I. La Dama del Fin del Mundo

Género de Fantasía.



Había una vez, hace mucho, pero que muchísimo tiempo, una chica que no era ni humana ni animal. Ella era la propia vegetación, su susurro se extendía por cada rincón de los bosques, el nacimiento de una nueva flor era también el suyo, el rozar de las hojas era el rozar de su cuerpo. La joven tenía muchos dones, uno de ellos era el de crear y destruir vida vegetal a su antojo.

Otro era el de transformar su cuerpo en cualquier cosa que ella deseara. Podía ser la luz de la luna acariciando en los árboles, podía ser una simple brizna de hierba, hasta una nueva flor que estaba creciendo apenas el invierno terminaba. No tenía límites, pues ella era la Diosa de la Vegetación.

Como Diosa, su deber era no interferir en la vida natural de las cosas. Pese a haber creado a las plantas, no se le permitía hacer algún cambio en ellas, o sería terriblemente castigada. Quizás por eso odiara a los humanos. Ellos mataban sus bosques, la mataban a ella, pero ¿es que acaso era capaz de hacer algo? Claro que sí, mas ello podría tener graves consecuencias.

«Oh, dulce impotencia, mi amiga de todos los días», pensaba. Sí, quizás eliminar los sentimientos sería su salvación. Así no sufriría al saber que ya había más ciudades que bosques, que algún día ella no haría falta, o incluso peor, sentir que aquello que creó no eran más que plantas atrapadas en cristales, muertas en vida.

¿Acaso era lo que le dolía tanto? Sabía muchas cosas, al fin y al cabo, era una Diosa, pero no se conocía a sí misma. Había hablado con los otros Dioses y estos le habían dicho que no podía hacer nada. «Es el curso de la vida, si interferimos podríamos destrozar el propio universo», le decían siempre. Después ella notaba que tenían una voz dolorida al ver que ellos también querían hacer algo.

¿Le lastimaba saber que era mejor no hacer nada? Ojalá lo supiera, ojalá no tuviera sentimientos, ni esa asquerosa apariencia humana que había cogido en ese instante. Si se transformó en uno de ellos fue porque quería averiguar por qué tanto empeño en destruirlo todo a su paso. Así, de esa forma, a lo mejor acababa entendiendo sus motivos.

Una lágrima cayó de su ojo, una lágrima rebelde, de esas que todo el mundo solía reprimir, pero que gritaba: «el dolor merece salir», entonces descendió por su mejilla y cayó a un abismo sin fin, perdida para siempre.

Y así, la joven Diosa, que de joven tenía poco, pues su origen era el mismo que el del Universo, contempló lo que parecía ser un acantilado. Sobre el borde de la ladera de una montaña podía contemplar el relieve ascendiendo y descendiendo por todas partes, un río corría debajo de sus pies, albergando peces que nadaban sin preocupaciones. La primavera había dado sus frutos y las montañas no sólo estaban verdes, parecían un extenso lienzo pintado de rojo, amarillo e incluso azul.

Estaban llenas de árboles, formando un hermoso y maravilloso bosque virgen. Pero para ella no era un simple bosque, era un hogar. El hogar de muchas especies que convivían juntas. Podía sentirlo en las ramas de los árboles, o en los pétalos de las flores. Temía por el bosque que se extendía por las montañas, con miedo a que los humanos lo talaran.

La diosa había elegido la apariencia de una chica joven, de apenas quince años, con un pelo negro (ligeramente verdoso) y unos ojos tan verdes que parecían contener el bosque en ellos. Se había hecho unas trenzas pues, para ella, eran como el tronco de dos árboles entrelazados. También se había puesto una flor en el pelo, para que así se sintiera en contacto con lo que era. Su única ropa era una túnica, blanca y limpia, con unas sandalias en los pies.

Se levantó y caminó por la montaña, dirigiéndose al otro lado. En realidad, lo que le interesaba de allí era una pequeña ciudad que había no muy lejos. Quería conocer aquello llamado civilización y explorar sus secretos. Mas no se atrevía, aquello no formaba parte de ella. Y así, cuando hubo llegado al otro extremo de la montaña, se dedicó a contemplarla desde lo lejos antes de cerrar los ojos y dormirse.

