Mírame, mientras mueres

Todo seguía igual y reía aliviado por ello. 

Tapaba su cara hinchada con sus manos magulladas, mientras disfrutaba del éxtasis de ese cálido sentimiento llamado libertad.

Ya no necesitaría las pastillas. Iba a tirarlas, sí, y luego regresaría a la terapia.

 Fue precisamente esa idea, la de tirar las pastillas como gesto del inicio de su redención, sería la que llevaría la mano de Ray hacia su bolsillo izquierdo. Allí donde no encontraría bote alguno sino un simple papel amarillento y desgastado. 

Al abrirlo todos los dolores volvieron, el temblor de las manos se le hizo incontrolable.

―Michelle, Michelle, Michelle, Michelle, Michelle...―La letanía de ese nombre se hacía un susurro en la soledad del salón.

Porque había cenado con ella.

―Mejor cuéntame de ti ¿Tienes hijos? ¿Cómo es tu familia?

―¿El mundo está lleno de irresponsables e incompetentes, verdad?

―Si no quieres hablar, lo entiendo. No es mi intención hacerte pasar un momento incómodo. 

Porque ella era su hija, y lo odiaba.

¡Me dogôutes!

Me repugnas. Me repugnas. Me repugnas. Me repugnas. Me repugnas. Me repugnas.

No habría palabras suficientes para describir la neblina convulsa de ideas que le sobrevino.

―Michelle, Michelle, Michelle, Michelle, Michelle...  

 El mensaje de ese papel estaba claro: no había oportunidad para un perdón que él mismo había socavado. 

No habría redención para Ray.

  La sombra se lo advertía, se lo decía: que se fijara, que la reconociera, que mirara. Pero él fue un cobarde, y estaba pagando un precio: abandono, soledad y el desprecio de una hija. Lo había tenido todo y lo había perdido todo, en una sola noche.

¿Se lo merecía? Mientras seguía mirando ese papel emborronado por las lágrimas, Ray sabía que sí.

No hay nada más repugnante para un padre que olvidar deliberadamente a un hijo. Y él lo había hecho.
Siguió con su vida cómoda sin importarle una mierda las penurias de Darlene. Sin importarle una mierda su propia hija. Nunca miró hacia atrás ¿Cómo hacerlo si era más fácil fingir que no existía?

 Ella podría estar muerta, enferma, drogándose como Carol o prostituyéndose como Helen
¿Y él pensó en ello? No
¿Era eso ser un hombre? No
¿Entonces, qué era él?

¡Me dogôutes!

Me repugnas. Me repugnas. Me repugnas. Me repugnas. Me repugnas. Me repugnas.

  Un ser repugnante. Como siempre lo había sido.

Un viejo verde de mierda que no había hecho nada bien en su puta vida.

No. No había hecho nada bien. Al menos...no con su vida. Con su vida no.

No había sido un padre y tampoco un marido.
No solo a Darlene, a Sussane la había tratado como un trapo. Nunca pensó en ella como una mujer con aspiraciones y metas que él debería haber apoyado, en lugar de socavarlas con el matrimonio. 

Era tan fácil dejarse servir,... tan cómodo no hacer nada...

Cuando vuelvas ella no estará.

Eso significaba que Sussane lo había abandonado. No estaría durmiendo en la cama de matrimonio.

― ¡¿Sussane?! ¡¿Estas?! ―Silencio―.   Por favor dime que estás ―terminó de un sollozo.

Ray hubiera pagado lo que fuera, todo lo que tenía, porque su mujer apareciera por la puerta con los rulos puestos y ese pijama de franela horrible. Daría cada minuto de su vida porque ella le gritara borracho con su cara fea, retorcida por la furia.

Pero habían pasado ya un par de minutos, y nadie apareció.

―Sussane ―llamó prendiendo la luz del dormitorio.

El armario estaba abierto, y parecía desmantelado sin la ropa de su mujer. Tampoco había cremas ni utensilios femeninos en el cuarto de baño. Ni fotos de sus hijas en el salón.

―¡SUSSANE!¡SAL!  ―exigió con voz desgarrada― Por favor. Por favor. No me abandones... hija de puta.

Pero por si había algún asomo de duda encontró su nota de despedida en la mesita de noche.

Entonces lloró aún más.

Lloraba por el abandono de Darlene, por Carol, Natalie y Helen para las que tampoco fue un padre. También por Sussane la esposa que nunca valoró. 

―¿Có-cómo? ¿Cómo pude...? 

 La puerta del comedor estaba abierta, podría salir, buscar a Sussane, encontrarla y prometerle de rodillas que cambiaría.

Esto no acabará con la puerta Ray, ya es tarde.

La sombra tenía razón, como siempre. Esto no acabaría por la puerta. Ya no. 

