Noche 7: Que nunca se sepa lo que pasó entre nosotros
Hola todos, aquí Coco... quien ya tiene a la mano un pañuelo porque sabe lo que pasará esta noche T_T Este probablemente sea uno de los capítulos más desgarradores que escribí para esta historia, y desde el principio lo tuve tan claro en mi mente, que no acepta ningún posible cambio de destino, aunque me duela. Pero tranquilos :'D tan grande como es la caída, es la redención. Ya saben qué hacer.
Posdata: hoy hay material extra de esta historia, espero que les guste ^u^
***
Arthur comenzó a saltar entre cornisas y alfeizares, asombrado de su propia habilidad. Sin atreverse a mirar atrás, corrió con su hermana en brazos mientras oía los gritos furiosos de varios guardias que lo seguían.
—¡Por favor Arthur, déjame aquí y escapa!
—¡Jamás! O huimos juntos, o ninguno lo hará. Tenemos que...
—¡Cuidado! —Imposible. El sultán en persona le había dado alcance e intentaba acuchillarlo con una especie de daga oscura. En el último momento, Elizabeth se contorsiono en sus brazos, haciendo que perdiera el equilibrio y cayera a un lado del muro. Ambos terminaron en el suelo en un enredo de telas, y el joven golpeó el piso con frustración al verse rodeado de al menos una docena de soldados. Pero lo que más le angustió fue que el sultán dio un aterrador grito de batalla y también se dejó caer desde lo alto de la pared.
—¡¿Por qué lo defendiste?! —Éstas palabras no eran para él. El castaño volteó a ver a su hermana y se dio cuenta horrorizado, de que parte de su vestido estaba rasgado y manchado con su sangre.
—¡Eli...! —No terminó de llamarla, pues el sultán lo derribó de una patada y pisoteó su cabeza contra el piso.
—¡No te atrevas a decir su nombre! Ahora contéstame, asqueroso ladrón, ¡¿quién eres y cómo lograste entrar al palacio?!
—¡Mi señor! —En ese momento apareció Zeldris acompañado de más refuerzos—. ¡Tuvimos un asalto general al palacio!
—¡¿Qué?!
—Al parecer lograron colarse durante el desfile. Nuestros hombres están dándole persecución a algunos en este momento. —Para entonces, Meliodas ya no escuchaba nada. Tomó al muchacho de ojos morados por el cuello y comenzó a golpearlo sin misericordia.
—¡¿Por qué querías secuestrar a Elizabeth?! ¿Qué relación tienes con ella? ¡Habla! —Sin embargo, no le estaba dando tiempo para hacerlo. Para el cuarto golpe, la nariz le sangraba tanto que parecía que se ahogaba en su propia sangre.
—¡Basta! —El grito de Elizabeth dejó todo en silencio. El sultán se detuvo un momento, pero solo para presenciar horrorizado como su mujer miraba al chico con los ojos llenos de lágrimas. ¿Acaso lo que sentía por ese ladrón era...?
—Una espada, Zeldris.
—Pero hermano, él es el único que hemos atrapado con vida. Si lo matas, entonces no podremos...
—¡Espada! —De mala gana, el verdugo le ofreció al sultán la suya propia. Meliodas tomó de los cabellos al jovencito que ya ni siquiera se movía y se dispuso a cortarle la garganta—. ¿Tus últimas palabras? —El chico le mostró una sonrisa ensangrentada y exhalo un suspiro resignado.
—Un monstruo como tú no la merece. —Sabía que tenía razón. La marca sobre su frente ya había aparecido por completo, y a esas alturas, no le importaba en absoluto lo que se dijera de él. Justo antes de que descargara su golpe, sintió cómo un par de brazos se aferraban a él por las rodillas.
—¡Piedad! —Era Elizabeth. Su bello rostro estaba manchado con lágrimas y sangre, y no podía dejar de temblar—. ¡Piedad, mi señor! No tomes su vida. No sabe lo que hace. Solo creía estar ayudándome. ¡Perdónale, por favor! —Sus gritos eran tan desgarradores que por un momento Meliodas pudo volver en sí—. Si aún quieres tomar la vida de alguien, ¡que sea la mía!
