Noche 40: Fruto del desierto
Advertencia: la escena extra de este capítulo me salió extremadamente fuerte >///< Si a ti no te gustan las orgías, el sexo duro o los masajes eróticos, te recomiendo no leer. De otra forma, disfruten 7u7.
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Había empezado a despuntar el alba. Ansiosa, escrutando el desierto, Elizabeth esperaba a que el sol del amanecer le trajera buenas noticias. Los guerreros legendarios estaban a punto de regresar, y ella quería estar lista para recibirlos. Sofocándose por correr hasta la orilla de su campamento, se quedó esperando la señal que aparecía cuando alguno de ellos usaba magia. Solo debía esperar, llegarían en cualquier momento. Tres lunas habían pasado desde que habían obtenido sus tesoros sagrados, pero igual, se sorprendía cada vez que los veía.
El sonido de la arena al desplazarse respondió a su llamada silenciosa y, cuando el ruido cesó, se dio cuenta que la primera en volver había sido su mejor amiga. El poderoso martillo de Diane le permitía manipular la arena y así, completamente en secreto, podía transportar a un montón de personas bajo tierra. La saludó radiante mientras llevaba a un grupo de mujeres rescatadas con Jenna, y luego todo volvió al silencio, en el cuál ella esperó paciente. Elizabeth se quedó mirando el horizonte, y entonces apareció el siguiente de aquellos héroes que había entrado a la Cueva de las Maravillas.
De las sombras de una duna apareció un gigantesco perro negro, el cual abrió la boca y escupió a otro grupo de personas rescatadas. King fue el último que salió de ellas, y saludó a la albina mientras su nueva y asombrosa mascota se encogía. Llevaba al hombro una lanza, la cuál cambiaba de forma según lo que necesitara, y la albina se despidió de él sabiendo que la siguiente forma sería curativa. Volvió a esperar, y cuando vio una extraña nube flotando en la distancia, de inmediato supo que en realidad no era tal.
Era la alfombra voladora, rodeada de un humo especial que desprendía una antorcha. Esa astuta forma de viajar era la manera que Ban había ideado para ocultarla mientras volaban. Y la pobre iba casi pandeada de tantas provisiones y medicinas que cargaba. El peliblanco siguió sin detenerse directo a la carpa de su prometida, y la albina saltó emocionada sabiendo que solo le faltaban dos personas. Su aparición era siempre la que más le encantaba. Un tremendo rugido como de un león se dejó escuchar mientras ella reía con las orejas tapadas. Entonces emergió: nada más y nada menos que la Cueva de las Maravillas, la cuál ahora Arthur controlaba, apareciendo y desapareciendo por el desierto a su voluntad.
En vehículo tan peligroso sólo podían viajar él mismo y Meliodas, apareciendo allí donde los necesitaran para la batalla. Que fueran solo dos no importaba, pues el tesoro sagrado del rubio tenía una habilidad asombrosa. Aunque fuera uno, su espada lo convertía en un ejército de una sola persona. Cinco Meliodas con turbantes y rostros cubiertos descendieron del mágico transporte, y Elizabeth se lanzó corriendo hacia ellos, tratando de adivinar cuál era el verdadero. Siempre lo encontraba. Se arrojó a los brazos del enmascarado más cercano a su hermano y, en el acto, desaparecieron los otros clones de sombras.
—¡Estoy en casa! —proclamó su amado riendo.
—Bienvenido. —respondió ella gozosa, para acto seguido quitarle la tela que lo cubría y besarlo como si no hubiera un mañana.
*
—Aaah... ¡Aaaaah!
—Eli... —le susurró su hombre al oído mientras la embestía con ternura, abrazándola de lado y cubiertos por sus sábanas en las horas más oscuras de la noche. Sudaban, gemían quedamente, y ella no pudo evitar sonreír al considerar lo mucho que le impresionaba el vigor de Meliodas, considerando todas las cosas que había tenido que hacer en el día. Entre mover la caravana, reubicar a los rescatados y las labores diarias, el rubio tendría que haber estado verdaderamente agotado para cuando volvía a su tienda. Sin embargo, ni siquiera eso le impedía buscar su cuerpo apenas se alzaba la luna.
