II. Recuerdos que afloran
La nieve caía sobre la ciudad con elegancia, como si estuviera haciendo una especie de baile con el viento. Los copos daban giros lentos pero gráciles, cuidando cada movimiento del espectáculo, un espectáculo que moría cuando estos caían al suelo. Sin embargo, otros seguían con su trabajo, mostrando una obra maestra en compañía del aire.
Aquello, que sonaba tan estúpido, me entretenía. Daba gracias a no decirlo en voz alta, más bien a callarlo y, en respuesta, soltar una risita que la gente de mi alrededor no entendía.
Me hallaba en la entrada de una ciudad, que, más bien, era una zona comercial con una carretera enfrente. Había venido en autobús, mientras el conductor me daba una charla —que me importaba más bien poco— sobre la gente de la ciudad. Daba gracias a no haber sido una mujer, pues mi mejor amiga me contaba que le tiraba los tejos. Qué señor tan desagradable.
Los edificios en los que vivía la gente tenían el techo blanco, y se alzaban sobre el lugar en el que me encontraba. Era un paisaje que siempre me había maravillado, de pequeño entre mi pueblo y este lugar se alzaba un muro que rodeada la ciudad (el cual sigue en pie). Ahora que había crecido un poco, pude entrar por primera vez aquí, y esta era la sexta.
La villa había sido construida a lo largo de la ladera de una montaña, pudiéndose mostrar a los pueblos que la rodeaban. Siempre me pareció una idea fantástica, pues crecí viendo un sitio con el que añoraba visitar.
Así que llegábamos al día de doy, subiendo unas escaleras para llegar a una especie de plaza, con una fuente en medio y rodeado de lugares de interés. En realidad, el motivo de mi visita era que, en enero, la Boutique más famosa hacía rebajas este mes, antes de cambiar a la colección de primavera. Era curioso que esta empezara en febrero.
Cuando di varios pasos para mirar si en la fuente alguien había tirado alguna que otra moneda (porque pensaba robarla, no iba a negarlo), vi que, en el teatro, entraba alguien que me resultó familiar. Meneé la cabeza, creyendo que serían imaginaciones mías, pues estaba seguro de que habría más animales con un pelo castaño. Pero ¿y esa cola de ardilla? No, estaba seguro de que sería otra.
Seguí mi camino, ignorando hasta la fuente y me adentré en la Boutique Miribelle, grande y muy decorada. Presentaba muebles y ropa únicos y exclusivos, con una alta gama en diseño y calidad. No iba a mentir, sus prendas me resultaban una horterada. Tenía una camiseta con un diseño de cebra, aún recuerdo ver a dicho animal con esa ropa. ¿Qué sentido tenía eso?
La dependienta era una zorrita muy mona, que siempre poseía una sonrisa. Ella me siguió tras entrar y como si nada, vi una cómoda alargada, con dos cajones cuyas asas eran doradas. El material negro de la que estaba hecha formaba un conjunto muy elegante. No miré nada más, tampoco es que lo hubiera (casi todo estaba agotado).
—Quiero esto —dije, decidido y confiado en que mi situación era de la mejor.
—Por supuesto, a finales de mes se lo llevaremos a casa —contestó. Una vez di mi dirección y pagué el precio, me fui de la tienda, en busca de más cosas interesantes que hacer.
A los lados de la Boutique se expandían dos urbanizaciones que eran idénticas, rodeadas de edificios y con un único espacio de entrada y salida. En el de la derecha alguien decidió construir una cafetería que yo solía visitar.
Como si el tiempo se congelara, o quizás el resto del mundo, la vi salir. Era la misma ardilla, con sus mismos característicos dientes en forma de pala, sus ojos castaños y unas mejillas con un marrón más claro. Era ella, y yo no me lo podía creer.
Me quedé estático en el mismo sitio, sin saber qué hacer. ¿Era buena idea que volviéramos a hablar? ¿Sería mejor dejarlo? Puede que ella también me hubiera visto, incluso que me hubiera ignorado. Sí, seguro. Fui en dirección a la cafetería, dispuesto a olvidar aquel pensamiento tan loco de mi cabeza.
Con un aroma a café y leche, rodeado de plantas y una música de fondo, el edificio siempre me parecía idóneo. La dueña, una gata negra, había tenido que contratar a un encargado para que la ayudara, todo por la fama del lugar. De vez en cuando servían postres de todo tipo, y a mí me parecía perfecto.
En invierno las mesas que se colocaban en el exterior en pleno verano no estaban, así que debía entrar al interior. Por suerte para mí, había lugares libres. En el Café Capulæ había una norma que no estaba escrita: mantener el silencio. Ni siquiera la había puesto la dueña, Selenia, sino que los propios clientes la habíamos impuesto.
