Escuela de Mutantes #3
Capítulo dos: La calma que precede a la tormenta.
La marea de estudiantes se dispersó por toda la escuela. Los alumnos que ya habían estado antes, se reunieron con sus antiguos amigos. Los nuevos estudiantes deambularon por toda la zona, pero la mayoría fue a las habitaciones, para dejar las maletas. Todos menos Charlotte, quien quería echarle un vistazo a la escuela aunque tuviera que cargar con la maleta.
Todos los alumnos habían recibido una llave, para su habitación, nada más entrar en la escuela. Casi todos los alumnos subieron las escaleras para llegar al segundo piso, donde estaban las habitaciones y aulas.
Charlotte se recorrió la planta baja, viendo el despacho de Charles Xavier, algunas clases, salas de tiempo libre y la biblioteca. Ella aun seguía un poco mosqueada por su coche (le tenía mucho aprecio). Se había quedado con las ganas de darle un buen puñetazo a ese hombre, Erik.
Charlotte dejó la maleta al lado de unos sofás y se acercó a una estantería llena de libros. Empezó a leer los títulos de los libros. Eran cuentos clásicos, y eso le traía malos recuerdos a Charlotte de su infancia.
Un ruido detrás de ella, le hizo girarse. No pudo creer lo que veían sus ojos, la persona que menos quería ver en ese momento, Erik, estaba ahí.
Erik se acercó hasta que quedó al lado de un tablero de ajedrez, pasando al lado de la maleta de Charlotte y los sofás.
- ¿Juegas? – Erik le preguntó a Charlotte.
- Contigo no – Charlotte le frunció el ceño, aún enfadada. No entendía la actitud de este hombre.
- Charles ya se disculpó y te prometió darte un nuevo coche – dijo Erik.
- Él no era quién se tenía que disculpar – Charlotte le cortó.
Él esbozó una sonrisa, aunque esta no le llegó a los ojos.
- No sé por qué aún sigues enfadada conmigo – dijo, quitándole la importancia al asunto. Como si destruir un coche fuera lo más común del día.
- No todos los días mi coche se vuelve una pelota gigante – Charlotte dijo amargamente, dándole la espalda a Erik.
Erik ensanchó su sonrisa.
- Si no hubieras aparcado tu coche dentro de la propiedad no habría pasado. Culpa tuya – le respondió Erik.
Charlotte se negó a responderle, se negó porque sino comenzaría una pelea y no quería destruir este sitio el primer día. Charlotte se acercó a su maleta y se fue de allí, chispas salían de la mano que no agarraba la maleta, camino a las habitaciones.
Marylin tuvo suerte, fue de las primeras que subió las escaleras y se dirigió a su habitación. Se hizo una aglomeración en las escaleras, casi todos los alumnos querían ir primero a las habitaciones (además, con las maletas varias personas se tropezaron).
Marylin abrió la puerta de su habitación con la llave que le entregaron. Entró en la habitación y cerró la puerta detrás de sí.
La habitación era muy simple, porque aún no la había decorado. Dejó la bolsa de viaje encima de la cama y observó todo a su alrededor.
La cama estaba hecha y tenía una fea colcha de color verde oscura que parecía antigua. La almohada era blanca y había un cojín, también blanco. Había una mesita de noche en cada lado de la cama, de madera con un color fuerte. En la mesita de la derecha había una lámpara, tenía dos cajones pero ambos estaban vacíos. Había otra mesita de noche en una esquina de la habitación. Esta no tenía nada encima pero en uno de los dos cajones encontraste un manual sobre qué hacer en caso de emergencia. Marylin lo guardó después de echarle un pequeño vistazo.
Había una cómoda en la pared derecha de la habitación, todos los cajones estaban vacíos. Al lado de la cómoda había un pequeño armario, para guardar los zapatos y a la izquierda de este había un perchero, por si se tenía que colgar algo (como un vestido o un mono).
La cama se encontraba en la pared izquierda, junto con otra puerta, que seguramente era el baño. Marylin abrió la puerta y sí, era un daño. Era un baño pequeño, con un váter, ducha y un lavabo (el espejo estaba encima del lavabo). Había una pequeña ventana a lo alto de la pared, debajo de ella había una pequeña estantería, donde se podía dejar el neceser y los productos de baño.
En la pared en frente a la puerta de entrada a la habitación, había una enorme ventana, con vistas al jardín. Había un escritorio y una silla, con un jarrón blanco con pequeños dibujos verdes, vacío.