Medio dormido, medio borracho de pasión, siguió embistiendo hasta hacerla desfallecer de placer y entregarse a un orgasmo liberador al cuál él se sumó para después caer en un sueño verdaderamente profundo. Al parecer, ese tampoco sería el día. Elizabeth no había podido comentarle a su amado sobre los pequeños cambios que había notado en su cuerpo, pero al ver la expresión tan pacífica que hacía mientras descansaba, no tuvo el corazón de despertarlo. Ya habría tiempo de hablar. Después de todo, eran esposos, e incluso si su corazonada se equivocaba, tarde o temprano llegaría aquello que los dos tanto anhelaban.
Elizabeth se despertó una hora antes del alba y, al sentir una urgente necesidad de comer fruta fresca, tuvo que levantarse lo más silenciosamente que pudo para ir a por ella sin despertar a su hombre. La palmera de dátiles que había visto se encontraba en la orilla más alejada del campamento y, sin importarle caminar, se puso un velo y salió a la fresca mañana del desierto. Las estrellas aún brillaban en el firmamento, había paz y tranquilidad a su alrededor. Comió el primer fruto con deleite y, al estirar su mano para tomar otro... todo se oscureció.
—Te encontré. ¡Por fin eres mía!
—¡Nooooo! —Un infierno de llamas negras se alzó a su alrededor y, en medio de aquella destrucción, el monstruo que ya una vez la había tenido entre sus garras se alzó amenazante con expresión de total regocijo.
—Amor mío, ¡mi Elizabeth! —proclamó delirante y contemplándola con codicia—. Al fin te hallé, mi flor, mi joya, mi exquisito fruto del desierto. Ven a mí. Vuelve a los brazos de tu dueño, el verdadero rey. —No había duda, el sultán oscuro definitivamente había perdido la cabeza. La albina escuchó a lo lejos los gritos y alarmas del campamento levantándose y, al ser consciente de lo que eso significaba, encendió en su pecho tanto la alarma como la chispa de la esperanza. Supo lo que tenía que hacer.
—S... sí, mi amor —dijo tendiéndole los brazos al hechicero loco—. Llévame a tu palacio. Pero por favor, como regalo de bodas, no destruyas este lugar donde hay frutos tan deliciosos.
—Cómo digas, mi querida prometida. —le sonrió de forma siniestra, y acto seguido la tomó en brazos para alzar vuelo justo en el momento en que sobre el lugar caía una lluvia de flechas. Los guerreros de la caravana se habían despertado, y trataban de rescatarla inútilmente mientras su enemigo los ignoraba, embelesado por su belleza.
—No, por favor —rogó internamente, suplicando porque Estarossa no reparara en ellos—. Amigos, no luchen más. Sólo ellos pueden salvarme ahora. Tengo fe en que los Siete Pecados Capitales vendrán a rescatarme . —Entonces Estarossa se alejó hasta perderse en el horizonte, a distancia suficiente como para no escuchar el grito de ira del verdadero esposo de la diosa.
*
Escena extra: Oasis
—Y por el poder investido en mí por las sagradas Diosas, los declaro marido y mujer. Puede besar a la novia. —Apenas aquella frase dejó la boca de Hendrickson, el rubio unió sus labios a los de su amada con una pasión tal que hasta hizo ruborizar al sacerdote. Robó su aliento, le dio de beber su alma, y cuando por fin se separaron para respirar, la albina se soltó a reír y llorar sin saber por cuál decidirse.
Solo estaban los tres ante una roca antigua, nadie sabía que se habían casado en secreto. Sin embargo, en su corazón ella sentía que era lo correcto, y volvió a besarlo mientras él tomaba su rostro entre sus manos y le secaba las lágrimas con los pulgares. Habían decidido hacerlo después de una fuerte discusión, y cuando su terquedad por fin ganó, la joven se vio arrastrada hacia el altar esa misma noche.