Quizás era porque queríamos deleitarnos con esa melodía que sonaba de fondo, o porque así surgía la magia al beber café. Puede que, sin más, la cafetería nos susurrara al oído que no debíamos hablar muy alto. Todo aquel nuevo que entraba la cumplía sin rechistar, como si apenas pasara por la puerta ya se lo dijéramos con la mirada.
—¿Algo que te tenga preocupado? —me preguntó Selenia, mientras se acercaba a mi mesa con una agenda.
Ya había hablado con ella antes, pues, a pesar de no haber visitado mucho la ciudad, había cogido algo de trato con ella fuera de aquí. La gata no vivía en la ciudad, sino en un pueblo vecino al mío.
—Oh, nada interesante, he visto a alguien —respondí, mirando la carta. Había crepes y los crepes eran sagrados, jamás había probado tal delicioso manjar.
—¿Y qué problema hay? —Se encogió de hombros, entrecerraba los ojos puesto que la luz de la ventana le daba en la cara.
—Es complicado, antes éramos amigos, pero las cosas se torcieron. —Señalé los crepes y un café de sabor vainilla que había en la carta y se la entregué—. Esto.
Selenia no pareció contestarme, anotó mi pedido y se fue tras la barra, pensé que cuando volviera la charla se retomaría, pero en su lugar apareció Naranjito.
Al final fui yo quien tuvo una charla conmigo mismo. Más bien, fue un debate. ¿Qué hacer? Aquella ardilla fue mi amiga durante tres años y dos meses, hasta que dejamos de hablarnos. Con el tiempo me di cuenta de que aquella discusión, a pesar de parecer una estupidez, tenía un trasfondo de muchas cosas.
Creo que el detonante fue que ella no me escuchara aquel verano, de que me comparara con su otro amigo, haciéndome sentir como si yo no fuera nada en su vida. Aún recuerdo cómo cada vez que hacía algo me echaba en cara que él lo hacía mejor, o que yo no le hacía reír, o que no teníamos tantos temas de los que hablar. «Pero yo te sigo prefiriendo a ti», me decía como excusa.
Hoy, que soy mayor, he aprendido a que a los animales no se nos prefiere más que a otros, porque un amigo no es algo que se pueda comparar.
Cuando terminé mi café los crepes, dejé el dinero sobre la mesa (con un poco de propina) y me largué. No tenía muchas ganas de seguir ahí, entre mis pensamientos. Terminó resultando ser peor, pues volví a ver a la misma ardilla, acompañada de otras dos chicas más que yo no conocía. Estaba a lo lejos, entrando en la Boutique. Los recuerdos volvieron a mí, revolviéndome el estómago.
Pese a que había pasado mucho tiempo y el rencor se había disipado, aquellos que te han hondado en el corazón nunca se olvidan. Porque ella fue muy importante para mí y aprendí a que los que nos importan nunca los vamos a olvidar.
Cuando pasé por delante de la Boutique no pude evitar echar un vistazo rápido a través de la puerta de cristal. Allí estaba ella, Aileen miraba la ropa, pero parecía abstraída en su mundo. Antes de que notara mi presencia me largué, y decidí pasarme por otra tienda que había, no de tan alta gama, pero con ropa que sí me gustaba.
Cuando entré no había nadie más que las dos erizas que se encargaban del lugar. Me tensó el encontrarme solo, pues me sentía incómodo. No pude evitar pensar que, cerca de mí, Aileen estaba haciendo lo mismo que yo. A fin de cuentas, ¿por qué evitarla? Seguramente ella pasaría de mí si me viera por su lado.
Recordé que, al empezar el otoño antes de dejar de hablarnos, como resultado de las comparaciones que hacía conmigo, me motivó a irme a los brazos de otro chico. Fue un mal momento, porque estaba pasando por la peor etapa de su vida y yo, que me había cegado con otro, la ignoraba. Me pidió ayuda y consejo, y yo nunca le di nada de lo que me pidió.
No estaba muy orgulloso de ello, y a día de hoy me arrepiento, pero tampoco podía hacer nada para cambiarlo.
Algo me llamó la atención, había entrado a mirar solamente, cuando vi un chaleco azul, de tela gruesa muy suave que abrigaba muchísimo. Era precioso, y por si fuera poco todavía me sobraba dinero para comprarlo.
Comprobé si había alguno de mi talla, me lo puse para asegurarme de que me quedaba bien y después me lo coloqué sobre el brazo. Permanecí un poco más para aprovechar el calor del local, afuera nevaba y hacía un frío polar.