Como una cobarde.

Cuando abrió los ojos se encontró con un cielo naranja. De alguna forma le recordó a un zumo producto de la frutas de mismo nombre, cosa que le causó gracia. Aunque ella no lo sabía, dormirse allí fue una gran suerte para ella, pues si no hubiera sido así, no habría pasado lo siguiente.

Caminando entre la espesura, decidida a esconderse, algo le quitó el aliento. Entre unos matorrales llenos de fruta había un chico joven, posiblemente de la misma edad que ella aparentaba tener. Él tenía la ropa algo sucia, y el pelo castaño claro estaba despeinado, tenía una cara dulce e inocente, llena de pecas. Se fijó en que llevaba un bloc de dibujo y le animó saber que dibujaba la naturaleza.

Dado que la Diosa no se molestó en ocultar su presencia, el chico se percató de esta. En ese momento levantó la cabeza, ignorando por completo lo que estaba haciendo y la vio a ella. Le llamó la atención su vestimenta, la cual nunca había visto y le recordó a los antiguos egipcios.

—Hola —dijo él, intentando sonar cortés. También añadió una sonrisa.

En otra ocasión la Diosa habría saludado, puede que sonando desagradable para evitar una conversación; en otra ocasión hasta se habría dado la vuelta e ignorado al chico, pero en ese momento estaba dolida y cansada de todo. Por si fuera poco, se sentía una cobarde por ser incapaz de entrar a la ciudad. Llevaba años, quizás siglos, resentida y dañada. La Diosa se acercó a él, se sentó en el suelo y preguntó:

—Hola, ¿qué estás dibujando?

Pareció que la pregunta animó al chico, pues él le dejó su bloc para que pasara las hojas si ella quería.

—El bosque, lo veo desde mi ventana siempre, pero nunca he sido capaz de entrar aquí. —La Diosa no respondió, se dedicó a mirarle, incrédula y fascinada por aquella respuesta. Nunca se habría imaginado que existieran humanos que todavía amaran lo que ella era.

Vio que el dibujo representaba, en efecto, el entorno en el que estaban. Era un dibujo hecho a lápiz muy bonito, pese a estar inacabado, podía distinguir el detalle de las hojas o las líneas irregulares de los troncos. Pero lo mejor era que, como la naturaleza, ese dibujo era imperfecto y, quizás, eso era lo que más belleza le daba.

—Dibujas muy bien —le dijo, pasando las hojas y viendo por encima que también retrataba calles o incluso pájaros—. Es precioso todo lo que haces.

Él se sonrojó y, con un movimiento suave, dio a entender que quería que le devolviera su bloc.

—Gracias —contestó una vez tenía el cuaderno en la mano—. Aunque no dibujo tan bien.

Ella meneó la cabeza.

—Eso no importa, lo importante es que te gusta, ¿no?

—Puede —repuso él, concentrado en el dibujo.

Se levantó con suavidad y se limpió un poco la ropa, aunque eso tampoco importaba mucho dadas las circunstancias.

—Tengo que irme, ya es tarde —dijo, intentando poner una tierna voz infantil—. ¿Quieres que volvamos juntos?

A la Diosa eso le pilló por sorpresa. Sí, podría haberle seguido el juego, entrar a ese pueblo o ciudad (ya le daba igual lo que fuera, tampoco es que lo distinguiera) y en algún momento fingir que su casa estaba en algún barrio, dividiendo sus caminos. Pero no, le tenía miedo.

—Me quedaré por aquí —respondió, vacilando sobre si era la mejor respuesta.

Él se sorprendió.

—Bueno, como quieras... ¿Puedo preguntar por qué?

—Me gusta el bosque —replicó. Pero no era del todo cierto, ella era el bosque.

