Bucky Barnes #1
Capítulo uno: Instinto propio de cualquier médico.
Acabaste tu trabajo un poco más tarde de lo normal.
Hoy, la sala de urgencias había estado repleta de personas heridas. Desde simples dolores de cabezas hasta partes del cuerpo rotas. Completamente agotador. Por la televisión de la sala de espera se podía ver ese enorme edificio en el centro de la ciudad quedando completamente destrozado por tres naves voladoras gigantes. Nada de lo que hubieras visto antes, por eso te habías impresionado mucho cuando viste la sala de espera llena de gente. Quedó completamente llena desde la una de la tarde hasta bien entrada la madrugada.
Saliste del ascensor del hospital y entraste al parking, donde ya quedaban muy pocos vehículos. El parking era de color gris. Era bastante oscuro (ya que algunas luces estaban medio estropeadas) y había mucha humedad.
Te metiste en tu Ford Fiesta de color negro. Dejaste el bolso en el asiento del copiloto y suspiraste, bastante cansada. Arrancaste el coche y saliste del aparcamiento. Pasaste de largo por la puerta por la que habías entrado, ahí había otros médicos, a quienes saludaste.
Seguiste todo recto y giraste a la izquierda, para subir la rampa que llevaba a la calle. Saludaste al guardia del parking con una sonrisa y saliste a la calle.
Caminaste paralelamente al precioso lago. Todavía había restos de esas monstruosas naves en el agua; las podías ver a lo lejos. Te preguntabas cómo demonios iban a sacar eso del agua. No había atasco, lo cual, era mejor. Muy pocos coches pasaban por tu lado. Viste una figura oscura intentando subir la pequeña colina que separaba el lago de la carretera. Poco a poco frenaste hasta quedar al lado de la sombra oscura.
Pudiste ver en la oscuridad que se trataba de un hombre, y a juzgar por su postura, se veía que estaba herido. Abriste la puerta del coche cuando viste que sus piernas fallaron y cayó al suelo, de rodillas. Te desabrochaste el cinturón y saliste del coche para ayudarle.
Tenías ese instinto propio de cualquier médico que te hacía querer ayudar a cualquier persona.
Para cuando llegaste a su lado, aquel hombre se había caído completamente y parecía inconsciente. Estaba completamente empapado, así que, tal vez él había caído al agua y nadie le había ayudado. O eso suponías. Llevaba ropa como de militar de color negra, pero lo más raro era su brazo de metal. Al principio pensabas que era de pega pero cuando lo tocaste, supiste que era real. Le agarraste de las axilas y tiraste de él hacia arriba. Te costó moverle del suelo, pero al final lo conseguiste. Lo metiste en los asientos traseros de coche. Subiste sus piernas al asiento y te metiste en el coche para tomarle la temperatura con la mano. Estaba muy frío. Saliste del coche y cerraste la puerta. Después te metiste en el asiento del conductor y continuaste conduciendo hasta llegar a tu casa.
Aunque lo más lógico hubiera sido llevarlo al hospital, que estaba más cerca. Pero, no sabías por qué, algo te decía que no sería buena idea llevarlo al hospital. Tal vez fuera por su brazo metálico.
Nadie te vio recogiendo a aquel hombre moribundo, lo que fue una total suerte. Condujiste hasta tu casa, en total una media hora de viaje, y te metiste en el garaje que tenía tu casa. Apagaste el motor y saliste del coche. Abriste una de las puertas traseras. El hombre todavía no se había despertado, lo que te preocupó. Le cogiste por las botas y tiraste de él hasta que sus piernas estaban fuera del coche.
Antes de cargarle en brazos, abriste la puerta que conectaba el garaje con el salón. Después te acercaste de nuevo a las puertas traseras y cargaste al hombre. La cabeza de aquel hombre quedó apoyada en tu hombro. Pasaste los brazo por su cintura, teniendo cuidado con las heridas y lo llevaste a rastras hasta el sofá del comedor. Pensaste en llevarlo a tu habitación, pero no querías subir las escaleras cargándole. No tenías la fuerza suficiente para hacerlo.
Después de dejarle en el sofá, volviste al garaje y cerraste el coche, cogiendo antes tu bolso. Te acordaste que llevaba la ropa empapada por lo que abriste uno de los armarios que tenía el garaje y sacaste de ahí ropa de tu hermano mayor. Ni siquiera sabías por qué la tenías, pero fue útil tenerla allí. Sacaste una sudadera gris sin ningún logo y sin capucha, ropa interior y unos pantalones de chándal Adidas negros.
Entraste al saló y cerraste la puerta. Dejaste tu bolso en la mesa del comedor y la ropa para aquel hombre a los pies del sofá. Entraste al baño y sacaste una gran toalla del armario. En el cajón más arriba tenías el botiquín de primeros auxilios. Te lavaste las manos con jabón antibacterias y después te aclaraste con el agua. Te secaste en la toalla que acababas de coger.
Volviste al salón y dejaste la toalla y el botiquín sobre la mesita del café, al lado del sofá. Observaste que sus labios estaban empezando a tornarse morados por lo que te diste prisa en desvestirle. Cuando no tenía más ropa puesta, pasaste la toalla rápidamente, secando su cuerpo. Viste que estaba sangrando por la zona del abdomen y que tenía múltiples moratones por el cuerpo y el cuello. Después le colocaste la ropa de tu hermano.
Te colocaste los guantes de látex y levantaste la sudadera para poder ver las heridas que tenía en el abdomen. Tenía varios moretones por el abdomen y pecho, algunas heridas leves, que estaban sangrando y había otra, en la parte superior del abdomen de forma alargada, que tenía peor pinta que las demás. Cogiste un poco de algodón y echaste en él un poco de agua oxigenada. Pasaste el algodón por los alrededores de las heridas que tenía en el abdomen, y después, con cuidado, lo pasaste por toda la herida. Después cogiste una crema antibiótica y la aplicaste por todas las heridas abiertas con sumo cuidado. Había que admitir que olía endemoniadamente mal. Cogiste una gasa estéril bastante grande y la colocaste sobre la herida principal; la que tenía peor pinta. Cogiste un poco de cinta adhesiva blanca para mantener la gasa en su sitio.
Después te quitaste los guantes y los dejaste sobre la mesa. Le bajaste la sudadera. Después le comprobaste la temperatura y te alegró saber que poco a poco empezaba a tener una temperatura normal. Cogiste una manta a cuadros de color verde y negra que estaba en el posabrazos del sillón al otro lado del salón y se la echaste por encima a aquel hombre.
Después de eso recogiste la toalla y su ropa, y la metiste en el cesto de la ropa en el baño. Después metiste el botiquín en su respectivo sitio y tiraste los guantes de látex a la basura.
Caminaste de vuelta al salón y te quedaste quieta en el marco de la puerta observando a aquel hombre. Antes no te habías fijado bien pero, tenía el pelo bastante largo, hasta los hombros, estaba bastante pálido (por suerte sus labios ya no tenían un color morado) y tenía una barba de pocos días. A simple vista se podía decir que era atractivo. Aunque tuviera el cuerpo machacado y el pelo enredado.
Te quedaste cinco minutos observándole, pero como no se despertó, subiste escaleras arriba a tu habitación. Te quitaste la ropa de trabajo de color azul y te pusiste el pijama blanco. Te metiste en la cama y rápidamente te quedaste dormida, aunque en el sofá hubiera un desconocido con un brazo de metal.
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