—Meliodas, por favor reconsidéralo —Había intentado disuadirlo—. No es momento para esto. Estamos en medio de una guerra, nuestros amigos también esperan sus bodas con ansias. Y además, no estaríamos haciendo honor a la tradición de tu familia. Debido a tu linaje real, tienes que...
—Al infierno con mi linaje —Había proclamado—. Aquí en el desierto no soy un sultán o un rey. Soy simplemente tuyo, solo un hombre más que, sabiendo que puede morir en cualquier momento, quiere unirse a la mujer de su vida para dejar de tenerle miedo a la muerte. Por favor, Elizabeth. —Al final, él tenía razón. Se casaron bajo la luna llena según el rito de los nómadas y, sabiendo que sólo tenían una noche fuera si no querían ser descubiertos, tomaron la alfombra mágica en dirección a un misterioso lugar que el rubio ya parecía conocer.
—¿A dónde vamos?
—Confía en mí —le dijo juguetón cubriendo sus ojos con un lienzo—. Si nuestra luna de miel se reducirá a una sola luna, pienso hacerla tan memorable que ambos la recordemos hasta el último de nuestros días —Aquella sensual promesa y la brisa fría erizaron la piel de la albina, que esperó conteniendo la respiración hasta que sintió como la alfombra empezaba a descender—. Llegamos. —Entonces su nuevo esposo le quitó la venda, y se vio rodeada del oasis más exuberante que había visto jamás.
—¡Oh, diosas! —El Edén celestial no sería más parecido. Palmeras de verde esmeralda, arena tan brillante como pequeñas joyas, un manantial tan puro y tranquilo como un espejo. Y una pequeña tienda, una carpa para apenas dos personas que emanaba una cálida luz desde dentro como si ya estuviera encendida y lista para recibirlos—. Meliodas, ¿desde cuando tenías preparado esto?
—Dejémoslo en que estaba seguro que dirías que sí. Ahora, ¿te gustaría bañarte conmigo? —Una nueva lágrima en su mejilla, un beso en sus labios, y la albina susurró la única respuesta posible a esa interrogante.
—Sí. —¿Cómo había conseguido todo aquello en su terrible situación? Una canasta con esencias finas reposaba a la orilla del manantial y, en cuanto se acercó a ellas con la intención de atenderlo, él detuvo su movimiento y le clavó una mirada tan intensa que la hizo parar.
—No, Eli. Esta noche seré yo quien te sirva a ti. Permíteme. —Tomó aquel jabón fragante, luego tomó su mano y, sin dejar de mirarla a los ojos, le insinuó que entrara en el agua. Ella obedeció dócilmente, hipnotizada por esos ojos que ardían, y cuando quedó completamente desnuda bajo la luz plateada de la luna, se sumergió hasta la cintura. Pronto las ropas de su marido terminaron junto a las suyas en la pequeña playa y, rompiendo el silencio de la noche, soltó un gemido al sentirlo pegado a su espalda.
Las manos cubiertas de espuma y la sonrisa junto a su cuello, aquel hombre libre que no era un rey se entregó al deleite de acariciar su cuerpo, lavando el sudor, el miedo, y el futuro incierto de los dos. Con las manos sobre sus pechos y su sexo apuntando a su entrada, Elizabeth se sentía como una criatura líquida a punto de evaporarse bajo el sol. Sin embargo, él no la tomó. Simplemente le dio el trato que hubiera merecido una princesa, acariciando, encendiendo cada una de sus terminaciones nerviosas, y adorándola como a un objeto sagrado. Cuando terminó su labor, salió del manantial para volver a ponerse su ropa.
—Te espero dentro —susurró con voz ronca, y ella gimió aún con más fuerza, pues la tela se pegaba a su piel mojada, marcando el sensual bulto en sus pantalones. Aquella curva palpitante le prometía el verdadero paraíso, y ella salió como en un trance, los pezones duros por el aire frío y el anhelo. Cuando entró a aquel lugar de telas rojas, no pudo contener un jadeo. Una bandeja con suculentos manjares reposaba a un lado, inciensos y velas calentaban el otro. Y él estaba de rodillas, inclinado hacia ella como si fuera su fiel sirviente.
—Pero, ¿por qué...?
