V. Demetria


Género de terror

Como cada mañana, Demetria se levantaba a las siete y media, desayunaba cereales e iba a clase portando su bufanda amarilla que la protegía del frío. Al volver, la dejaba en la silla que había detrás de la puerta del salón, tomaba algo de comer y subía a su cuarto a estudiar, el cual solo dejaba una vez llegada las ocho de la noche.

Pero para Demetria aquella rutina era un poco distinta,

Como cada mañana, se levantaba a las siete y media, para después vigilar que el monstruo seguía dormitando debajo de la cama. Desayunaba cereales e iba a clase portando su viaja bufanda amarilla que no solo la protegía del frío, pues parecía que aquello odiaba ese color. Al volver, la dejaba en la silla detrás del salón, tomaba algo rápido y se mantenía escondida en su cuarto, mientras lloraba y el monstruo esperaba tras la puerta.

Nunca lo había visto completo. Un brazo, una especie de pierna, a veces solo una pequeña mancha entre la oscuridad. Sabía pocas cosas de él, pero Demetria ya se había hecho un aspecto completo del monstruo a través de las pequeñas piezas que tenía. De cuerpo redondeado donde, en la parte superior, unos ojos brillantes y amarillos observaban todo. Estaba segura de que no tenía cuello, sino que era una bola redondeada con dos extremidades. Sus brazos tenían dedos cortos, sin garras. La criatura nunca atacaba de forma física; no le hacía falta. Si poseía piernas (o patas) para Demetria era un misterio, pero creía que sí. En una ocasión creyó ver la silueta de dos grandes y bien curvados cuernos; sin embargo, no estaba segura. Aquel día de tormenta, un rayo surcó en el cielo y su luz iluminó el pasillo de la casa, si no hubiera sido porque parte de la sombra la tapaban los árboles del exterior, a lo mejor podría haber sabido el aspecto completo del monstruo.

Sabía que huir de él era imposible. Siempre la seguía a todas partes, como si ya formara parte de ella misma. De hecho, la propia Demetria lo asumió como parte de su identidad. Nunca supo cómo empezó aquello, pues fue tan gradualmente que, cuando supo de su existencia, ya era demasiado tarde. Pensó que nació de los insultos ajenos que siempre la acosaban, en ocasiones Demetria se preguntó si aquella figura se originó con ella y, durante años, se mantuvo como un feto hasta que algo la despertó. Puede que en el colegio le dieran de comer sin que ella lo supiera, cuando la seguía. El origen Demetria lo sabía, pero su cabeza lo bloqueaba. Necesitaba saberlo, de todas formas, necesitaba saber cómo aquella aberración pudo con ella.

Al principio la vio inofensiva, no le pareció nada importante. Estar deprimida de vez en cuando era algo normal, a todo el mundo le pasaba. Tenía amigos, hobbies, una familia, pero sobre todo, una vida que, aunque llena de problemas, ella creía poder afrontarla. Lo que Demetria desconocía era que poco a poco estar triste se volvió algo habitual. Los bajones frecuentes, la pérdida de interés en algunas actividades que antes disfrutaba, llorar durante horas. Detrás de la puerta de su habitación el monstruo aguardaba. De obligarle a estar triste, el monstruo siguió con los insultos. «No vales nada», «a nadie le importas», «¿qué sentido tiene intentarlo?», «nunca llegarás a nada».

Cuando Demetria fallaba, el monstruo la obligaba a ser perfecta, y así nació la humillación. La chica debía ser perfecta. Un fallo, por mínimo que fuera, el monstruo lo aprovechaba para recordárselo. Y ahí seguiría, junto a todos sus errores, incapaz de perdonarse, porque ¿cómo iba a hacerlo, si no valía para nada? Y, cuando se sintió más vulnerable, la bestia sonrió. Bajo sus ojos amarillos que brillaban en las tinieblas, una amplia boca surcó de lado a lado, y mostró unos dientes blancos y perfectos. Tan irreales que parecían sacados de un sueño que nunca tuvo alguien. Separó los dientes pero tras ellos no había lengua, lo único que quedaba era un vacío. «Mírate, con lo fea que eres a ti nadie te va a querer». Con el paso del tiempo encontraba nuevos defectos que echar en cara, llegado a un punto consiguió que Demetria se obsesionara con su cuerpo, con su forma de ser. Todo en ella parecía estar mal, cuando veía al resto de personas siempre conseguía encontrar algo bueno en ellas, pero no era capaz de ver algo bueno en sí misma, porque el monstruo se lo había borrado.

Al final su percepción de la realidad se rompió.