A Charlotte no le gustaba dónde estaba colocada la cama, veía mucho espacio sin cubrir. Pensó que sería una buena idea si cambiaba de lugar la cama y el escritorio. Cogió la silla y la dejó al lado del pequeño armario para los zapatos. Cogió su bolsa de viaje y la puso encima de la silla. Después, cogió el jarrón y lo dejó encima de la cómoda.
Arrastró primero el escritorio, que era más fácil que la cama. Como el suelo era de moqueta (de un color marrón un poquillo feo), el escritorio no hacía mucho ruido al moverse. Pero era más difícil arrastrarlo. Marylin lo giró para que estorbara lo menos posible.
Y ahora lo difícil: Mover la cama.
Marylin enganchó las manos en el somier de la cama, tiró un poco y se alegró de que la cama se moviera. Al menos no estaba anclada al suelo, eso era bueno. El problema era que la cama pesaba bastante, y Marylin no podía moverla sin hacerse daño en la espalda.
Volvió a tirar de ella pero el resultado fue el mismo.
La puerta de su habitación se abrió y un hombre, completamente de metal se asomó por la puerta.
- ¿Necesitas ayuda con eso? – te preguntó.
Marylin frunció el ceño, ¿cómo supo que ella necesitaba ayuda?
- Te he oído mover la cama y pensé que necesitarías ayuda – se explicó el hombre de metal, tenía un acento extraño, de otro país. – Soy Peter.
- Marylin – se presentó ella.
El hombre entró en la habitación y con facilidad cambió la cama de sitio, dejándola debajo de la ventana, justo donde Marylin la quería.
- Yo también tengo así la habitación – él la sonrió.
- Así está mucho mejor, gracias – Marylin se lo agradeció.
Peter, después de ayudarla con el escritorio (que lo dejó en la pared izquierda, donde había estado la cama), la silla y el jarrón, se marchó de su habitación.
Marylin abrió su bolsa y sacó un póster de su banda de música favorita, y la pegó con Blu-Tack* en la pared del escritorio. Colocó las dos mesillas de noche a cada lado de la cama y dejó el jarrón en la mesilla que no tenía nada encima. Después, guardó la ropa en la cómoda y en el último cajón guardó la bolsa vacía. Guardó los tres pares de zapatillas que se había traído y unos zapatos más formales en el armario de los zapatos. En el perchero colgó un mono negro de verano, dos chaquetas y el abrigo (que llevaba puesto).
Marylin tenía hambre, mucha hambre. Llevaba toda la mañana de pie esperando y apenas había desayunado. Ella sabía que tenía que conseguir amigos, pero lo primero en su lista era llenar su estómago, luego ya, si eso, buscaría amigos.
Tal vez, ella pensó, podría encontrar a Peter en el comedor y hablar con él.
Nunca había encontrado a otro mutante. En el barrio en el que vivía no se encontró ninguno, ni siquiera en su escuela o en el parque donde ella jugaba cuando era pequeña.
Marylin salió de su habitación y la cerró con llave, salió del pasillo y bajó las escaleras en busca del comedor.
Hela cogió una bandeja, esperó la pequeña fila de mutantes que querían comer y, cuando fue su turno, la rellenó con un poco de todo.
Ya había entrado en su nuevo cuarto, pero no había colocado la ropa de sus maletas. Solamente dejó las maletas al lado de la puerta y salió de su habitación, cerrando la puerta detrás de sí con llave. Bajó las escaleras y buscó el comedor. Entró en el comedor y ya había gente ahí reunida. Algunas personas sentadas en las mesas redondas (donde podían entrar hasta seis personas) y otras hacían cola para coger comida.
Hela se giró y se sentó en una mesa dónde aún no se había sentado nadie. Cogió el tenedor y empezó a comer.
Tal vez eran los nervios, tal vez era el estar rodeada de mutantes (cosa que nunca ha pasado) o tal vez era que echaba de menos su vida. Por alguno de esos motivos Hela estaba perdiendo un poco el control de sus sentimientos y se estaba poniendo triste.
Quería estar en la escuela de mutantes para poder controlar sus sentimientos. Su mutación, en sí, no era dañina. Pero la gente solía mostrar miedo y aberración cada vez que ella estaba triste o enfadada. No era fácil controlar sus emociones, debía buscar un lugar vacío, cerrar los ojos y así podía intentar calmarse. Normalmente, cuando perdía el control de sus emociones, sol
La mano que sujetaba el tenedor empezó a desaparecer un poco y soltó el tenedor, este cayendo al plato. La transparencia se extendió por su brazo y pudo ver la mesa a través de él. Se miró la otra mano y a esta le ocurría lo mismo, la punta de los dedos empezaban a desaparecer.
