Noche 37: Luz en el desierto - Parte 3
Hola a todos, aquí Coco, quien tras recuperarse del covis tuvo un ataque de inspiración *w* y tose mientras escribe a toda máquina. ¡Estoy voladísima con esta historia! >3< La pasión, el drama, ¡el lemon! XD Y al final si estoy cambiando muchas cosas. Tras volver a leer mi primera edición, sentí que no había explicado muy bien cómo pasaron algunas cosas, y ahora que por fin tengo el tiempo, voy a redimir lo que quedó relegado mientras le pongo más amor a lo que nos gusta *w* Pero no me lo crean aún. Ya se darán cuenta cuando comiencen a leer esta deliciosa doble entrega ^w^ ¡Ya saben que hacer!
Posdata: ¿alguien que me recomiende algo para curar esta tos de perro? ¡Coff! ¡Coff! >0<
***
La albina acariciaba dulcemente el rostro de su amado con las puntas de los dedos mientras dejaba que sus lágrimas fluyeran. Estás caían en los labios entreabiertos del rubio, como si se las estuviera dando de beber, y tenía una expresión tan pacífica que parecía que simplemente durmiera. Pero no era así. Elizabeth colocó su mano sobre el pecho de Meliodas, dónde la había puesto tantas veces mientras hacían el amor y, al no sentir su latido, se sintió caer en el vacío. Sola en medio del desierto, el sufrimiento estuvo a punto de destruir su alma, que se quebraba como cristal bajo el peso del cruel destino de ambos.
—Por favor, abre los ojos —Pero no se movía. La peliplateada lo levantó para acunarlo en su pecho—. No podré soportar vivir en un mundo en el que tú no existes. Por favor, vuelve —Buscó con la mirada algo, alguien que pudiera ayudarle. Pero solo la luna estaba presente. Se inclinó para besar sutilmente sus labios y, al no recibir respuesta, sintió que también moría—. ¡Aaaaaaaah! —Su grito voló sobre la arena e hizo temblar a las estrellas.
Todo había terminado. Si no podían estar juntos, ¿qué sentido tenía que viviera? Sin pensarlo, tomó la daga que aún pendía del cinto de Meliodas y se puso a contemplarla. Era realmente muy bella, un regalo de bodas demasiado adelantado. Con manos temblorosas la fue desenvainando, y miró su reflejo en el filo del arma. Esos ojos azules que él había adorado también carecían de vida, y ya se estaba preguntando si sería posible reencarnar para encontrarlo, cuando una voz la sacó del trance en el que estaba.
—No lo haga —Se oía inmaterial y etérea, como si le hablaran desde una gran distancia—. Por favor, no desee algo que pondría triste a tantas personas —La dueña de la voz fue materializándose ante sus ojos y, al terminar de hacerlo, se encontró con la forma fantasmal de una niña de pelo negro y ojos dorados—. El sultán se molestará si usted lo hace. Por favor, no dañe al ser que él más ama. —Solo había visto a la hechicera un par de veces, pero era inconfundible. Esa pequeña era el símbolo del jabalí. Y también, la genio de la lámpara.
—Gran maga, el rey no despierta. ¿Puede ayudarme? —La tristeza en el rostro infantil de la morena fue su única respuesta y, cuando pareció que no diría nada más, extendió su mano hacia ella.
—La pondré a salvo. Por favor mi señora, déjelo. Debemos irnos. —El silencio tras estas palabras sirvió para que Elizabeth sintiera cómo algo renacía en su interior. Le estaba pidiendo abandonarlo, salvarse solo a sí misma. Alzó los ojos hacia su rescatadora y, con un nudo en la garganta, le dio su única respuesta.
—No. Si nos vamos, lo haremos juntos. Él es mi todo, aún en esta forma. —Acto seguido besó la frente de su hombre y trató de ponerse de pie, aún cargándolo. Su determinación conmovió al genio hasta las lágrimas. Miró a aquella mortal, cuyo amor era más eterno que el de las diosas, y entonces supo exactamente qué debía hacer para salvarla. Tras dejar escapar una sonrisa misteriosa, comenzó a hablarle con intenciones ocultas.
