraba fijamente.

Y lo detuve todo.

No podía permitirme ver sus ojos de ese modo, o escucharlo de ese modo, o pensar en él de ese modo. Había algo que me impedía hacerlo, y no pude contenerlo.

Solté su brazo y miré en otra dirección, y él se giró en el sofá al unísono.

—Nos vemos!

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