- ¿No puedes controlarlo? – preguntó una voz femenina en frente de ella.
Hela dejó de mirar sus manos para levantar la mirada. En frente de ella se encontraba otra chica. La chica, cuyo nombre aún no lo sabía, tenía el pelo negro largo y liso. Tenía la piel muy blanca y unos ojos azules. Tenía un tazón con lo que parecía ser cereales y leche (aunque a Hela le pareció raro, ya que era mediodía) delante de ella, pero aún no había empezado a comer.
- Cambia dependiendo de lo que sienta – respondió Hela.
- Déjame adivinar – dijo la chica. Frunció el ceño, estaba pensando mientras miraba fijamente tu mano. – ¿Estás triste?
- Se podría decir – se encogió de hombros Hela.
- ¿Nostálgica? – preguntó la chica, esperando acertar.
Hela asintió.
- Por cierto, soy Marylin Frye – se presentó la chica.
- Hela Shultz.
Un chico completamente de metal se sentó al lado de la chica, Marylin. Empezaron a hablar.
Poco a poco la mano volvió a la normalidad. Y Hela lo agradecía, aunque estuviera rodeada de mutantes, gente como ella aún se sentía un poco como si no formara parte de esto y estuviera excluida.
- ¡Ah! Él es Peter y ella Hela – les presentó Marylin.
- Tienes un bonito color de pelo – dijo Peter con acento ruso.
- Gracias... – respondió Hela, sin saber qué decir. Su mano tocó las puntas de su pelo rojizo, una acción que tenía cuando se ponía nerviosa. – Tu tono de piel también lo es.
Peter se rió.
- Eres la primera persona que me lo dice – dijo, después de haber parado de reírse. – Es más, la gente suele decir lo contrario...
- Aquí no – rellenó el silencio Hela. – Aquí podemos ser nosotros mismos sin que nos miren mal o nos llamen monstruos.
- Me alegro de haber entrado en la escuela – dijo Marylin. – Aunque me siento mal por aquellos que no han podido entrar. Ahí afuera hay mutantes que sufren mucho y es una suerte que yo haya podido entrar.
Hela asintió, de acuerdo.
Un chico alto y con el pelo desaliñado se sentó en frente de Eni. En la mesa solo estaban sentados ellos dos.
- Hola, soy Pierre – se presentó el chico con una sonrisa.
- Sí claro, puedes sentarte – Eni rodó los ojos. – Y no, no te preocupes la silla no estaba ocupada.
- ¿Lo estaba? – preguntó el chico y Eni se negó a responder ya que la respuesta era no.
El chico, Pierre, se rió.
- ¿Cómo te llamas? – le preguntó Pierre.
- Eni – la chica acabó respondiendo después de ver que el chico, Pierre, no pararía hasta escuchar su nombre.
- Encantado de conocerte, Eni – el chico sonrió.
Eni frunció el ceño y no respondió. Se preguntaba por qué iba a sentarse alguien con ella y querer hablar con ella. Se había asegurado de mirar mal a cualquiera que le dirigiera a mirada, pero este chico, en cuanto cruzó con la mirada de ella (y ella le fulminó con la mirada) sonrió. Él sonrió abiertamente, mostró una hilera de dientes bien puestos y una sonrisa que sería capaz de deslumbrar al mismísimo sol-
No sigas por ahí, se gritó a sí misma Eni, dentro de su cabeza, claro.
Pero el chico de verdad que era atractivo. Y no solo por la sonrisa (porque sin ella estaba igual de bien).
Era un poco pálido y tenía el pelo desaliñado (como si se hubiera levantado de la cama y no se hubiera peinado). Y sus ojos eran bastante exóticos, nunca había visto algo así. Eran completamente negros, el iris no se diferenciaba de la pupila.
- Te he visto muy sola y pensé hacerte compañía – Pierre explicó.
Y Eni sabía que no era cierto. A causa de su mutación, controlar el miedo, la gente se sentía inmediatamente atraída hacia ella, como si fuera un imán. Y cuando se daban cuenta de lo que pasaba era como si les cayera un cubo de agua fría. Salían de cualquier trance en el que estuvieran y se alejaban de ella rápidamente.
Escuchaba susurros, eran los miedos de todos a su alrededor. La verdad es que al final del día acababa siempre con dolor de cabeza debido a esto. Pero ella no les prestaba atención, siempre ignoraba el zumbido de los susurros. La mejor parte del día era cuando se iba a dormir. Porque cuando dormía no había susurros, no había sueños (ni pesadillas). Era como estar en un limbo donde se podía relajar y no tenía por qué pensar.
