Mírame...y purga.

La apertura solo era un pequeño resquicio pero esos escasos centímetros fueron suficiente para revolverle el estómago. Tuvo que taparse la boca intentando contener la arcada.

―Ábrela ―susurró la niñita.

―Mírame.  

―¿Quieres que acabe, verdad mon beau?― preguntó con voz de Darlene

―Mírame y todo habrá acabado.

Las voces provenían de atrás, muy atrás, pero también de dentro. La piel se le puso de gallina, tan punzante que dolía, pues un aliento frío le estaba acariciando la nuca, como si estuviera justo a su espalda lamiéndole el vello.

―Sí, sí. Quiero que acabe ―respondió con un nudo en la garganta.

Ray estaba dispuesto a enfrentar lo que fuera. La muerte, la vida, la locura, incluso la catatonia si supiera que eso existe. Las apariciones perturbadoras mellan la coraza de la fortaleza una y otra vez, pero no más que las revelaciones.

Estaba dispuesto a terminar, costara lo que costara. O al menos esa era la idea, pues como todo en la vida. Lo difícil no es proponerse algo, sino llevarlo a cabo.

La manija esta lanzó un chasquido metálico mientras la giraba. Las bisagras lanzaron aullidos agónicos que pusieron la guinda a ese pasillo lúgubre.

Ray dio un paso hacia dentro.

Luego otro más.

Y otro.

Ya se había alejado lo suficiente de la puerta y las bisagras chirriaron de nuevo cuando empezó a cerrarse lentamente a su espalda. El pestillo hizo "click" a pesar de que nadie lo había accionado. 

Ya estaba allí, todo terminaría. Estaba torturado, agobiado y,  por qué no decirlo: aterrorizado.

Inspira. Expira. Inspira. Expira.

Era su método cada vez que quería serenarse, pero no fue buena idea, porque de repente le sobrevino un fuerte ataque de tos.

―Joder ―blasfemó tapándose con una mano.

Si antes era un matiz, el hedor ahora era un guantazo olfativo que le provocaba las más asquerosas nauseas. Olía a Darlene. Toda aquella casa apestaba a su ex-mujer pero había algo más ¿A quién?

Inspira. Expira. Inspira. Expira.

―¿No te gusta, mon amour? Antes te encantaba ―reía la voz de su ex-mujer.

―No la imites desgraciada ―refulló Ray agarrándose el estómago.

Los calambres de las náuseas habían crecido, eran tan fuertes que no pudo evitarlo: cayó a cuatro patas. Respiraba profusamente, boqueando con sonidos guturales. Iba a vomitar. Lo sabía. Iba a hacerlo. El latigazos se sucedían más y más seguidos, por mucho que intentaba resistirse eran como una mano que le sacudía por dentro.

Déjalo que salga Ray. Revuélcate en ese hedor que tanto odias. Es de ellas...

                                                                                         ― ELLAS

―ELLAS.

 ―Ellas.

  ―ellas.

La oscuridad le hablaba con voz masculina, una que reconocía muy bien. El negro tenía voz, su propia voz le hablaba desde las tinieblas.

―Es nuestro olor...

NUESTRO

―NUESTRO

―Nuestro

―nuestro.

No podía más. Escucharse a sí mismo con ese tono perverso y resbaladizo era repugnante, insoportable.

Ray vomitó y los desechos le salpicaron un poco en las manos cuando repiquetearon contra el suelo.

Ponzoña y más ponzoña de su estómago se expandía sobre las baldosas. Crecía en un charco humeante tan maloliente como viscoso. La repugnancia era tal que solo verlo le provocó otra sacudida. La sensación ácida subía y bajaba por el esófago. Subía y bajaba.Subía y bajaba enroscándose como una lagartija buscando escapar, y así lo hizo. Vomitó de nuevo. Y al hacerlo sintió cómo se desgarraba la faringe, el cielo de la boca y el interior de las mejillas por las ramitas rectas de punta curva que le arañaban por dentro antes de salirle por la boca. Después cayeron, chapotearon en la ponzoña marrón envueltas por su saliva saliva y sus convulsiones.