El chico miró su reloj para asegurarse de que tenía tiempo para llegar a casa y que no se le echara la noche encima. Después de hacer un gesto con la mano para despedirse, echó a andar dirección a su casa, pero entonces se dio media vuelta y se giró.

—Oye —dijo—, ¿sueles venir mucho por aquí?

—Todos los días. —Aquella voz sonó dulce y melodiosa, como el silbar de un pájaro. No sonó humana, pero eso ni significaba que fuera estridente o perturbadora, sino al contrario, amable y cálida.

El muchacho se dio media vuelta, con una enorme sonrisa en la boca.

—Genial, me llamo Innis —se presentó, luego la Diosa empezó a ver que sus manos temblaban—. Sé que suena raro, por favor, no te rías.

Ella sonrió.

—¡Pues a mí me parece un nombre precioso! —exclamó, llena de euforia. Lo hizo para contentarle, para transmitirle una felicidad que ella llevaba mucho tiempo sin tener.

—Tonterías —se excusó Innis, avergonzado—. ¿Y tú?

Como Diosa, ella no tenía un nombre que usar. Es más, jamás había necesitado uno, siempre había dicho alguno al azar, pero esa vez fue distinto. Ella quería seguir viéndole, y para ello necesitaba un nombre.

—Akina —respondió. Lo había oído hacía un tiempo y le gustaba demasiado.

Y así, Innis y Akina, la Diosa de la Vegetación, se conocieron. Ambas almas solitarias que se cruzaron, en busca de alguien con quien hablar. Esa misma noche ambos lloraron en sus lechos, pero no de tristeza. Estaban felices por haber encontrado a alguien que atravesó su corazón.

Los siguientes días, Innis iba todos los días por la tarde al lugar en el que se conocieron. Al principio hablaban de cosas sin nimiedad, y ninguno de los dos indagaba en las contestaciones extrañas que le daba el otro. Con el tiempo, optaron por quedar en un sitio específico a una hora fija. Y así surgió su amistad.

Un día, Akina decidió hacer una pregunta de la que sabía que se arrepentiría. Ya habían pasado dos años y descubrió que, por aquel entonces, Innis tenía quince. Casi no había días en el que no se veían. Tras dos años, ambos tenían preguntas que hacer al otro, pero por miedo a romper su amistad se las guardaban.

—Oye, ¿por qué tienes casi siempre tiempo para ir a verme? —inquirió. Y sabía que, tras ello, más preguntas tendría que contestar. Los Dioses le dijeron que no le confesara a un mortal su identidad, pero ¿ellos habrían hecho lo mismo? Lo dudaba.

—Porque no tengo amigos, tengo que estudiar, sí, pero ese tiempo de socializar con otra gente no lo ocupo —lo dijo mirando a la nada, evitando la mirada, avergonzado. Mas no hizo otra pregunta.

En aquel momento Akina se dio cuenta de por qué en dos años ninguno había hecho preguntas personales al otro: el miedo les frenaba. ¿Y si indagaban en lo que no debían? Claro, hacerlo haría que posiblemente perdieran lo único que ellos tenían en el mundo. Y de repente se dio cuenta de algo muy triste: eran desconocidos. Durante años habían intercambiado frases, información, gustos, pero nada jamás de sus vidas. Ella, harta, dejó escapar una lágrima.

—¿Qué sucede? —preguntó él, asustado.

—Ven —dijo ella, nerviosa y asustada, mientras se levantaba de la hierba. Era un verano caluroso, los árboles estaban inundados de hojas de tonos oscuros. La hierba estaba seca y las flores de la primavera se habían marchitado. Había visto pasar dos veces las estaciones en aquel bosque, sólo por él.

Entrelazando los dedos de su mano, ella se adentró en lo más profundo mientras Innis la miraba. «No tendría que haberme intentado abrir con ella», pensó, arrepentido. Pese a que las hojas le daban en la cara, parecían no existir en sus cuerpos, sólo sus pensamientos.