Oír eso le rompió el corazón. Se sentía engañado, traicionado, y deseaba con todas sus fuerzas que alguien recibiera un castigo. Como un último acto de consideración ante la que pudo ser la mujer más importante de su vida, decidió cumplirle su deseo.
—Está bien. ¡Estarossa!
—¡Sí, mi señor!
—Llévate a esta rata callejera a las mazmorras; y cuando tú y Zeldris hayan terminado de sacarle la información que haga falta... déjenlo en el desierto. Que los dioses decidan si ha de vivir o no.
—¡Sí, mi señor! —El visir estaba más que complacido con lo que presenciaban sus ojos. Su hermano, al borde de la locura al ver cómo la mujer de su vida lo traicionaba; esa belleza, despechada y cubierta de sangre; y un ladrón, que por amor había ido a parar al destino más cruel que la vida le podía deparar: sus propias manos.
—Nadie, y repito, nadie, puede entrar a mis aposentos hasta que yo lo diga —Meliodas tomó a Elizabeth del brazo y comenzó a jalarla de regreso a su habitación— Zeldris... dame tu látigo.
*
En cuanto estuvieron dentro, Meliodas arrojó a Elizabeth con fuerza contra el piso y cerró la puerta con llave.
—¿Creíste que me habías engañado, no?
—¿De qué habla?
—¡No finjas! —El sultán desenvainó de nuevo su cuchillo y comenzó a pasarlo lentamente por el escote de ella—. ¿Creíste que podías darte la libertad que quisieras mientras estuvieras en gracia conmigo? ¿Pensabas que, de alguna manera, podrías seguir haciendo lo que te plazca mientras me mantuvieras contento?
Sin esperar respuesta, el rubio encajó su cuchillo en la tela y comenzó a desgarrar el vestido que cubría a la bailarina. No fue lento y sensual como las veces pasadas, sino terriblemente violento y aterrador. Ella se sentía como una presa siendo desgarrada por los colmillos de una bestia.
—¡Eres mía! Y no te engañes creyendo otra cosa. Todo lo tuyo es mío, ¡nadie más puede tenerlo!
Fue cuando el primer golpe llegó. El chasquido del látigo resonó por toda la habitación y hasta lo más profundo del corazón del tirano. Luego vino otro golpe, y otro más. Para cuando el sultán se detuvo, ella prácticamente ya no se movía. Cuando intentó levantarse, este le propinó una cachetada tan fuerte que la envió al suelo de nuevo. Su cabello se desparramaba sobre su rostro, y estaba tan adolorida que había dejado de pensar.
—¡¿Por qué?! —El grito de él estaba cargado de llanto no liberado. La tomó en sus brazos con fuerza, sacudiendo sus hombros mientras la miraba a los ojos—. ¿Por qué? —De nuevo no hubo respuesta.
Entonces él estampó sus labios contra los de ella en un beso voraz y oscuro. Elizabeth intentó apartarse con la poca energía que le quedaba, pero eso solo hizo que él la besara más intensamente.
—¡Eres mía, nunca en tu vida vas a poder negarte a mi! —Entonces tiró de la tela que estaba bajo sus rodillas y la puso a cuatro puntos. Tomó su cabello por la nuca y con la otra mano aferró sus caderas—. Una vida por otra, ¿no fue eso lo que dijiste? Pues bien, tu vida me pertenece, ¡ahora y para siempre!
Elizabeth soltó un último grito cuando él la penetró y comenzó a embestirla a ritmo de castigo. No era posible. Aun en ese estado de dolor y humillación, aun sabiendo que acababa de perder al amor de su vida y a su hermano, su cuerpo aún reaccionaba al encuentro con él. Se estaban acercando más y más al orgasmo, pero esta vez, ambos lo sentían como una despedida.
—¡Elizabeth! —Con un último grito, el sultán se liberó dentro de ella, dejándola adolorida y destrozada. Cuando al fin recuperó el aliento, Meliodas se levantó y llamó a los sirvientes—. Llévensela. Y que nadie sepa nunca lo que pasó entre nosotros.