—¿Está tan triste como para seguirlo al otro mundo? —Elizabeth volvió a mirar el cuchillo de Meliodas y, por un momento demasiado largo, no dijo nada—. ¿Es la muerte lo que desea? —Con cada segundo que pasaba, el rostro de la albina iba cambiando. El dolor era demasiado, pero también lo era su fuerza. La luz que había abandonado sus ojos encendió de nuevo y, cuando por fin habló, lo hizo con la voz de una reina.
—No. Eso no es lo que él querría. Jamás dejaré de amarlo. Y por eso, ¡yo protegeré lo que ama! —Entonces la forma de la niña se fue disolviendo hasta crear una silueta de luz de la verdadera maga.
—Eso es lo que esperaba oír —Sus ojos habían comenzado a brillar mientras un aura poderosa salía de sus manos—. Los genios no podemos traer a alguien de la muerte, así está escrito en los decretos antiguos. Sin embargo, usted podría hacerlo. Solo el poder oculto en su sangre puede lograrlo. Elizabeth, ¿por él sería capaz de atravesar el cielo y el infierno?
—¡Lo haré! —gritó ella con fe absoluta—. Por él, moriría y viviría más de cien vidas.
—¡Entonces...! —exclamó la maga—. ¡Le ayudaré a lograr justo eso! ¡Rompamos juntas el sello de las diosas! —Las llamas doradas que habían cubierto los dedos de Merlín rodearon a la albina quien, devorada por aquella luz, cayó de rodillas sintiendo que era consumida por el fuego.
—¡Aaaaaaahhhhh! —Su piel ardía, parecía que se desintegraba desde dentro, pero justo cuando creyó que el dolor la mataría, miró de nuevo a su prometido, y decidió que llegaría mucho más lejos para traerlo de vuelta—. Mi señor... —Vió su pasado, presente, y futuro juntos. Vió muchas otras vidas, ellos mismos en una infinidad de mundos. Entonces, supo que tenía el poder para hacerlo. Aferrándose a él, gritó su nombre en medio de la agonía—. ¡Meliodaaaaaas!
Entonces renació. De la espalda de la chica brotaron un par de enormes alas blancas, sus iris se encendieron con el color del oro fundido, y emanó de ella una luz tan grande que por un instante pudo iluminar el desierto. Aquel inmenso poder sagrado los envolvió a ambos, para luego entrar como un torrente en el cuerpo del rey dormido. Cada gota de su ser fue otorgada al hombre que amaba y, para cuando terminó el proceso, él también había renacido.
—¿Elizabeth? —El sultán había abierto los ojos. Dejando que los suyos se anegaran en lágrimas, la albina se lanzó sobre él para acariciarlo y besarlo.
—¡Meliodas! —Aquel ataque de pasión solo se detuvo cuando escuchó cómo soltaba un pequeño quejido—. Lo siento amor mío. ¿Estás bien?
—¿En serio me preguntas si estoy bien cuando estoy en tus brazos? —Entonces le sonrió como solo él sabía hacerlo, y volvió a acercar sus rostros para unir sus labios. El beso que se dieron sabía a gloria, sabía a milagro. En cuanto se separaron también comenzó a acariciarla, pero paró en el acto, tan asombrado estaba ante lo que veía—. Eli, ¿qué está pasando?
—¿A qué te refieres?
—Tú... tienes alas —Tras mirar sobre su hombro y darse cuenta de que tenía razón, él de inmediato volvió a hacer que volteara—. ¡Y tus ojos! ¡Son aún más hermosos que antes! ¡Tienes el aura de una diosa! —Ella, que había empezado a ruborizarse, paró al ver la expresión angustiada de Meliodas—. Elizabeth, ¿estamos muertos?
—Oh querido, yo...
—¡No! —gritó completamente horrorizado—. ¡No, tú no puedes estar muerta! —Entonces se sentó de golpe, y casi de inmediato soltó un grito mientras la albina intentaba acostarlo.
—¡Por favor, no te muevas! Estás muy herido.
—Que alivio.