Una vez en lo más profundo, Innis estaba más nervioso que nunca. ¿Qué hacían ahí? ¿Por qué le había traído hasta ese lugar tan apartado? Tenía miedo, a lo mejor ese era el fin de su amistad, quizás estaría de nuevo solo. La soledad..., su única compañía.

—Me he dado cuenta de que en tanto tiempo no nos hemos abierto el uno al otro por una sencilla razón —dijo Akina, llevándose las manos al pecho. Ya no importaba, si la fastidiaba nadie le creería. Al fin y al cabo, por el mundo existían muchas leyendas y en el peor de los casos ella terminaría siendo una de ellas—. Somos unos desconocidos.

Innis dio un paso atrás, confundido.

—Pero si hace mucho que nos conocemos.

—No —repuso la Diosa con rapidez—, ninguno hemos hablado de nuestras vidas, ¿y sabes por qué? —Pese al nerviosismo, supo mantener una voz dulce y suave, tan cálida como el verano.

—¿Por qué? —preguntó. Una brisa de aire le removió el cabello castaño, era cálida y abrasadora. Estaban en una espesura en la que apenas había espacio y, sin embargo, no dejaba de ser hermosa.

—Ambos tenemos miedo de perdernos el uno al otro —respondió—. Verás, es fácil mantener una amistad superficial, porque no requiere esfuerzo, no es necesario conocer a esa persona, sino mantener un momento divertido. No es necesario estar ahí cuando el otro llora y mostrar interés.

—Pero tú me importas.

Ella asintió, con una sonrisa en la boca.

—Y por eso no te abriste. Cada uno tiene una oscura vida que contar y hablar de nuestros problemas constantes y penas hace que temamos perder al otro, cansado de escucharnos —Esa vez escupió las palabras, deseadoras de salir. Supieron agrias y secas, con un toque a tristeza—. Pero yo no sé lo que es tener a alguien.

—Yo sí, la gente se cansa de mí. Supongo que soy demasiado negativo —confesó. Encogió los hombros en señal de resignación.

Akina hizo crear con sus dones una flor de entre la tierra que había entre ambos. Era nueva en el mundo, pétalos rizados y de los colores del arcoíris, con un tallo doble y verde. Desprendía brillos semejantes a la purpurina. Innis la miró, asombrado.

—¡¿Cómo has hecho eso?! —exclamó, sin creer lo que veían sus ojos. Entonces comprendió lo que le estaba diciendo Akina: eran desconocidos que no habían profundizado nunca. Sintió miedo de que ella le volviera a dejar solo, de que hiciera como todo el mundo.

¿Y qué le iba a decir de él? ¿Que tenía depresión? ¿Que era alguien tóxico y que necesitaba la aprobación de los demás porque él se la negaba a sí mismo? Seguramente eso haría que huyera de su presencia, pero tampoco le importaba.

O eso quería hacerse creer.

—Soy una Diosa, la Diosa de la Naturaleza, o de la Vegetación, como prefieras llamarme —confesó. Esa frase le resultó tan extraña pues jamás había existido la necesidad de decírsela a un mortal. Si alguna vez en su vida había sentido pánico no había sido ni la mitad de duro que el que tenía en esos momentos. Quizás era la primera vez que lo experimentaba—. Se supone que debo mantenerme al margen para que todo siga su curso, pero tampoco creo que haya sido la única en decirle a alguien quién soy.

La respuesta que obtuvo fue un enorme silencio por parte de su amigo. ¿Seguirían siendo amigos? ¿Seguirían estando juntos hasta el día en el que él muriera? ¿Se lo creería? Tenía muchas preguntas en la cabeza, pero terminó por llorar hasta que su cara se puso roja y las mejillas se le encendieron. Simplemente dijo:

—¿Me aceptarás? —No era una pregunta, sino una súplica.

Él dio un paso atrás, y otro. Luego se detuvo y empezó a ir hacia delante con toda la velocidad que pudo hasta abrazar a Akina y envolverla con sus brazos mientras la apretaba. Y sus alientos se convirtieron en uno.

