...esperar.
La transpiración le aumentaba a cada minuto, y no era por las sacudidas que su pierna realizaba por propia voluntad.
Solo, en el ambiente de un restaurante refinado, Ray miraba cada pocos segundos el reloj de pulsera que su mujer le regaló por su décimo aniversario.
En ningún momento pensó en el anillo de casado que escondía en su bolsillo; en qué pensarían de él sus hijas, con las que apenas mantenía relación; o en la posibilidad de que ella fuera una puta. Aceptó la invitación sin dudar, ufano porque una jovencita preciosa se había fijado en él.
Y esa misma tarde hizo lo que nunca había hecho, ni si quiera para ocasiones especiales: tiñó sus canas en el peluquero, invirtió dinero que no tenía en ropa nueva, y se afeitó todo el cuerpo con la crema depilatoria de su mujer.
Mientras él se perfumaba con su loción más cara, su esposa lo miraba de reojo. Entre sus manos estrujaba la carta certificada de la que no se había despegado en todo el día, pero Ray no le prestó atención. Solo pensaba en la reserva que había realizado en el restaurante francés de la ciudad. Más bien rezaba porque tuvieran algún menú en oferta.
Y ahora los susurros de los comensales le ponían nervioso, tanto o más que la propia espera en el restaurante ¿Y si ella no aparecía? ¿Y si todo era una broma? ¿Sería de verdad una puta? ¿Le cobraría al final de la cena? ¿Llevaría suficiente?
―Ey Ray ― Esas palabras y el tacto de una mano sobre su hombro le tensaron al instante.
Un escalofrío, frío e incomprensible, le recorrió la espalda mientras su mano se aferraba a las pastillas.
Michelle se puso por delante de su campo de visión y, al verla, tuvo que beber agua. Estaba ávido de sed, todo él era un manojo de nervios recubiertos por espasmos.
―Vaya, ya estabas aquí ―Su pelo castaño relampagueó a la luz de lamparita mientras se sentaba en la mesa―. Discúlpame ¿Has esperado mucho?― preguntó apartándose la melena.
La piel canela quedó expuesta por la parte del cuello, justo donde tenía una cadena de la que colgaba un guardapelo que le llegaba hasta el pecho. Y Dios, que pecho...
Ray tragó con fuerza, esforzándose por mirarle el rostro. Ella esperaba su respuesta sonriente mientras se arreglaba las mangas y los pliegues del vestido. Ese vestido... le sonaba.
Dejaría la boca seca a todo hombre y, por un instante, su mente le dio una mala pasada al imaginarse a su mujer con él puesto. Las comparaciones son odiosas porque en comparación, Ray pensó que esa vieja chocha jamás estaría a la altura de su cita. Por mucho que se esforzara en mantenerse joven.
Entonces, esa lamparita íntima, la que les daba un ambiente de privacidad...parpadeó. Y el rostro de Michelle también lo hizo.
En la oscuridad, hileras curvadas en sonrisas de dientes afilados se relamían mientras sus ojos verdes le susurraban palabras tétricas. En la luz, su boca de labios gruesos le hacía promesas entre sonrisas dulces.
Y tras unos segundos de flashes intermitentes a velocidad de microsegundos...todo cesó.
Nadie a su alrededor se percataba del latido frenético que golpeteaba los tímpanos de Ray. Tampoco habían visto ese monstruo en la cara de Michelle, ni el parpadeo alocado de la luz de la lamparita.
Aferrándose a sus pastillas tan fuerte que casi parte el bote, Ray supo que era solo era una visión. Que no sucedería más, porque con Michelle sus paranoias no le acosaban.
Lamentablemente, tal como descubriría después ... Ray no podía estar más equivocado.
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