Una vez salí tuve la suerte de que no estaba Aileen. Fue ahí cuando me di cuenta de una cosa: ¿quería hablarle en el fondo? ¿Arreglar las cosas? Había tenido más de dos años para pensarlo, seguro que los dos habíamos madurado y cambiado, por lo que estaba seguro de que no sería tan mala idea. Por otra parte, si aquella relación se rompió fue por algo.
Decidí entrar al teatro, un monólogo cómico me vendría bien. Y así era, en el teatro trabajaba un señor conocido como Saito, no es que hiciera demasiada gracia, pero entretenía lo que decía y te hacía pensar. Yo necesitaba ambas cosas, por lo que me vino genial.
—Todos tenemos los típicos vecinos que tienen como cinco hijos que cada uno es más puñetero que el otro —comenzaba así uno de sus monólogos. Me senté en una butaca de la tercera fila, para estar algo apartado. Había algo de público, entre ellos un águila que comía palomitas—. Que luego, encima, las madres son más cotorras que las palomas. Así que estoy yo ayer en mi urbanización, y escucho a dos desde el balcón, y una le pregunta a la otra: «Ay, Mari, mis hijos no dan más que por culo, así que los he apuntao' a clases de algo».
El número terminaba con la misma vecina diciéndole a la tal Mari que uno de sus hijos había asistido a clases de chino y ahora la perseguía por la casa, además de perder a otro tras mandarle a hacer bici a alguna parte. Por una vez el número me hizo algo de gracia.
Pero mis pensamientos volvieron cuando la vi a ella, junto a las chicas de antes (una cabra y una gata) en la fuente. Lo primero que hice fue girarme para entrar al banco, que estaba al lado del teatro y era lo más cercano que me pillaba.
Sentí como una especie de miedo a que me hablara y que aquello volviera. Porque tras ignorarla en el peor momento de su vida, volvimos a hablar. Por aquel entonces descubrí que aquel chico me había hecho falsas ilusiones y yo me di cuenta de que la había abandonado por una falsa esperanza. A ella, con quien había pasado por tantas cosas.
Pero claro, ya había sucedido todo lo malo y ella ya estaba mejor, por lo que no pude darle ningún apoyo. Yo intenté pedirle disculpas, una y otra vez, hasta que al final me «perdonó». En realidad no lo hizo, y me dolió que me mintiera, que me dijera eso para luego echarme en cara las cosas que hacía mal. Quizás yo también fui muy pesado y casi que la obligué a perdonarme...
Ante la mirada recelosa de la cajera, decidí acercarme y, como no tenía mucho dinero en la cartera, saqué un poco más de lo que tenía ahorrado. Si me sobraba algo ya lo guardaría en el cajero del pueblo, porque tampoco quería que la mujer pensara que había entrado a hacer el tonto.
Al salir Aileen ya no estaba, y yo suspiré aliviado. ¿Se habría vuelto a su pueblo? Recordaba que hace años éramos de pueblos cercanos, cómo nos visitábamos, cómo quedábamos en el mío, al final de una cuestecita, aquellos días de verano hasta que de nuestro grupo de amigos solo quedamos nosotros dos.
Entonces, como si el mundo me odiara, la vi a lo lejos, de espaldas y entrando a otro local. Me pregunté qué sería de su vida, cómo habría evolucionado. Desde luego, había hecho nuevas amistades. Yo seguí por mi camino, y me acerqué a una calle diminuta que desembocaba en un puesto de adivinación, pero no quería ir allí precisamente. Me vendría mejor seguir con mis tareas que estar pendiente de las suyas.
Al pensar en los cambios me acordé de que tenía el pelo un poco largo y desarreglado, y ya iba siendo hora de modificar mi imagen. Tras comprarme un chaleco, quizás podría pasar por la zapatería a por unos zapatos a juego. Pagué lo que debía una vez me miré al espejo y me gustó lo que vi. La peluquera de la ciudad era bastante buena a mi parecer.
Fue mientras estaba comprando zapatos, cuando me asomé por la ventana y descubrí a Aileen en el exterior, esta vez sola. Ella giró la cabeza y nuestras miradas se cruzaron, pero ninguno de los dos hizo ningún gesto, sin más, nos miramos hasta que yo me di la vuelta para seguir con mis compras. Fue como si estuviera esperando a que yo le dijera algo.
Los recuerdos volvieron a mi cabeza, pensando en aquella última época de paz que tuvimos. Aquel dulce y delicioso momento en el que decidí hacerle un precioso regalo: un collar. Llevaba impreso mi nombre, y le dije que era para que me tuviera siempre consigo, que a pesar de todo, yo siempre estaría allí. Fueron unos meses muy dulces, hasta que la primavera llegó.