—Siempre —contestó. Otro le habría preguntado miles de cosas, o habría huido. Pero él no, claro que quería muchísimas explicaciones, y las tendría, pero lo importante era que su amiga era una Diosa y él la aceptaba.

Pasaron la tarde juntos, en la ladera de la montaña mirando la ciudad. Aquel día le tocaba a él hablar sobre su vida.

—Mi padre murió hace un tiempo, así que me quedó mi madre —comenzó a explicar mientras comía una manzana. La había hecho aparecer Akina y le prometió que tendría el sabor que él quisiera. Pensó que eso le ayudaría a sentirse mejor—. Ella se dedicó al trabajo y a hacer otras amistades fuera, pero nunca a mí. Supuse que era porque yo le recordaba al trauma por el que había pasado.

»Por si eso fuera poco, apenas comencé la adolescencia los demás empezaron a darme de lado. Creo que es porque no comparto los mismos gustos, el sitio no es muy grande aunque lo parezca desde aquí, así que tampoco hay mucha variedad de personas.

Ella escuchaba en silencio, mientras se esforzaba por entenderle y sentirse parte de su vida. Nada de preguntas hasta que la historia terminara, ese era el trato. El miedo seguía ahí, cohibiéndoles, pero sabía que algún día se iría y que serían amigos de verdad. Claro que habría que pulir esa amistad más profunda y verdadera, pero no volvería a ser algo superficial que utilizaban para llenar el enorme vacío de sus vidas.

—Se metieron conmigo y claro, yo no sabía defenderme —seguía contando Innis, con lágrimas en los ojos—. Muchas cosas me dolían porque eran ciertas. Recuerdo que cuando empecé la adolescencia conocía una chica un poco más joven que yo, congeniamos y salimos durante un tiempo.

»Yo me esforcé cada día en mantener el noviazgo, hasta que un día descubrí que ella pasaba de mí. Fueron quince meses perdidos. —Miro a Akina, sintiéndose como un estúpido—. Fue mucho tiempo, lo sé...

»Luego conocí a un niño y yo me obsesioné con él. Siempre estaba encima y apenas nos conocimos ya le empecé a contar mi vida, pero él no se sentía a gusto. Durante ese tiempo estuve feliz, hasta que vi que sólo me quería cuando no tenía a nadie más.

La Diosa de la Naturaleza le miró con una tristeza profunda. Ella había pasado muchísimo tiempo sin compañía, pero creyó que era mejor estar así que haber tenido a gente en tu vida que te hacía daño.

»Antes de conocerte a ti estuve con un grupo de gente que se burlaban de mí y con los que no encajaba. Estuve con ellos por salir y no estar solo. Luego me separé de ellos cuando vi que hacían planes sin mí, soy patético.

—No lo eres —replicó como si fuera su madre—. Patética es la gente que hiere a otros. —Aquello tenía un trasfondo: la vegetación destruida a manos del hombre.

Cuando el sol ya se estaba bajando y la luna estaba en lo alto, Innis miró al anaranjado cielo y abrió la boca. Acto seguido se levantó de la hierba y caminó hacia abajo en dirección a casa.

—¿Mañana aquí a la hora de siempre? —preguntó.

—¡Claro! —dijo, ilusionada Akina.

La Diosa pasó la noche convertida en un cerezo (oculta bajo otros árboles), temiendo que su amigo no apareciera al día siguiente, creyendo que les habría dicho a la gente de ese pueblo de su existencia y que todo eran mentiras. Pero lo que más temía era eso, que no se volvieran a ver.

Por suerte para ella su temor no se cumplió, apenas empezó la tarde allí estaba Innis, sonriente y deseando conocer más de ella.

—Mi origen se remonta al Origen del Universo —comenzó a explicar, intentando aclarar las cosas importantes. Jamás se había planteado contarle su historia a alguien—. Somos muchos, cada uno representamos algo de la vida, aunque sean sentimientos, y le damos forma a las distintas partes del mundo.

»Decidí que mi don fueran las plantas y algunas especies empezaron a evolucionar en estas. Como te he dicho, somos muchos Dioses que representamos cosas distintas.