*
Arthur estaba destrozado en cuerpo y alma. Falló. Le había fallado a Elizabeth, e incluso en el último momento, ella había tenido que ir a rescatarlo, como cuando era un niño indefenso. Al menos no le había fallado a sus amigos, y había soportado toda clase de torturas sin revelar el paradero de nadie. Ya habían pasado tres días desde que la fatalidad había caído sobre ellos, y ahora, él simplemente esperaba el amargo final. En ese momento escuchó la puerta abrirse y el visir del rey, Estarossa, hizo su aparición.
—Vaya, pobre chico. No tenías que acabar de ese modo —Entonces sacó un pañuelo de su manga y comenzó a limpiar gentilmente su rostro ensangrentado—. Me hago una idea de porqué estás aquí. Solo querías rescatar a tu amiga, ¿o me equivoco? —Arthur intentó apartar su cara, y le sorprendió ver que la expresión del visir era dolida y llena de preocupación—. Sabes, yo también pienso que mi hermano es un monstruo —El comentario dejó tan impactado al chico que no le importo cuando este continuo la limpieza—. Pienso que sería mejor que la gente buena cuidara de sí misma, y que aquellos bajo el mandamiento del amor gobernaran este país, ¿no estás de acuerdo?
—Ya basta de juegos, ¿qué es lo que quiere de mí?
—No se trata de lo que yo quiero, sino de lo que tú deseas —Estarossa se acercó a él y le susurró al oído—. ¿Aún quieres salvarla?
—¡¿Qué?! —Lentamente, el peliplateado comenzó a quitarle los grilletes, y abrió la puerta para salir primero indicándole seguirlo.
—Llevo años buscando el poder que me ayudara a derrocar a mi hermano, pero ahora que lo he encontrado, resulta que no puedo obtenerlo solo. Mis manos también están muy manchadas de sangre —Arthur decidió seguirlo, completamente hipnotizado por sus palabras—. Mis órdenes son llevarte al desierto a permitir que te enfrentes a tu destino. Pero creo que no hará mal liberarte en "esa" parte del desierto, ¿no?
—¿De qué está hablando? ¿Cuál es ese poder capaz de derrotar a su hermano?
—¡Solo yo puedo dominarlo! —El ladrón dudo un poco ante su intensa reacción, y al notarlo, el visir volvió a tomar un tono complaciente—. Pero solo una persona como tú puede robar lo que necesito. Consígueme la lámpara, y entonces, yo te recompensaré de la forma en que mereces.
*
Gelda lloraba en una oscura esquina del jardín tras haber ido a atender las heridas de Elizabeth. Ella lo había visto todo, desde el momento en que Arthur entró al cuarto, hasta que el rey se lanzó por la ventana para seguirlos. Pero no había hecho nada para impedirlo. ¿Las cosas hubieran sido diferentes de haber dado la alarma a los guardias? ¿Era su culpa que aquellos dos hubieran caído en desgracia? ¿Y si en vez de esconderse, los hubiera ayudado? Estaba en estas tristes elucubraciones cuando una sombra se cernió sobre ella como la de una enorme ave de caza. Se tiró al suelo temblando de miedo.
—Mi señor Zeldris, no esperaba verlo por aquí.
—¿Cómo está ella? —La esclava apenas podía creer lo que oía. Se atrevió a alzar la mirada un poco para ver a su interlocutor, y lo que vio le pareció tan hermoso como un oasis en medio del desierto: una mirada llena de compasión en el rostro del verdugo.
—Mal, mi señor. Es como una flor secándose bajo un sol cruel.
—Mi hermano está igual —Hubo un amplio silencio entre los dos y, justo cuando ella creía estar a salvo, el pelinegro le lanzó una pregunta que le dio escalofríos— ¿Por qué no trataste de impedirlo?
—Mi señor, yo...