—Porque eres mi dueña —le dijo con una sonrisa—. Pero si esa palabra hace daño a tus oídos, dejémoslo simplemente en que me muero por complacer a mi esposa. Y también, en hacer justicia sobre ciertas cosas.
—¿Ciertas cosas? —Su sonrisa se volvió depredadora, y ella se le acercó, fascinada por el rumbo al que la estaba dirigiendo. Un dedo sutil se deslizó a lo largo de su rostro, le levantó la barbilla, y la atrajo hacia él para depositar un suave beso en su boca que la dejó delirando por más.
—Sí. Hoy la única reina aquí eres tú. Ahora, ¿a su alteza le apetece un poco de dulce? —Jamás habían jugado un juego tan erótico y peligroso en su vida. Ella asintió con la cabeza, lo vio levantar una bandeja con fruta confitada y, tras besar el alimento, él se lo dio de comer directo en su boca. Sin embargo, sus dedos nunca tocaron su piel. Así estuvo, tentándola, aliméntandola, seduciéndola hasta que ella se sintió enloquecer, y cuando el fuego en sus entrañas le avisó que no podría resistir mucho más, le quitó el plato y lo confrontó directamente.
—¡Basta! ¡Por favor Meliodas, te deseo! —La expresión de triunfo en su rostro la hizo temblar de expectación. Sin embargo, él no obedeció de inmediato. Simplemente chupó las puntas de sus dedos, se levantó con parsimonia, y se acercó a la orilla de la alfombra que les serviría de cama, insinuando que debía acostarse.
—Aún no hemos acabado. Ven, esposa mía —La albina gateó hasta ponerse donde él señalaba, lo contempló mientras parecía buscar algo y, en cuanto le puso dicho objeto en las manos, ella lo miró de nuevo, confundida. Parecía un humilde frasco de aceite—. Hay un último presente que quiero hacerte. El más especial, creo yo, si es que aceptas lo que te propongo —Por último sacó de entre las almohadas su tesoro, la espada sagrada Lostvayne, y al contemplar el peligroso filo verde, la diosa se sintió enloquecer de lujuria—. ¿Sabías que las reinas en mi familia llegaron a tener harem masculino?
Así que por eso la había preparado de ese modo. Llevada al límite de sus deseos y delirando de pasión, ni siquiera su pudor o vergüenza podrían detenerla de rogar por lo que en otras circunstancias no pediría. Dándole el sí con una sonrisa que era la de una demonesa, la diosa se recostó boca abajo a la espera de lo que sin duda sería el encuentro erótico más intenso que jamás había vivido. Él sonrió complacido, tomó el frasco de nuevo y, tras agitar una vez el filo de su arma, cinco rubios ardiendo de deseo por ella aparecieron y la rodearon cubriendo sus palmas de aceite. Entonces, la verdadera luna de miel empezó.
—Mmmm... —gimió la ojiazul con los labios apretados mientras aquellos dedos oleosos comenzaban a masajear sus hombros y espalda. La presión de sus pulgares la relajaron, los círculos en sus brazos calentaron su piel, las yemas de los dedos en su cintura la hicieron curvarse agradecida. Cuando una de las diez manos que la tocaba finalmente llegó a la curva de su trasero, el grito que soltó fue respondido por cinco sensuales gruñidos. Se deslizaban por su piel resbaladiza arriba y abajo, a todo lo largo de ella, a sus piernas, deteniéndose en las plantas de sus pies para luego subir y rozar su sexo húmedo y acalorado.
—¿Te gusta? —preguntó el que parecía más real, pero ella no pudo responder, pues al mismo tiempo otro de ellos le selló la boca con sus labios mientras uno más los colocaba entre sus nalgas devorando el manantial líquido que salía de ella. El resto se ocupó en calmarla con más masaje, y ella se quedó sin aire cuando el primer orgasmo de la noche por fin remitió—. Es sólo el comienzo —Aseguró el que estaba a sus pies—. Tendremos en una sola noche lo que no podremos tener en las muchas que merecía nuestra luna de miel. Te amo Elizabeth.