A partir de entonces las cosas se tensaron, porque rechazó mi regalo, rechazando así todo lo que hice. Me dijo que quería más a otro animal y que ya no sentía lo mismo por mí. Me dolió tanto que estuve días aislado de todo.
—Hoy hace un día triste —dije, ya en el exterior, en una de las urbanizaciones. Me hallaba sentado en un banco, porque estar en la zona comercial me incomodaba—. En fin, lo he superado todo ya, ¿no?
Y así era, pero el hecho de volver a verla me hacía sentir incómodo pues recordaba una y otra vez lo mismo. A mi mente volvió esa imagen de abril, con los cerezos en flor. Mientras me decía que prefería a otra chica antes que a mí, alguien que no había hecho ni la mitad de cosas que yo. Me sintió mal, para luego enfurecerme con el tiempo.
Entonces me di cuenta de que ella había hecho lo mismo que yo, y fue aún peor. Porque sí, lo mío no tenía excusa, pero me cabreó tanto que, después de haberse tirado más de medio año echándomelo en cara, hiciera lo mismo. Y sí, yo me encontraba en un momento bueno de mi vida, pero eso no quitaba que me hiciera daño.
La nieve poco a poco comenzaba a parar de caer, de tal forma que el sol podría salir dentro de poco. Quizás eso era lo que esperaba con Aileen, volver a recuperar una amistad que se perdió con el tiempo. El miedo a encontrármela por temor a que todo surgiera de nuevo era ocasionado por eso, porque en el fondo quería arreglarlo todo. Éramos más maduros, seguro que todo se solucionaría.
Así que me levanté del banco y, con el corazón latiendo a toda prisa, temeroso de que algo malo sucediera, me puse a buscar a Aileen por la ciudad. ¿Cómo le sacaría el tema? Tampoco creo que importara, ella ya me había visto, sabía que estaba aquí.
Y así mi memoria llegó a aquel día de la separación, en el que yo tropecé, ella se rio y, molesto, empecé a decirle que era una estúpida. Nuestra relación ya estaba distante, pero no tan tensa como en primavera. El verano acababa de empezar y parecía que con él nuestros problemas se habían alejado, pero no fue así. Porque tras insultarla ella, enfurecida, comenzó a gritarme que no pasaba nada por eso.
—Claro, porque es muy fácil burlarse de mí y jugar conmigo, como siempre haces —le había respondido yo, mientras me levantaba del suelo.
—Mira quién habló, el que quiere controlar cada detalle de lo que pasa —fue su respuesta, en señal a que yo siempre parecía que iba detrás a obligarle a hacer cosas que no quería.
Y así terminó todo, mientras yo le decía que pasaba de ella, que no la quería más en mi vida. Aileen, con una mirada lagrimosa, me dijo que muy bien, que si yo quería tirar a la basura tres años de amistad que por ella perfecto.
—La amistad se fue a la basura hace tiempo, cuando tú me demostraste que yo no te importaba. Que yo no era más que un juguete para ti —le dije por última vez, mientras se iba rumbo a su hogar, fuera de mi pueblo.
A veces uno no pelea por una tontería, sino por las cosas que se calla. Aquellos detalles que nos matan por dentro y afloran de una forma u otra.
Eso me pasó con ella.
Pero cuando fui a arreglarlo todo con ella la realidad me ofreció un duro golpe: Aileen ya estaba cogiendo el autobús en dirección a casa. Para cuando yo me acerqué a la parada el vehículo ya se había marchado y lo último que hice fue mirar a mi ex amiga por última vez. En efecto, aquella fue la última vez que nos veríamos en nuestras vidas.
Me recompuse y suspiré, pues me di cuenta de una cosa: que a veces tenemos que dejar marchar a la gente, puesto que no todos se merecen estar a nuestro lado. Que es mejor apartar a aquellos que ya no nos aportan nada que no sea recuerdos. Que la vida es así, las cosas vienen y van, pero algunas están para quedarse.
Porque se puede perdonar sin olvidar, superar sin dejar de añorar. Apartando lo malo, y dejando lo bueno, pero sabiendo que aquello no debe volver a pasar jamás.
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Jugando a Animal Crossing en su versión de Wii, mientras estaba en la ciudad siempre me imaginaba una escena en la que dos personajes se reencuentran, en ocasiones hablaban, en otras simplemente se miraban pero no llegaban a hablar.
En esta ocasión decidí hacerlo así para transmitir un mensaje, pero o diré cuál, pues prefiero que cada uno de vosotros entienda la historia como mejor le plazca.
¡Hasta más ver!
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