—¿Eh? ¿De qué hablas?
—Los muertos no sienten dolor —El rubio le sonrió a su mujer, y luego se apoyó en su pecho con los ojos cerrados—. Me duele todo. Estoy mareado. Y me siento tan débil que ni siquiera puedo cerrar los puños. Pero, ¿sabes lo que eso significa? —Su sonrisa era incontenible, igual que su alegría—. Significa que en verdad estás aquí conmigo. Y que ambos seguimos con vida.
—Querida Merlín, gracias. —La genio hacía rato que había desaparecido. Y había cumplido a la perfección con su misión secreta. En el momento más oscuro del reino había despertado a la diosa, y ahora, solo le quedaba esperar a que también fueran a rescatarla.
*
Meliodas no supo si habían pasado unos segundos, u horas. Solo supo que tras su breve sueño aún la abrazaba. Contempló a Elizabeth, quien lo sujetaba protectoramente contra su pecho, y luego besó su cuello tratando de despertarla. El descanso había terminado, y ahora, su prioridad era moverse y encontrar un lugar para protegerla. No sabía qué les deparaba el futuro, solo sentía que era importante que siguieran. La besó de nuevo y, al sentir que reaccionaba, tomó su mano para darse fuerza.
—Eli, tenemos que irnos. Debemos encontrar ayuda.
—Sí. Creo que podremos ubicarnos por las estrellas. Vamos.
Elizabeth había aprendido bien a leerlas. Ponerse de pie fue todo un reto, pero el rey pudo volver a andar. Ayudado por la peliplateada en todo momento, avanzaron tambaleantes en dirección a lo que debía ser la ciudad de la frontera. Las alas y el aura azul de la diosa habían desaparecido, pero la albina aún las sentía en su interior. La fuerza que había despertado le ayudaba a seguir caminando y, con Meliodas a su lado, sentía que ya nada podría detenerla. Los primeros rayos del alba los alcanzaron al mismo tiempo que el destino. Escucharon un grito que los hizo darse la vuelta.
—¡Hermanooo! —Corriendo tras ellos con expresiones de angustia, iban nada menos que Zeldris y Gelda. Todos sus lazos habían convergido en ese punto, y ahora, serían encontrados por las personas que amaban.
—¡Zel! —gritó Meliodas mientras atrapaba al pelinegro, que se había arrojado a sus brazos sin pensarlo. Estaba irreconocible. Las ropas rotas, el pelo revuelto, la cara sucia. Pero eso no fue lo más impactante. Su antes frío e inmutable verdugo se aferró a él como un niño pequeño y, sin poder evitarlo, rompió en llanto.
—Estás vivo. ¡Estás vivo!
—De milagro. —bromeó tratando de consolarlo. Lo estrechó tan fuerte como se lo permitían sus débiles manos y, tras soltarlo, otra voz llegó hasta ellos.
—¡Meliodaaaas! —Esta vez no le costó nada de trabajo identificarlos. Las personas que se acercaban eran King y Diane, que llegaron hasta ellos deslizándose sobre la arena. La bailarina se arrojó sobre él, y tal vez lo habría asfixiado, de no ser porque acto seguido aplicó el mismo tratamiento a Elizabeth—. Están vivos, ¡sobrevivieron!
—King... —Pese a que nunca lo habían hecho antes, ambos reyes se abrazaron. Estar cerca de la muerte había fortalecido su vínculo, y ahora, se sentían verdaderamente hermanados. Entonces, los alcanzó el siguiente miembro de su orden.
—Meliodas... —El sultán volteó al escuchar a Elizabeth y, siguiendo la dirección de sus ojos, el rubio pudo contemplar dos siluetas sobre las dunas. Ban y Elaine habían llegado pero, pese al milagro de verlo, ninguno de ellos se acercaba. La pequeña rubia tenía una mezcla de asombro, temor y alegría en la cara. Los ojos de él eran diferentes, llenos de furia, dolor y tristeza.