Al monstruo le gustaba tejer. Tejía mentiras de todos los colores, eran tan atrapantes que cuando agarrabas una te habías condenado. Sus colores hipnotizaban, cualquiera podía pensar que estaba sujetando un arcoiris, pero tras aquella mentira se encontraba algo maligno, algo tóxico e hiriente. Las mentiras estaban pintadas con autocompasión, la única vía de escape visible cuando la bestia te había domado. Y así, el monstruo conseguía que la gente consumiera más mentiras que les hundían y ataban a él.

Demetria no era la única con monstruo. Por alguna razón, podía ver que algunas personas también lo llevaban y, en su caso, podía ver a la perfección los monstruos ajenos, pero de vez en cuando otros no eran más que una sombra. Había de todo tipo, mosntruos diminutos, otros enormes; incluso las apareciencias eran distintas: desde cuatro cuernos hasta cuellos alargados. Algunos tenían extremidades, otros no. Le llamaba el hecho de ver cómo algunos eran capaces de controlar a sus monstruos, cómo podían verlos al contrario que ella. Pero, después de todo, a veces creía que su monstruo llevaba razón.

Con el paso del tiempo Demetria perdió a los pocos amigos que tenía por culpa del monstruo. Y, a su vez, el propio mosntruo le afirmaba que ellos tenían la culpa. Si no querían estar con ella era su culpa, gente mala, tóxica, que no hacía más que hacerle daño. La convenció de que por culpa de sus falsos amigos el monstruo había crecido, y que si de verdad hubieran sido amigos habrían seguido ahí. De la tristeza que le causaba perderlos, pasó a alegrarse por no tener a gente que le hacía daño en su vida, y les culpó de muchos de sus errores. Y, aun así, también se culpaba a sí misma.

Demetria podía tener la realidad delante, y el monstruo se encargaría de distorsionarla. Sus amigos decidieron alejarse de ella por consumirles también, como un puente de la bestia hacia otras personas. Rodeada de compañía el monstruo la volvió absorbente, necesitaba hablar de sus problemas pero también los infravaloraba. Le enseñó a exteriorizarlo todo y a culpar a los demás para sentirse mejor. Aquello era otra trampa, porque Demetria no se sentía mejor ni mucho menos, solo creía que aquel comportamiento la ayudaba.

Cuando el mosntruo hizo que perdiera el interés por sus aficiones, rompiera consigo misma y se alejara del mundo, solo le quedó su familia y las noches llenas de llanto. Y estos, que la querían y luchaban por ella, no pudieron hacer nada. La bufanda amarilla, la misma que le daba seguridad por lo bonita que era, ya no ahuyentaba al monstruo. Dejó de usarla. Las únicas palabras de apoyo que escuchaba, esas muestras de cariño que todavía quedaban, a la joven le costaba verlas. Su parte racional las observaba y guardaba como si fuera una esfera llena de sentimientos positivos que debía conservar en un estante, pero el monstruo, que ya había ganado terreno, seguía con su red de mentiras. «Ellos no te quieren, ¿no lo ves?», «a nadie le importas, ni a ti misma», «no vales nada».

Cuando ya nada merecía la pena, a Demetria le gustaba tallarse. Su cuerpo era un lienzo a la espera de que alguien lo usara, y los objetos afilados el pincel que le daba vida. No le gustaba, odiaba aquel dolor y el escozor de después, tampoco le agradaba la misma idea de tener que ocultarlo durante semanas hasta que las marcas se fueran, solo para volver a repetirlas. Pero creía que se lo merecía, había caído tan bajo que necesitaba un castigo, y era aquel sufrimiento. Mientras de los cortes emanaban pequeñas burbujas de sangre, el monstruo reía a lo lejos. «Te odio», «mereces irte», eran los mensajes que se escribía. Más temprano que tarde se convirtió en su vicio, donde necesitaba hacerse daño y ver que la sangre saliera de su cuerpo.

Las ideas de irse asolaban por la cabeza de Demetria y, de no haber sido porque la chica no se atrevía a hacerlo, el mosntruo ya habría ganado.

Un día, cuando fue al baño en plena noche, Demetria vio una figura en el espejo del baño. No encedió la luz, se quedó en el marco de la puerta, sin ser capaz de entrar y poder ver bien la figura de aquel que le había destrozado por completo. Sabía bien que era el monstruo, sus ojos amarillos eran inconfundibles desde la oscuridad; lo único que brillaba en un mar de tinieblas. Aceptó que debía entrar y mirar en el espejo para averiguar por fin qué aspecto tenía el monstruo, porque era lo único que todavía le provocaba algún interés. Pero cuando Demetria, todavía bañada por la oscuridad, se asomó para divisar la figura en el espejo, solo se encontró a sí misma.

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