- No deberías haberlo hecho – Eni le miró a los ojos sin parpadear. – Estaba muy bien sola.
- Entonces es una pena que ya no lo estés – Pierre sonrió y le devolvió la mirada.
Pierre miró detrás de Eni y volvió a sonreír. Eni se mordió el labio antes de girarse y ver qué estaba viendo él. Había una chica sola en una mesa. Tenía un tazón delante suya pero no lo tocaba, solo miraba fijamente a Pierre, sin expresión el rostro.
Tenía el pelo largo y ondulado y varios piercings en la cara. Sus cejas eran arqueadas. Sin duda, era bastante guapa.
Eni volvió a girarse para darle la espalda a la chica y bufó.
Si Pierre se había puesto delante suya para sonreír a la otra chica más vale que se fuera pronto. Odiaba que la molestaran y lo odiaba aún más si solo era para echarle miraditas a otra persona (sí, Eni sintió una punzada de celos, ¿y qué?).
Eni volvió a bufar antes de seguir comiendo de su plato (ahora la punzada en su corazón tardaría en desaparecer. Gracias Pierre).
- ¿Celosa? – preguntó con una sonrisa Pierre.
Eni levantó la mirada de su plato incrédula.
- ¿Qué? – Eni no sabía si le había escuchado bien.
- El alma se vuelve verde por los celos – Pierre sonrió. Después explicó. – Puedo ver las almas.
- Y el miedo tiene un color negro – respondió Eni. Y, como hizo él, explicó. – Puedo ver el miedo de la gente.
- Estás mintiendo – susurró Pierre.
Esto de que pudiera ver las almas empezaba a odiarlo.
- Sé los miedos de la gente. Y puedo controlarlos a mi gusto – dijo seriamente Eni, mirándole a los ojos fijamente. – Puedo recrear las peores pesadillas y que grites como un bebé por las noches.
Eni podía sentir sus ojos cambiando, volviéndose más negros. Veía todo más nítido y si entrecerraba los ojos podía causar la reacción que esperaba de Pierre: miedo. Sabía (porque ya había ocurrido otras veces y se había mirado a un espejo) que el contorno de sus ojos se estaba empezando a agrietar.
Las pupilas de Pierre se dilataron de pánico, seguro que algún miedo recreándose en su mente.
Fue él quien separó la mirada de Eni, recogió su bandeja y se alejó a grandes zancadas de ella.
Eni debería sentirse mejor, había conseguido lo que quería: estar sola. Pero, por alguna razón, se sintió mal al hacerle eso.
La cafetería se sumió en un silencio, todos miraban como Pierre tiraba su bandeja y salía de allí. Eni agachó la mirada y miró fijamente su plato, para que nadie pudiera verle sus ojos.
Aunque Sisa no pudiera ver nada, notaba la brisa en su cara, despeinando su pelo. Pero eso no le importaba. Se había acostumbrado a no ver nada.
Al principio, fue difícil acostumbrarse. Fue perdiendo la vista poco a poco, cada vez fue viendo peor hasta que hubo un momento que no vio nada. Sisa lloró día y noche por la pérdida. En un mundo dedicado todo a lo visual, una persona ciega no tenía cabida en ese mundo.
Pero todo eso cambió. Sisa recuerda el día que se levantó de la cama resfriada y con los pies descalzos.
Sisa no veía nada, aunque se había acostumbrado a ello. Pero sabía exactamente dónde estaba cualquier cosa. Sisa no utilizó su bastón para guiarse y tampoco llamó a su madre para que la ayudara a bajar. Con los brazos levantados –por si acaso se chocaba con algo–, dio unos cuantos pasos hasta salir de su habitación.
- ¿Sisa? – habló su hermano a su izquierda. Él también había salido de su habitación. – ¿Y tu bastón?
- No lo necesito – Sisa le aseguró y empezó a bajar las escaleras.
Por una extraña razón se dirigió a la terraza para salir al jardín. Era como si estuviese atraída por la tierra, como un imán.
Sisa escuchó los pasos de su hermano, Bruno, detrás de ella. No hablaba pero seguro que estaba muy confundido.
Sisa bajó los escalones de la terraza y sus pies desnudos tocaron la tierra. La sensación fue extraña, Sisa sentía como si la tierra estuviera viva y se moviera bajo sus pies.
- ¿Qué pasa? – preguntó su hermano a su lado.
- No lo sé – respondió ella. – Es raro pero siento que la tierra se mueve.
Sisa frunció el ceño.