—¿Qué sucede Ban? —dijo el sultán acercándose—. ¿No te da gusto verme? —El peliblanco no dijo nada. En cambio, se deslizó sobre la arena y, al quedar frente a frente, clavó en él toda la intensidad de su mirada. Silencio, un suave viento ondeando sus ropas, y entonces por fin encontró las palabras.
—¿Me odias? —Los cadáveres de las mentiras yacían entre ellos. Los Cuarenta Ladrones. La lámpara maravillosa. La identidad secreta de Arthur. Sin embargo, el sultán ya tenía su respuesta.
—No. No te odio.
—Te mentí —recalcó el ladrón legendario, como si tratara de convencerlo de hacerlo—. Te engañé. Conspiré contra tí.
—No me importa.
—E incluso cuando entre a tu servicio... te falle por completo.
—Ban... —susurró la princesa Elaine con angustia. Se estaba confesando, y ahora solo quedaba ver si él lo aceptaría.
—No pude hacer nada para detener a ese maldito. Si te hubiera dicho la verdad a tiempo, si hubiera compartido antes mi poder contigo... —El resto de "hubieras" volvió a morir en sus labios al verlo. Meliodas le estaba sonriendo.
—Ban, estoy feliz de que sigas aquí. Sin importar lo que pasó ni lo que pase, eres mi amigo —El sol se elevó espléndido en el horizonte, y la brisa se llevó lo que quedaba de su culpa—. Vamos, ven acá. Estoy tan débil que siento que hasta el viento puede derribarme, así que no me hagas subir en mi estado.
La respuesta del albino fue arrojársele y, en cuanto lo soltó, el resto de su hermandad se unió al abrazo. Ahora sus lazos eran los de una auténtica familia. Elizabeth sintió un nudo en la garganta al recordar que uno de ellos faltaba y, escrutando el horizonte, esperó a que la persona que más extrañaba apareciera. ¿Dónde estaba Arthur? Como contestando a su respuesta, una extraña sombra cayó sobre ella. Al alzar la vista, su corazón se estremeció.
—Oh, no... —El último miembro de los Siete Pecados Capitales descendía flotando hacia ellos sobre la alfombra voladora, la cual parecía teñida de rojo por tanta sangre—. ¡Arthuuur! —El muchacho parecía tranquilo, tan sereno como lo había estado Meliodas. Entonces la albina vio la daga en su pecho, y supo lo que tenía que hacer. Supo que aún podía salvarlo. En cuanto lo tuvo en su regazo, tomó el mango en sus manos y lentamente comenzó a sacarla.
—¡Elizabeth! —gritó el rubio, alarmado.
—¡Ten fe en mí! —gritó mientras, al igual que hizo con él, derramaba toda su luz dentro de la herida—. No pierdas jamás la esperanza —Él guardó silencio mientras veía asombrado a su mujer, y se le cortó la respiración cuando vio emerger nuevamente sus alas. Cayó de rodillas a su lado y, tras mirarse un segundo, unió sus manos a las de ella para sacar el arma. Cuando esta abandonó el cuerpo de Arthur, la luz se volvió dorada. Y tras solo unos segundos de silencio, el chico se despertó de golpe tosiendo.
—¿Hermana? —Elizabeth lo abrazó con fuerza mientras lo mecía como a un niño pequeño—. Ya veo. ¿Estoy en el paraíso? —La albina rió con ganas mientras trataba de limpiarle la sangre del rostro, y paró cuando vio que el joven había empezado a llorar—. ¿Estamos muertos?
—Arthur...
—¡No! Por favor, ¡tú no puedes estar muerta!
—No lo estamos —Los ojos amatistas del joven voltearon lentamente a ver a Meliodas y, al reconocerlo, se desbordaron aún más de lágrimas—. Aunque es gracioso, yo pensé exactamente lo mismo. —La historia que habían vivido juntos se repitió en sus memorias en un solo segundo. De enemigos a amigos, de desconocidos a familia. Memorias de una tortura lejana se mezclaron con los sacrificios hechos en la última batalla y, al verse de nuevo juntos, el muchacho que había encontrado la lámpara por fin pudo verse libre de mentiras.
—Lo siento —susurró desde el fondo de su corazón—. Majestad, perdóneme.