»Yo puedo transformarme en todo tipo de plantas. —Una vez hubo terminado esa frase, se transformó en una linda amapola. Estuvo así unos segundos para luego convertirse en una fuerte y lozana rosa de color azul. Luego volvió a su forma humana—. También en una humana, porque así son los seres que nos veneran.

—¿También puedes crear flores como la de ayer? —Akina pudo notar que el joven había dudado sobre si formular o no su pregunta y que la había dicho con sumo cuidado, intentando no sonar descortés.

—Sí, lo de que algunas especies evolucionaran en plantas fue para que todo siguiera el curso de... —Hizo una pequeña pausa, pero optó por repetirse— la evolución. Yo en sí se podría decir que soy la propia vegetación.

Ella miró al cielo, a las nubes, quiso alzar la mano pensando que, si lo hacía, podría tocarlas y jugar con ellas.

—Siempre he estado sola —continuó—, no podemos meternos en vuestra vida, es una especie de norma que comprendo, la verdad. Pero estar sin nadie te consume. Y eso me hizo sentirme horrible, querer compañía.

»El resto de Dioses no comparte mi mismo deseo, por lo que no buscan compañía. Pero ver que lo que yo soy se destruye...

Alzó la vista a la ciudad y dejó escapar un sollozo lleno de dolor y odio mezclados. Quería hacer algo y no se sentía capaz.

—Siempre me pregunté qué pensarían los árboles sabiendo que los matamos. Supongo que quién mejor que tú para decirlo —dijo Innis, y eso la calmó. Tenía miedo de que su resentimiento hacia la especie humana le hiciera enfadar, pero él le comprendió. A lo mejor no eran como ella creía.

—Lo peor es que llevo años queriendo ir a ese pueblo y ver como vivís, pero no soy capaz. No es mi hogar. Soy una Diosa y no soy capaz de hacer algo.

—Yo te veo más humana que otra cosa —contestó Innis, intentando consolarla.

Ella se secó las lágrimas con un dedo y sonrió. El día veraniego era precioso y muy soleado, los rayos de sol se filtraban por las copas de los árboles hasta el suelo. Apenas había nubes y, las que había, eran blancas.

—Gracias por todo, siempre quise un amigo.

Ambos se miraron a los ojos, se acercaron un poco y sus caras se aproximaron, entonces apoyaron sus cabezas una sobre otra, y así se quedaron un tiempo. Claro que tenían que profundizar, y la curiosidad era su motor, pero el miedo les frenaba, así que iban lentos.

Si todo iba bien, con el tiempo ya se conocerían bastante.

Y así fue.

Volvió a pasar el tiempo, unos tres años. Innis ya estaba a las puertas de dejar el instituto y marcharse a estudiar fuera. Estaba feliz, pues podría dejar su vida atrás y largarse. Pero eso significaba dejar atrás a Akina. Ella temía aún a las ciudades y él, si quería seguir estudiando, debía irse a una.

No obstante, con el tiempo se siguieron contando cosas. Él le confesó un día que ya le parecía demasiado extraña Akina como para estar día tras día en el bosque, incluso parecía ajena a la civilización. Además de que su ropa ya era muy cantosa. Incluso era extraño que siempre tuviera la misma apariencia. Pero nunca dijo nada por miedo a perderla, además, ella le hacía feliz, ¿qué importaba eso?

Ella le confesó que sentía un odio hacia la especie humana por destruir sus bosques y un resentimiento que la amargaba, pero que se había esfumado cuando le conoció a él. También que se esforzaría por intentar que el mundo fuera un lugar mejor mientras él estaba fuera y que algún día intentaría estar lejos de su entorno.

Pero eso sí, ambos eran felices. Más felices que nunca.