No había hecho nada bien con su vida. No con su vida...

En el salón, la luz anaranjada de las farolas traspasaba los cristales de la terraza brindándole a la mesa un cierto destello amanecer.
Una estampa tremendamente familiar, pues ya la había visto antes; desde arriba, mientras el espectro lo mantenía cogido por el cuello alzó la vista hacia un rectángulo de cristal que reflejaba justo esa zona del salón y decía:

Ray, Ray, Ray... ahora esa ―Miró el techo― es tu salida.

Esta vez las palabras habían salido de sus propios labios a la vez que él también alzaba la cabeza hacia arriba. Allí donde en la visión había una puerta que reflejaba el sofá y la mesa, justo en el punto donde él se encontraba.
Ahí arriba había una puerta que ahora sí podía alcanzar. Ahí estaba la salida.

Entonces fue cuando vino el frenesí.

 Magullado y algo atrolondrado, incluso enajenado, Ray se lanzó a la búsqueda de su caja de herramientas donde estaban su pico y su cincel. Subido a una silla colocada encima de la mesa arremetía contra el techo hasta hacerlo pedazos. Golpeaba una, otra y otra vez ignorando todo el dolor de sus huesos cansados.
Las grietas se extendían como marañas al ritmo de sus golpes. Los trozos caían a su alrededor como si los golpeara un gigante enloquecido. Esta vez él era el gigante enloquecido, o quizás un enloquecido a secas.

Las calidades de ese edificio antiguo eran deplorables y con unos pocos golpes más en las fracturas adecuadas, el cemento viejo cayó. 

Entonces apareció la viga. Su puerta. La salida.

Era de metal, de las que tenían agujeros. Alta y resistente. Perfecta. 

Dale las gracias a Sussane, que te mire. Que sepa por qué lo has hecho.

  Ya no importaba Sussane ni lo que le hubiera hecho. Los actos y las decisiones las tomó el propio Ray, le correspondían a él y sólo a él. No la culpaba y sabía que ella a sí misma tampoco. Él era el problema. Siempre lo había sido. Él era el único responsable. El culpable. 

Aún así Ray estaba de acuerdo con la sombra: su mujer tenía que saberlo. Después de todos esos años, lo mínimo que podía hacer era darle un porqué. Sussane, como madre y esposa, entendería lo que quería decir su mensaje: que él ya no sería una molestia, que ella ya podía ser feliz.

Ray no había hecho nada bien con su vida. No con su vida. Con su vida no.

Guardó el bolígrafo antes de quitarse la venda.
Esta era flexible, resistente y muy larga, de almenos cuatro metros. La dobló un par de veces sobre sí misma, con cuidado, casi con mimo y la ató al hueco de la viga con un nudo de cote escurridizo*que su padre le enseñó cuando se iban juntos de pesca.
No fue fácil, el techo era muy alto pero... sí, sí, sería un bonito collar de nylon.

Barrió los escombros y limpió el polvo antes de subir.
Un último gesto de deferencia hacia Sussane. A ella siempre le gustaba tenerlo limpio antes de irse a la cama y él seguiría su deseos. 

Lo que que ella hizo ya no importaba. No la culpaba. Ella tenía sus motivos. 

Desde las alturas, con la venda decorándole el cuello, volvieron a resonar las palabras de la sombra. Esas que utilizó antes de dejarle caer.

  Es hora de saltar Raymond.

La sombra sabía que ya era tarde  y con su última visión quiso guiar sus pasos hasta aquel momento. 

Había acertado en todo, cada oración tenía una razón de ser y ahora, lo más inteligente que podía hacer, era hacer lo que no había hecho: obedecer.

Era la hora de saltar y Ray lo hizo.

Porque no había hecho nada bien en la vida. En vida no.

La dictadura de la gravedad tensó la venda. Al estrépito de una silla volcada le siguió el crudo chasquido del hueso partido. La cabeza le cayó sobre el hombro en un ángulo antinatural, pues se le había partido el cuello igual que a las marionetas del restaurante, como a maniquí de doctor Richardson, a Darlene y a su propia sombra antes de que lo dejara caer.

Si su propio peso no hubiera sido tan excesivo, si no hubiera saltado desde tan alto, Ray hubiera pataleado unos instantes en el aire mientras se llevaba las manos al cuello intentando liberarse sin resultado.
En esos segundos tendría tiempo suficiente para un último pensamiento de despedida que se podría haber resumido en dos breves palabras:

 Perdóname Michelle.

Pero no hubo tal instante y por tanto, no existió tal despedida. 

 Que acabara era lo único que quería. Por fin había hecho algo bien y estaba en paz.

Colgando, la sonrisa de Ray estaba casi vertical.


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