—Y yo a tí. Meliodas, te a... —No pudo terminar la frase. La habían volteado boca arriba entre todos, y ahora, el masaje se estaba transformando en otra cosa que amenazaba con llevarla directo al infierno—. ¡Mmmm! —Aquello era demasiado. Dos pares de manos oleosas sobre sus antebrazos, otras dos en sus pantorrillas, una más sobre su vientre, bajando y acariciando de forma tan lenta que de nuevo estaban elevándola al éxtasis del que acababa de salir—. Aaaaaah —Trató de resistir, pero aquel harem conformado únicamente por su esposo no planeaba darle descanso. Los cinco trasladaron aquel sensual ataque que llamaban masaje a nuevos puntos, y pronto sus pechos, muslos y entrepierna se vieron sujetos a la deliciosa presión de los dedos de aquella horda de demonios que la adoraban. Cuando el que se encontraba al centro se inclinó para soplar sobre su hinchada perla de placer, la albina convulsionó tratando de retirarse—. No... ¡No!
—Sí... —gruñó el pequeño monstruo de ojos verdes y mirada mortalmente feroz. Entonces, colocó su boca sobre aquel hipersensible punto, y su mujer finalmente perdió la cordura.
—Sí... ¡Sí! —Su lengua subía y bajaba, sus labios chupaban aquel pequeño punto palpitante. El resto magreaba su carne como si fuera cera caliente, y el verdadero, el cuál ella no vio por tener los ojos cerrados con fuerza, metió dos dedos en su interior generándole una poderosa venida que culminó con un grito—. ¡Aaaaaah! Mas, ¡más! —gimió como loca mientras aquellas bocas y manos la iban soltando— Por favor amor, date placer a ti también. Usa mi cuerpo como quieras, ¡vuélvete uno conmigo! —Cinco voces contestaron, y cada una le fue dando un título diferente que él ya le había otorgado.
—Sí, mi diosa. —dijo uno levantándola ligeramente.
—Sí, mi ama. —dijo uno más derramando lo que quedaba del frasco directamente sobre su piel.
—Sí, mi reina. —dijo otro separándole las rodillas.
—Sí, mi amor. —dijo otro ayudándola a sentarse sobre las piernas del que debía ser el verdadero, quien ya estaba listo para tomarla con su gruesa y palpitante virilidad apuntando a su interior.
—Sí, esposa mía —le susurró el último con infinito amor mientras todos la sostenían y ella se dejaba caer lentamente sobre su miembro—. Te amo Elizabeth. Y a partir de hoy, ninguno de nosotros podrá olvidarlo jamás.
—¡Aaaaaah! —exclamó al sentir cómo su largura llegaba a lo más profundo de su ser. Entonces se dejó ir, y aquella orgía de sólo dos personas se salió completamente de control.
Una boca prendida de cada pezón, chupando mientras estrujaban sus pechos violentamente. Otra más en sus labios, devorándolos y enredando sus lenguas sin dejar de salivar. Una en su cuello, besando sus hombros y espalda mientras sus manos sujetaban su cintura y la impulsaban para dar interminables sentones. Y una más entre sus piernas, succionando su perla de placer mientras a solo unos centímetros su asta entraba y salía en cada embestida. Iba a romperse, iba a dejar de ser una persona para convertirse en un espíritu de la fertilidad. Sin embargo, nada temía. Sus manos la sostenían anclándola a este mundo, y el coro de gemidos que en realidad eran una sola voz le recordaba que estaba sólo con su esposo. Cuando su alma alcanzó el éter y llevó a cada uno de los clones de sombras a su propio edén celestial, la diosa se destrozó en el orgasmo más fuerte de su vida, sincronizándose en tiempo perfecto con cinco olas de leche blanquísima que la llenaron y dejaron bañada en luz. Cuando el amanecer llegó, de nuevo estaba en los brazos de un solo hombre, su único y amado Meliodas.
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Oh... por... las diosas 0///0 ¿Qué hice? No, mejor no me digan XP Mejor los dejo con esta bella imagen final y, si las diosas lo quieren, nos vemos la próxima semana para más <3
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