Fue un último día de agosto en el que Innis tuvo que partir de su hogar. Seguía sin amigos humanos, pero en un nuevo sitio esperaba encontrar amigos. Para Akina eso le perjudicaría, pues estaría aislada, pero ver a su amigo feliz le ayudó a despedirse con una sonrisa en los labios. Prometió que eso era un «hasta luego» y que volvería todas las vacaciones, puentes y fiestas que tuviera, que tampoco se iba tan lejos. Ella prometió superar su miedo, aunque esa promesa jamás la cumplió.

—No me olvidarás, ¿verdad? —preguntó Akina esa mañana.

El chico rio por lo bajo y meneó la cabeza. Era curioso porque él había crecido, estando más alto e incluso teniendo una pequeña barba tan pobre que le quedaba mal, y ya no aparentaba ser tan niño. Por su parte, la Diosa seguía igual que hacía cinco años.

—Nunca, hemos pasado mucho tiempo juntos. Hasta sabes más de mi vida que yo.

Durante ese periodo, Innis le había contado su intento de hacer amigos, más profundamente del acoso, de su estado... Cosas que iba superando poco a poco con ella, aunque siguieran ahí. También de que su madre nunca le decía nada si salía de casa siempre, a pesar de que lo notaba, prefería verlo en la calle que encerrado en una habitación con una pantalla en los ojos. «Hasta iba al bosque, eso le vendría bien», le confesó su madre, diciéndole que pensaba en eso siempre que le veía salir.

Akina jugó un papel importante, pues se esforzó por darle consejos para que Innis y su madre tuvieran una relación más estrecha, cosa que sucedió. Lo mejor fue que, desde hacía año y medio, su madre había adoptado a un bebé para aportar más amor a la familia. Esto fue una vez las cosas empezaban a mejorar. Eso les ayudó mucho, pues en esa familia ya no importaba si faltaba un padre, ese amor que faltaba lo trajo un nuevo bebé. También la ayudó a sentarse y a que madre e hijo tuvieran que estrechar lazos.

—¿Me seguirás aceptando aunque te separes de mí? —imploró, repitiendo esa pregunta de antaño, la que comenzó todo, la que llenó sus vidas de mayor felicidad—. ¿Me aceptarás?

—Siempre —contestó, llenándola de un abrazo cálido. Nunca entendió cómo eran los Dioses, a lo mejor era porque no conocía a los suficientes, pero a pesar de ese pequeño problema, le quería la vida misma.

Así empezó un nuevo capítulo en sus vidas, donde cada uno siguió un camino. Pero eso no significó un «adiós», no, porque en las amistades de verdad, aunque nunca volváis a hablar, aunque no haya más contacto, mientras tengas a ese alguien en tu corazón, siempre será un «hasta luego».

De nuevo, el tiempo corrió y pasaron otros tres años, en los que Innis había dejado de ser un joven adolescente para convertirse en un joven adulto. Akina se había perdido un poco su crecimiento, pero allí estaba, otra vez y con muchas cosas que contar.

El chico ya no parecía tan triste, había hecho unos pocos amigos y la vida le sonreía. Pero nunca la había dejado de lado. Akina se sentía feliz por eso, para ella un par de meses no eran nada, al menos eso quería pensar. Con él, un solo segundo ya se podían equivaler a siglos.

Aquel día fue distinto. Eran unas vacaciones de primavera, de los últimos días del par de semanas en los que el chico había vuelto a casa el mes de abril. Subió por la ladera, nervioso y empapado en sudor.

—Van a talar el bosque.

Fue como si a Akina la hubieran mutilado por completo, una noticia que había destrozado todo su ser. Quiso llorar o gritar, incluso maldecir, pero ¿de qué serviría?

—¿Por qué? —fue lo único que pudo decir.

—El pueblo se hace más y más grande. —Era cierto, en los últimos años notaba que cada vez estaba más cerca de esa montaña. Su pesadilla más cerca de su sueño—. Tienen que tener hueco para crecer y por los otros lados no se puede o es difícil, hay un embalse o montañas muy empinadas y cosas por el estilo... Total, que hoy mismo van a llevar a leñadores para que haya sitio para que el pueblo crezca.