Solo tuvo tiempo de jadear un par de veces, porque no había acabado. El estómago volvía a retorcerse, y esta vez, flores marchitas le abrieron los labios y cayeron, retozantes sobre las ramitas que acababa de expulsar. Las que fueron de cinco grandes pétalos, suaves y de color crema, ahora lucían arrugadas y resecas, con un empalagoso olor a podrido.

Dulce, como el hedor del baño en el que se encontraba. Un cuarto de baño corroido por el desgaste del tiempo, por un mal recuerdo que se le escapaba.

Ray no hacía nada excepto temblar derramando lágrimas saladas sobre su bilis corrompida.

―No, no puedo. No puedo más ―gimió entre llantos―. Quiero que acabe. Que acabe ¡Que acabe!

Aullando de cansancio, cayó a un lado mientras lloraba tirado en el suelo tapándose los ojos con el antebrazo.

―¡Regarde moi! ―gritó la la voz de Darlene

―¿Me miras?―repitió con voz de niña

―Mírame, Ray ―ordenó su propia voz.

―¡NO!¡NO!¡NO!

Ploc    Ploc    Ploc     Ploc

...           ...          ...       ...

Ploc       ploc     Ploc    Ploc

Y de repente...¡CRACK!

A ese imenso crujido y le siguieron los chasquidos, pues las baldosas comenzaron a agrietarse. Las fisuras se extendían como ramas retorcidas que iban más allá del suelo, trepaban como enredaderas resquebrajando las paredes y el techo, donde decenas de goteras expulsaban esa viscosidad pestilente.

El sonido del chapoteo, ese insufrible "Ploc" ya no se oía, pues la ponzoña ya no caía sobre suelo duro. No. La roña iba a la roña. Caía del techo y se unía a la que salía de las grietas del suelo inundando todo el cuarto de baño.

―¡¿Qué... qué ...?! ¡¿Qué está pasando?!― exclamó levantándose.

El frenesí le obligaba a mirar de un lado a otro, en todas direcciones, y allí donde posara la vista las roturas se extendían como una plaga. Apenas podía enfocarse la bañera corroída, tampoco en los miles de botes vacíos que levitaban sobre el techo; su atención quedó en el centro, en el corazón del baño que le esperaba alzándose dantesco e imponente.

Un espejo.

―Ves, pero no miras Ray―susurró su propia voz desde el cristal―Tú mismo nos creaste. De la que olvidaste me alimento y por la que te persigue he despertado.

Los crujidos lo rodeaban mientras, con la cabeza gacha, veía como sus propios pies se pegaban al fango. Chapoteantes de camino al espejo. Iba hacia él, a pegarse de bruces contra ese momento que siempre había evitado: su reflejo.

El olor ascendía en volutas bajo la presión de sus suelas, miles de garras se agarraban a sus tobillos.  El hedor serpenteaba hasta la nariz le enseñaba imagenes inmundas carentes de toda lógica y sentido.

Imágenes de Darlene y Ray. Marionetas de cuello partido saludándole desde las alturas. Una muñequita de pelo dulce y pringoso. Como el de Darlene. Ella siempre olía así.

Darlene, que lo perdió todo excepto una cosa. Solo una. La más importante de todas. La razón por la que él estaba allí, la razón por la que odiaba ese olor. Una razón que no recordaba.

Ya estaba frente al vidrio. Sudaba. Las manos se retorcían una sobre la otra, nerviosas y resbaladizas como culebras asustadas.

―¿Qué... qué quieres? ―preguntó con voz temblorosa.

Y su propia voz le respondió a esa pregunta absurda cuya respuesta ya conocía.

―Mírame Ray 

Hubiera jurado que su voz era una súplica, la de una petición que él cumpliría.


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