- ¿Se mueve? – repitió su hermano. – ¿Quieres que llame a los padres?
Su hermano, Bruno, siempre tuvo una relación muy fría con sus padres. Se llevaba muchísimo mejor con sus tíos que con sus propios padres.
- No – negó Sisa con la cabeza. – Creo que estoy bien.
Sus padres y Bruno no coincidían en una cosa: los mutantes. Sus padres los aceptaban más que Bruno. Cuando se supo que Sisa era una mutante, la relación entre los dos hermanos no cambió. Sisa temía que la relación cambiaría, que su hermano la iba a odiar pero no fue así. En cambio, los tíos –quienes habían tenido que ver con el odio de Bruno hacia los mutantes– no soportaban ver o estar en la misma habitación que Sisa.
- ¿Por qué estás aquí sola? – la preguntó alguien a su izquierda.
Sisa pegó un bote del susto. Estaba tan concentrada en sus pensamientos que no se había dado cuenta de que alguien se había acercado. No podía verle, pero gracias a la voz sabía que era un hombre y parecía curioso.
- Estaba... viendo el paisaje.
- ¿Con los ojos cerrados? – preguntó él con sorna.
- Perdí la vista cuando era pequeña – ella le contó. Se puso las gafas de sol, para que así nadie le vera los ojos.
- Lo siento – Sisa no podía verle la cara, pero sonaba triste. – Vaya, ahora me siento mal.
- No te preocupes, fue hace mucho tiempo – ella se encogió de hombros. – Con mi mutación puedo guiarme para caminar, aunque no vea.
- ¿Es por eso que estás descalza? – le preguntó el chico. Todo rastro de tristeza había desaparecido. Ahora parecía más contento.
- Es más natural así – asintió ella. – Percibo mejor así.
- Soy Hank – el chico se presentó.
- Sisa – ella giró la cabeza para sonreírle.
- ¿Has visto la escuela? – Hank le preguntó. Al darse cuenta de su fallo, intentó corregirse. – No me refería a ver, sino... Si habías entrado en tu habitación y visto-
Sisa se rió.
Hank estaba tartamudeando, intentando arreglar el fallo. Aunque a Sisa no le molestó lo que dijo.
- Te he entendido – ella le tranquilizó. – Y no, aún no he ido a mi habitación.
- ¿Quieres que te acompañe? – él le preguntó y ella asintió.
Fue a coger su maleta pero Hank se le adelantó.
- Permíteme – dijo. – Es lo menos que puedo hacer.
Empezaron a caminar hasta la entrada de la escuela. A Hank le fascinaba como ella se movía, no necesitaba su ayuda o la de un bastón.
- ¿Vas a entrar con los pies sucios? – le preguntó Hank al llegar a las escaleras del porche.
- Por mucho que me gustaría entrar descalza, utilizaré esto – Sisa le enseñó unos zuecos de goma que llevaba en la mano. Se los puso y entró dentro del colegio.
Intentó ayudar a Sisa a subir las escaleras pero vio que no le hacía falta la ayuda. Aunque no pudiera ver, ella sabía dónde estaban las escaleras.
La siguió hasta su habitación en la segunda planta. Ahí, le dejó la maleta y se despidió de ella.
Brock se acercó por el pasillo, al final se encontró a Leyla a quién sonrió. Le dejó un beso en la mejilla y la agarró de la mano. Ambos tenían ganas de conocer al profesor Xavier, porque era su ídolo.
Leyla llamó a la puerta del despacho del profesor Xavier y entró con Brock siguiéndola. El profesor Xavier les había pedido que fueran a su despacho una vez terminaran de acomodarse en sus nuevas habitaciones.
- Es un placer conoceros a ti y a Brock – les sonrió Charles Xavier. – Vuestras mutaciones prometen mucho.
- Gracias – habló Brock. Leyla se quedó callada mientras miraba al profesor Xavier, aunque llevaba una sonrisa plasmada en la cara. Estaba encantada de conocer al Profesor Xavier.
- ¿Telequinesis? – le preguntó Charles a Brock.
- Así es – asintió Brock.
- ¿Nos puedes hacer una demostración? – le pidió amablemente Charles Xavier.
- Por supuesto – sonrió Brock. Brock levantó una mano y consiguió hacer levitar una silla, a los pocos segundos, la silla volvió a caer. A Brock le costaba mantener las cosas levitando.
- Bueno, te ayudaremos a mejorar y controlar tu mutación – le aseguró Charles.
- Gracias – Brock le sonrió.
*Blue-Tack es una masilla adhesiva reutilizable.
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