Mírame, mientras te despiertas.

Montada en el autobús, jamás, ni en sus más extraños sueños de ama de casa frustrada, Sussane imaginaría todo lo que cambiaría esa carta.

Una simple nota que bastó para abrirle los ojos y prender los kilos de pólvora que llevaban años acumulándose.

La primera vez que leyó el mensaje creyó que debía ser un error, pero descartó la idea cuando vio su nombre completo. Apellidos y dirección incluidos.

La segunda vez casi ríe. Podía ser una broma de sus hijas. Seguramente de Carol, que era algo rarita y veía las cosas de una manera que solo entendía ella. Así que las llamó para preguntarles

―¿Tampoco has sido tú?―le preguntaba a Natalie, su segunda hija. De fondo se oían los berridos de niño.

―¿Escuchas a Kevin? Lleva días llorando y el idiota de su padre trabaja todos los días hasta tarde, yo no puedo dejar el trabajo y creo que la niñera nos roba ¿Crees que estoy yo para mandarte notitas? ¿No han sido ni Carol ni Helen?

―Me han jurado que no.

― ¿Y pone algo más? ¿Un remitente? ¿Algo?

―No cariño, solo mis datos.

―¿Llamaste a Correos?

―Sí cariño, pero ¡No saben nada! ¡Y el cartero tampoco!

―Mámá eso es raro, las cartas no se entregan sin remitente. Ten cuidado, hay muchos chalados sueltos, cómprate un spray de pimienta y mira que no te persigan.

―¡Que exagerada que eres!

Había pasado una semana desde aquella conversación y nadie que ella conociera le había mandado aquella nota extraña.  La tenía guardada en el bolso como si fuera el amuleto de su entereza. Sussane sacó el folio y lo desdobló atenta a que no la viera ningún otro pasajero del autobús.

* *  *

―¿Qué hiciste Michelle?

No le extrañaba la reacción de su madre. Darlene no solo se había enterado de que ya sabía quién era su padre, sino de que también lo había visitado y hablado con él, a pesar de que ella nunca le contó nada de la historia excepto la ciudad y el nombre. Los apellidos y la edad tuvo que buscarlos ella misma en el libro de familia. Y un así, habían pasado veinte años, Ray podría estar en cualquier parte.

―Mamá relájate, ya te he dicho que ni si quiera la he visto. No sé ni cómo es ―afirmó sacando su cuaderno de notas―. No he hecho nada, te lo juro. No sabe nada de nosotras. Solo pues... tenía que darse cuenta de lo que estaba haciendo con su vida.  Lo que recibió a penas se le puede llamar telegrama. Te lo prometo.

***

"MÍRATE"

Decía la misiva. Nada más.

Las letras de tinta roja destacaban sobre el folio, elegantes, cursivas en una mayúscula imperativa.

La voz del conductor resonó entre los pasajeros del autobús anunciando la próxima parada, la suya; así que Susanne guardó la nota apresuradamente y se recolocó el asa en el hombro preparándose para salir.

Fue difícil sortear los cuerpos que, hacinados como latas en conserva, se apretujaban unos contra otros creando un microclima cerrado y sudoroso.  Cuando se abrieron las puertas, la sensación de asfixia era tal que la obligó salió de un salto, desesperada por el aire fresco y la libertad.

Aun quedaban unos cuantos metros hasta su edificio.

"MÍRATE"

Esa simple palabra la volvió loca durante todo el día.

¿Qué mirara el qué? ¿Qué tenía que ver?

Intentó ignorar el mensaje pero fue imposible. Venía a ella mientras cocinaba, cuando barría, en el supermercado; la obligó a dejar la clase de Zumba porque se veía incapaz de seguir los pasos. Los espejos le recordaban esa orden que había invadido su rutina

"MÍRATE"

¿Mírate por qué?

Ese día Ray no volvió hasta muy entrada la tarde, y Susanne no imaginó nada raro hasta que lo vio aparecer: volvía con ropa nueva y sin canas.

Eso sí era extraño, y no sería lo único.

Primero, se estaba dando una ducha larga, muy larga. Segundo, se puso la ropa nueva con sus mejores zapatos, eso antes de embadurnarse en desodorante y en perfume. 

 Tampoco se quedaría a cenar y, por si a Sussane no le parecía suficiente, una vez se hubo marchado descubrió que su marido se había depilado. Los residuos de dos botes de crema depilatoria se acumulaban en la ducha en una asquerosa mezcla de grumos y pelos negros.

No era que Susanne fuera una mujer a la que se le pudiera llamar inteligente o profunda, pero tampoco era una estúpida y sabía reconocer los preparativos de una cita cuando los veía.

Todavía no se lo creía.

No sabría decir que le pasó. Quizás fue el shock, pero de repente su cuerpo actuaba por inercia, en un estado semiautómatico del que apenas era consciente.

 Volvió en sí unos minutos después: cuando se encontraba de rodillas junto a la ducha, rodeada de productos de limpieza y guantes de goma en las manos, frotando la cerámica con un cepillo de cerdas duras.

(Frota...               Frota...          Frota...           Frota...)

―"MÍRATE"―Le decía la cabeza mientras lloraba. Limpiando los pelos de un neanderthal.

―Mírate... ―ahogó un quejido― llorando. Llorando porque eres una cornuda.

Sus lágrimas se mezclaban con la espuma, y no era por los vapores de la lejía.

(Frota... Frota... Frota... Frota... Frota...)

―Mírate, como una chacha y él... por ahí... c-con otra ―farfullaba sorbiendo por la nariz―. El muy, muy... puto cerdo de mierda cabrón hijo de puta

(FROTA. FROTA. FROTA. FROTA. FROTA)

Sussane ya no rascaba, casi arrancaba.

La fuerza era tal que se le resbalaba el cepillo así que aventó los guantes, porque ella quería rascar más fuerte, sentir el dolor de la cólera consumiéndola como hacía la lejía con la piel de sus manos.

Rascó hasta que se le descamaron las uñas. Tuvo que darle flato, olvidar que tenía huesos en las rodillas, se le tuvieron que rendir los músculos. Siguió hasta que no pudo levantar los brazos y estos le cayeron lánguidos a los costados. Habían pasado minutos, horas quizá, y ya no podía soportarlo más.

Corrió al dormitorio.


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