—No hace falta —Tomando su mano, Meliodas sellaba de nuevo una promesa—. Te debo demasiado, y aún no he empezado a pagarte —La mirada de adoración que lanzó a Elizabeth se explicaba sola—. Mejor concentrémonos en el futuro inmediato.
—Estoy de acuerdo—intervino Zeldris—. Debemos estar cerca de la frontera. Más vale que sigamos avanzando.
—Vamos, muchacho —dijo Ban mientras ofrecía a Arthur una mano para levantarse—. Tú y yo también tenemos que saldar cuentas.
La joven diosa no podía estar más feliz. Estaban con vida, todos. Había esperanza. En el horizonte radiante se alcanzaba a ver una ciudadela y, para empezar de nuevo, lo único que debían hacer era alcanzarla. Dio un paso, segura que para ellos habría un mañana... y entonces sintió cómo las rodillas se le doblaban.
—¿Elizabeth? —Estaba cayendo. Antes de perder la conciencia, vió cómo Meliodas corría a ayudarla—. ¡Elizabeth!
*
Escena extra: El despertar del Séptimo Ejército
Cuando abrió los ojos, Derieri supo que estaba muerta. Debía estarlo. Había sido derrotada por el terrible Estarossa, y ahora, ante ella solo se abría la oscuridad eterna. Sin embargo, había algo extraño. ¿Por qué Monspeet no estaba con ella?
—Ah, claro —pensó destrozada—. Él ha ido al al cielo. Yo he hecho demasiadas cosas malas para alcanzarlo, y ahora, seguro estoy en algún lugar del infierno. —suspiró, resignada a su cruel destino, y cerró los ojos esperando el castigo de las llamas. Sin embargo, estás no llegaban.
—¡Eri'! —Una voz conocida llamó su nombre y, al abrirlos de nuevo, se encontró con el rostro resplandeciente de su hermana—. Ya despierta dormilona.
—¿Eh? —Eso no era posible. Rajine había sido demasiado buena, no podía estar en el infierno. Su teoría se corroboró al sentir un tremendo dolor cuando ella trató de quitarle las vendas. Los muertos no sienten nada—. Entonces, ¡¿estoy viva?! —Se sentó de golpe, tratando de entender dónde estaba, y descubrió que eran los túneles secretos de las habitaciones de la reina.
—Claro que sí, estúpida. Pero no lo estarás mucho tiempo si se te abren las heridas. ¡Ahora quieta! —Obediente ante las indicaciones de su hermana mayor, la pelinaranja recorrió con la mirada aquellas galerías ocultas. Parecía una especie de cueva, pero había sido acondicionada como cuartel. Decenas de camillas se agrupaban contra las paredes, y las personas acostadas en ellas roncaban o gemían.
—¿Qué fue lo que ocurrió? —Las manos de Rajine se detuvieron un segundo, y luego siguió trabajando con una sonrisa.
—Muchas cosas. —El Séptimo Ejército se había despertado. Ahora por fin comprendía todo, y había sido gracias al Pecado de la Cabra. Después de haber pasado semidormida muchos días por su hechizo, súbitamente había recuperado la conciencia. Entonces, una voz habló en su mente, y había repetido el mismo mensaje para cada uno de sus soldados.
—El castillo ha caído. Sin embargo, guerreros del rey, no teman. Mi nombre es Gowther, y como hechicero del sultán, es mi deber informarles sobre la próxima batalla. —Miles de imágenes desbordaron su cabeza, y entonces tuvieron tanto su explicación, como su plan y estrategia.
Arthur, dueño de la lámpara mágica, había ordenado hechizarlos para volverlos su ejército y entrar al reino. Después, había forjado una alianza con el sultán Meliodas y, preparándose para un golpe de estado, había colocado a sus hombres en el palacio. Cuando esto se dio y los traidores lo tomaron, se activó el conjuro que era su medida de emergencia. Las personas que habían estado dormidas por el control mental despertaron, y ahora, sabían exactamente lo que debían hacer. Rescatar a los supervivientes, ayudar a la gente a escapar, cuidar del pueblo. Todo con el mayor secreto, y ocultándose del tirano. Sí, la situación era terrible. Pero al menos ahora estaban en casa. La joven pelinaranja terminó de vendar a su hermana pequeña, y se le hizo un nudo en la garganta.