—Sé que lo viste todo. Lo que no entiendo es porque no has hablado al respecto —Gelda comenzó a temblar de nuevo, pero esta vez, era de rabia contra sí misma por no haber ayudado a Elizabeth cuando pudo hacerlo—. Tal vez trabajes en el harem de mi hermano, pero eres mi esclava por derecho. Dime, Gelda. Cuéntame todo lo que viste y oíste. —Ella decidió hacerlo. Sin importar la terrible reputación del verdugo del rey, Gelda sabía que frente a ella se encontraba un hombre justo.
—Así lo haré, mi señor.
*
Escena extra: Una joya en la casa de bailarinas
Tenía hambre. Mucha hambre. Estaba sucio. Tenía frío, cansancio, dolor, pero aquel pequeño no encontraba a nadie que lo ayudara. Hacía días que no veía a su madre, ella no había regresado a su choza, y cuando la arena prácticamente cubrió la entrada de su puerta, el niño de tres años se levantó y empezó a andar por las calles más miserables del reino. Mirándolo con el mismo asco con que mirarían a una rata, la gente se apartaba ante su vista o le dedicaban una amarga expresión de lástima.
Y así vagó, llamando a una mujer que ya no regresaría, hasta que cayó exhausto en la esquina de una casa que marcaba el límite entre los barrios pobres y la zona donde los buenos ciudadanos comerciaban. Tenía hambre, pero ya no le quedaban fuerzas ni para robar. Tenía sueño, pero por alguna razón, le daba miedo no despertar, así que se negaba a cerrar los ojos. El sol inclemente lo calcinaba, y cuando finalmente quedó tendido e inmóvil en el suelo, supo que dormir sería inevitable. Y que tal vez, sería lo último que haría.
—Mamá... mami, ¿dónde estás?
—Pequeño... —Lo último que vio antes de perder la conciencia, fue la silueta de una mujer hermosa inclinándose sobre él—. Pequeño, ven conmigo.
Él levantó los brazos para abrazar a esa persona, y después, cayó en una densa oscuridad. Cuando despertó, no entendió dónde estaba. No era su casa, pero tampoco parecía el cielo, y cuando vio una silueta blanca moviéndose a su lado, supo que aquella figura femenina no era su madre.
—Que alivio, que bueno que despertaste. Bebe esto, te hará sentirte mejor —El pequeño bebió del cuenco que le ofrecían, y sus labios partidos sangraron un poco cuando terminó de hacerlo—. Muy bien, eres un niño bueno. Mi nombre es Elizabeth, ¿cómo te llamas? —La niña frente a él era demasiado preciosa. Blanca como la leche, blanca como las flores y las nubes. Tendría unos seis años, y era tan bonita que a él le pareció que era una diosa. Pero no era su madre, y él lo único que pudo hacer fue callar.
—Ese niño es muy raro, ya debería tener la edad para hablar. —Decía una bonita niña de trenza oscura unos días después, mientras la de pelo plata trataba de bañarlo.
—Y además, es un poco escalofriante.
—¿Por qué lo dices Jenna? —preguntó su hermana.
—Mira la situación en la que está, mira las heridas de sus pies. Cualquier niño de su edad estaría en llanto, pero él no ha llorado ni una sola vez desde que llegó. No ha llamado por su madre en ningún momento —Eso era cierto. El pequeño de ojos morados mostraba una cara sin emociones mientras su benefactora vertía cubetas de agua sobre su cabeza y hacía espuma con jabón en su pelo—. Eli, ¿qué piensas de esto?
—Pienso que él hablará cuando esté listo, ¿verdad? —Pero el niño ni pestañeó. De alguna forma, sabía que no tenía sentido llamar a su madre. Ella ya no estaba en este mundo.
—A mí me da miedo que se entere la patrona —dijo una niña con grilletes en los pies—. ¿Qué pasará si nos castigan? —Las gemelas de trenza mostraron expresiones preocupadas, pero no dijeron nada. En cambio, la albina envolvió al pequeñín en una toalla y comenzó a frotarlo para secarlo.
—No se preocupen, yo tomaré la responsabilidad. Tengo un plan.
