Mírame, mientras te marchas.
Seis días después.
―¿Hola? ¿Estas ahí? ―preguntaba Michelle alzando el brazo hacia el tráfico―. ¿Mamá?¡Ahh! ¿Por qué no hablabas? Ajá, ajá. No te preocupes, ya me lo imaginaba ¿Qué tal por Alburquerque? ―mientras hablaba, su mano de nudillos magullados se agitaba intentando llamar la atención de un taxi―. Sí, sí, recuerdo que algo de eso me comentaste ¡Joder! ―gritó bajando el brazo―. No, no, no es a ti. Siii, siiiii, las palabrotas. Sigue contándome por favor.
En Boston, frente al hotel Lenox, Michelle rezaba por un taxi que le hiciera caso y, a pesar de ser atea, sus ruegos fueron correspondidos cuando unos minutos después, mientras escuchaba las grandes aventuras para nada emocionantes del viaje de su madre, un coche amarillo con el cartel de "Disponible" paró justo en frente.
De él se bajó un amable hombre de color que le ayudó a meter las maletas atrás.
―Al aeropuerto, por favor ―pidió sujetando el móvil entre el hombro y la oreja ―. ¡Vaya! O sea que a Mattew no le sienta bien el maíz en el burrito ―Rio suavemente cerrando la puerta―. Tendrías que haberte casado con alguien que pudiera seguir el ritmo de tu metabolismo privilegiado. Comes como una poseída.
Durante unos minutos Michelle escuchaba en silencio, mientras observaba los transeúntes a través de la ventanilla.
―¿Eh?¿Qué dónde estoy?―preguntó jugueteando con un botón de su Louis Vuitton― Pues a lo mejor no te va a gustar, por favor no te enfades. Estoy... en Boston ¡Pero ya me marcho! ¡Al final cerramos el acuerdo con los proveedores de armarios y voy de camino al aeropuerto!
Al otro lado del teléfono se hizo el silencio, pero unos segundos después se escuchó una pregunta corta y seca.
―Lo sé todo mamá. Lo he visto―respondió tajante. Luego otra pregunta―. Sí, he hablado con él. Se casó de nuevo, aunque no fue él quien me lo dijo ―Más palabras cortantes ―. Dudo mucho que ella siga ahora mismo en su casa, yo diría que al final abrió los ojos.
* * *
Unos días atrás, mientras Susanne Coleman cerraba la puerta de la que durante años fue su casa, lo hacía con la idea de no tener volver nunca más.
No fue fácil cargar con sus veinte años de matrimonio empaquetado, y mucho menos arrastrarlos hasta el ascensor. Las ruedas desusadas se lo ponían muy difícil boicoteándole el camino que debía ser silencioso y sin alboroto.
Escogió las altas horas de la madrugada con la esperanza de que ningún vecino viera como abandonaba a su marido. Es por eso que, cuando las puertas de aquel cubículo de metal se abrieron ante ella y dentro estaba la vecina del quinto, la cara se le puso roja de vergüenza.
Si le preguntaban, diría que iba de visita a casa de su hermana.
―Buenas noches ―le dijo la anciana
―Bu-buenas noches, señora Stevenson.
La viuda, ataviada con una bata de andar por casa y pantuflas a cuadros, llevaba rulos en la cabeza y una bolsa de lo que parecía ser comida de perro.
La anciana veía a Sussane claramente azorada mientras se metía en el ascensor. Sus ojos envejecidos llenos de cataratas, no fueron nada discretos al posarse en la maleta que portaba Suzanne.
Esos pocos minutos entre los que la anciana pulsó el botón del bajo y el ascensor llegaba al vestíbulo fueron tensos. Muy tensos. Principalmente para el ama de casa que se agarraba al bolso como si le fuera la vida en ello.
Piso 2.
Silencio.
Piso 1.
Silencio.
"Bajo"
El "ding" fue un sonido celestial.
Ambas mujeres atravesaron lentamente el vestíbulo en dirección a la puerta de la calle.
La viuda Stevenson arrastraba incontables años de vida con sus huesos ancianos. Mucho más que los veinte años de matrimonio que Suzanne arrastraba en la maleta.
Una sola palabra. Solo una. Había hecho pedazos el mundo de Suzanne esa misma mañana.
El frío nocturno azotó a ambas mujeres, que se rebujaron en sus abrigos al llegar a la calle, pero no disuadió al perro callejero que siempre deambulaba por el edificio esperando su ración de comida.
Este se acercó a la viuda meneando la cola de alegría, olisqueando la bolsa y recibiendo sus atenciones. Mientras, la mujer de Ray metía la maleta en el taxi y se montaba en la parte de atrás sin decirle adiós.
Ninguna de las dos había pronunciado palabra desde que se saludaron en el ascensor, pero a Sussane le pareció escuchar como la viuda decía "ya era hora, niña" justo antes de que ella cerrara la puerta del coche.
La mujer de Ray le indicó la dirección de su hermana a ese amable taxista de color y se marchó para no volver jamás.
***
―¿Si se ella arrepentirá? ―preguntó Michelle observando por la ventanilla.
Un mar de coches y motos rodeaban su taxi por culpa de un atasco enorme. Al parecer había habido un accidente, pero no le importaba. El Rolex le indicaba que iba con cuatro horas de adelanto.
―Pues no lo sé, no es que hayamos tomado un té con pastas precisamente―rio fuerte―. Si me pides mi humilde opinión, no creo que vuelva. No era feliz. No se merecía que la trataran así, pero claro, no sería ni la primera ni al última que decide volver con su marido.
***
Ya habían pasado seis días desde su marcha y justo en ese momento, Susanne montaba el autobús que la llevaría de nuevo a casa.
En pocos días, gracias a la ayuda de su hermana había encontrado un trabajo como peluquera, su antiguo empleo; y también contrató un abogado con la firme intención de no volver a ver a Ray.
Todo eso hubiera servido de algo si su marido (futuro ex-marido) no fuera un maldito energúmeno que no había tenido ni la poca vergüenza de contestar a las llamadas, ni de abrir la puerta al mensajero que le llevaba los papeles del divorcio.
No tuvo más remedio que ir ella misma con la esperanza de hacerlo entrar en razón. Era lo mejor. Su matrimonio estaba muerto y ella tenía que haberlo dejado mucho antes, tal y como le suplicaron sus hijas decenas de veces.
Resultaba curioso que lo que Carol, Natalie y Helen no consiguieron con sus numerosas charlas, lo lograra una sola palabra.
De hecho, lo correcto sería decir, que una carta anónima la convenció.
* * *
―¿Qué si he hablado con ella?― Michelle jugueteaba nerviosa con el dobladillo de su camisa―. ¿Estás loca? ¡Pues claro que no! Ejem. No directamente.
Mordisqueó un poco el colgante esperando la respuesta de su madre. Solo se oía silencio, pero sabía que su madre no había colgado. Aún se escuchaba su respiración al otro lado de la línea.
―Mamá, mamá, di algo.
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