La había encontrado en condición crítica. En cuanto despertó, el comandante Gowther le había dado la misión de rescatarla. Logró llevarse el cuerpo antes de que Estarossa lo notara, pero había estado a punto de ser descubierta. La situación empeoró mucho cuando pidió ser un maestro de hechicería. Y mejoró nuevamente conforme iba cayendo en la locura. El nuevo sultán parecía tener la mente trastornada y, mientras un segundo perseguía al enemigo con fiereza, al siguiente lo olvidaba. Pero el mago pelimagenta siempre estaba alerta. Nadie sabía en qué parte del castillo se ocultaba, solo sabían que, gracias a él, siempre sabían exactamente qué pasaría. Aún no habían perdido la guerra. Había esperanza. Rajine volvió al presente al sentir como Derieri la tomaba del brazo.
—¿Raj, dónde está Monspeet? —Su silencio no duró ni un segundo cuando sintió cómo se aferraba a ella para zarandearla—. ¡¿Dónde está Monspeet?!
—Derieri... —Aquella voz ronca había salido del ocupante de la otra camilla, que estaba separada de la suya solo por una cortina.
—Eri', cálmate, y no lo vayas a mov... —No hizo caso. Desesperada, la pelinaranja saltó desde su lecho, arrancó la tela y se lanzó a la otra cama. Ahí estaba él, cubierto de vendas, con la tez mortalmente pálida y enormes ojeras. Para ella nunca se había visto más guapo.
—¡Idiota! —gritó alarmando a los ocupantes de las otras camas—. ¿Por qué hiciste esa estupidez? ¡¿Por qué no dejaste que me matara?!
—¿En serio tienes que preguntarlo? —Apenas se le había entendido de lo débil que estaba. Pero había suficiente explicación en su sonrisa. Levantó una mano con gran esfuerzo haciéndole señas de que lo abrazara. Ella en cambio se lanzó a besarlo con fiereza. Las vendas de ambos volvieron a ensangrentarse, casi se desmayaron del dolor de las heridas. Sin embargo, jamás se habían sentido tan felices. Rajine se les quedó mirando con los ojos como platos y, cuando por fin pudo procesarlo, se soltó a reír a carcajadas.
—Bueno, al parecer mis esfuerzos no fueron en vano. —A partir de ahí ya no pudo separarlos. Reposaron juntos en cama por muchos días, y mientras, ella seguía trabajando bajo las órdenes del mago. El panorama de su futuro siguió oscuro hasta que él le reveló la noticia. El sultán estaba vivo. Pero de momento, solo ella lo sabría.
***
Chan chan chaaaan *0* ¡Vuelve la esperanza! Esto apenas comienza, fufufu ^w^ ¿Qué les pareció? ¿Les sacó alguna lagrimilla? Yo andaba volada cuando lo escribí la primera vez, ¿y que creen? ¡Aún más en la segunda! XD Meliodas está de vuelta y, aunque el panorama aún es oscuro, sabemos que apenas está por librarse la verdadera batalla <3
Ahora vamos al secreto de este capítulo: ¿sabían que, originalmente, quien ayuda a Elizabeth con su sello era Gowther? *u* Y a su vez, no lo era, sino que otro genio disfrazado había tomado su apariencia para que ella se dejara ayudar. Ese era uno de los grandes misterios de mi obra original, quién lo había hecho. Pues verán, es que al inicio pensaba sacar una secuela, pero cuando el manga de Nakaba terminó y se me movieron los planes, me di cuenta de que no era necesaria. Este libro está bien tal cual es ^w^ y no requiere convertirse en saga. Pero quien sabe *w* tal vez después les revele un poco sobre mis borradores. Tenía a más genios, magia de caos y a Tristán en mis planes.
Los dejo con esta idea mientras nos vamos al segundo capítulo de hoy, fufufu. Nos vemos en la siguiente página.
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