Cuando la patrona regresó de su viaje, el caos fue tal como predijo la joven esclava. La mujer de pelo rosa gritó, regañó y pegó a Elizabeth, amenazó con correr al niño y también a ella, pero al ver que la valiente niña no cedía, terminó por calmarse y escuchar lo que tenía para decir.
—¡Crecerá muy fuerte! —argumentaba la peliplateada—. ¡Y será valiente! ¡Y bueno! ¡Y trabajador! Podrá defender la casa de los peligros. Hará recados para nosotras. Y cuando tenga un empleo, ¡le dará a usted muchas monedas de plata! —Aunque la terrible Nerobasta sabía que probablemente Elizabeth no sabía lo que eso significaba, decidió que en realidad tenía razón y, codiciando un bien que no vendría sino hasta muchos años después, al final accedió a que hubiera un niño en la casa.
—Tú lo cuidarás, Elizabeth —dijo la patrona fingiendo bondad—. Te encargarás de todas sus cosas, y cuando tenga trece años, le dirás que cumpla aquella promesa, ¿entendido?
—¡Sí señora!
Algo que antes estaba muerto en el pecho del niño de pronto volvió a la vida, y percibió una extraña sensación en la garganta cuando, unas horas después, la preciosa niña de ojos azules trataba de meterle una hogaza de pan en la boca.
—Come, ¡come mucho! Toma esta fruta, y un poco de esta carne, ¿te gusta la carne?
Él nunca había probado la carne, pero le encantó. Aunque no tanto como la sonrisa de la niña de ojos azules. Cuando llegó la noche y hubo silencio en la casa de bailarinas, el pequeño tomó la manta que le habían dado, dejó la alacena que le habían dado de cuarto, y se coló a la habitación donde dormían las bailarinas más jóvenes. En cuanto vio los cabellos de plata que quería, corrió de puntillas hacia ahí y trató de meterse en la cama con ella. La pobre se asustó al ser despertada, por un momento no entendió lo que quería, pero cuando se dio cuenta de quién era, se recorrió lo más que pudo y permitió que el pequeño se abrazara a ella.
—¿No puedes dormir? —Él seguía sin hablar—. Entiendo, no pasa nada, podemos compartir —Más silencio, y al final, Elizabeth no pudo resistirse a hacerle nuevamente la pregunta—. ¿Cómo te llamas?
Pero esta vez, el niño sí contestó.
—Arthur —dijo él con un hilo de voz—. Me llamo Arthur. Tú... ¿Serás mi nueva madre? —La pequeña rió, asombrosamente feliz de haberlo escuchado, y comenzó a acariciar su pelo mientras reía y lo abrazaba.
—Claro que no. Soy chiquita, no una señora, así que no puedo ser mamá —El pequeño de ojos morados apretó los labios en una mueca de decepción, pero antes siquiera de terminar de ponerse triste, Elizabeth volvió a hablar—. Pero si quieres puedo ser tu hermana. ¿Te portaras bien, hermanito menor? —Entonces, todo el dolor que él había cargado en el corazón desapareció, se desvaneció en sus ojos mientras el llanto llegaba—. Por favor, llora bajito Arthur, o nos van a regañar.
—Sí hermana. Está bien. —El pequeño de ojos morados se durmió llorando sobre el pecho de su nueva familia, y para cuando el sol llegó de nuevo, la casa de bailarinas había obtenido en él una joya.
***
Y ahora, un secreto de este capítulo: ¡AY QUE ME DUELE! T_T Pues sí. ¿Sabían que esta es una de las pocas escenas en todas mis obras donde describo un encuentro sexual así de violento? La verdad es que nunca me ha gustado abordar temas como la violación o el secuestro en mis fanfics, pero en este caso, sentía que era necesario mostrarlo para evidenciar el máximo grado de oscuridad del que sería capaz Meliodas. Su último límite. Y siento que eso es lo que hace que después su redención sea tan gloriosa :'D Antes de irnos al siguiente capítulo, les comento que la petición ha sido escuchada, así que habrá una pequeña escena extra en la que Eli mostrará su rencor e ira... más o menos °o° Nos vemos en la siguiente página.
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