—No, no, no , ¡no! ¡NOOOO! —gritaba la Diosa de la Vegetación. Se tumbó de rodillas en el suelo y se llevó las manos a la cabeza. Quiso llorar, quiso gritar a los demás Dioses que le permitieran hacer algo, pero no iba a poder ser.

Iba a perder su hogar, el lugar en el que había compartido unos últimos años felices y plenos.

No, no iba a permitirlo.

—Tengo que irme —dijo, y salió corriendo en busca de esos leñadores.

Innis intentó detenerla, pero Akina era demasiado rápida para él. La perdió de vista, pero caminó entre el bosque en dirección al pueblo.

Akina no paró ni un solo momento del día, oculta entre cada rincón del bosque, Innis le había dicho que ese mismo día alguien mataría a sus árboles, a ella misma la asesinarían. No le importaba ya, había incumplido la norma de no mostrarse a los humanos y había salido impune, ¿qué más daba si el resto no se enteraba? A lo mejor eso de un terrible castigo eran patrañas que se habían inventado algunos de ellos.

Convertida en un árbol y uniéndose a la tierra, esperó hasta que detectó a un grupo de humanos con sierras y hachas, incluso máquinas para arrasar con todo. No sabía dónde andaba su amigo, pero pensó que, al no encontrarla, se habría ido a casa.

Ni corta ni perezosa, Akina se mostró en la linde del bosque delante del gentío, quienes la miraron extrañados por sus ropajes. Sintiéndose estúpida ante sus burlas y su intento de echarla, ella se enfureció.

Justo entonces apareció su amigo por detrás, llevándole una mano al hombro. La había estado buscando por todas partes, sin descanso, y dio la casualidad de que ella apareció justo cuando él pasaba por ahí.

—Akina, tenemos que irnos —pidió él, angustiado por la situación.

—Vamos, niñita, haz caso al chico y deja de amenazarnos con que vas a impedir que talemos el bosque —dijo uno de los leñadores que estaban al frente.

—¡No! ¡¿Acaso no pensáis en lo que sienten estos árboles cuando los talan?! —gritó ella, enfurecida, además de soltar unos improperios al final de la frase.

El resto se dedicó a reír, preparando todo lo necesario para acabar con el bosque de una vez. Mirando a la montaña que había a sus espaldas, le hizo un juramento de que la protegería, fuera como fuese.

—¡Rápido! ¡Tenemos un trabajo que hacer! —le exigió quien parecía ser el jefe, molesto.

Innis intentó estirarle de un brazo, pero la Diosa se zafó de su agarre y, de un empujón, lo echó para atrás.

—¡Protegeré a este bosque! —gritó tanto que la garganta se le carraspeó.

—Dejad e decir tonterías y muévete —le dijeron. El resto de empleados, agobiados por su insistencia, comenzaron a insultarla.

Ella llegó a sus límites, mataban árboles cortándolos por la mitad, sin sentir sus agonías ni pensar siquiera en ellas. Tampoco los veían como una vida, sino como un objeto, se preocupaban por sí mismos, sin importar que incluso dejarían sin hogar a especies. Claro, porque los humanos estaban por encima de todo.

—Ya que no sabéis empatizar con los árboles que queréis matar —dijo en una voz serena que opacaba todo su odio e ira—, dejaré que lo viváis vosotros mismos.

Así pues, con sus dones creó una hacha enorme, era de madera y de una hoja afilada hecha del follaje propio de un bosque. Pero como ella podía crear todo tipo de cosas, podía hacer que cortara todo lo que quisiera, aunque rompiera con ello las leyes de la física y biología.

Innis se quedó atrás, impactado por lo que veía. La sorpresa de los leñadores no duró mucho, porque apenas el hacha enorme y suspendida en el aire apareció, comenzó a cortar sus torsos por la mitad, empapando de una sangre cálida el terreno. Los que huían no tenían demasiado tiempo, pues su destino era el mismo aunque tardara un poco más. Intestinos chorreaban por todas partes, siendo cortados como ellos iban a hacer con los árboles.

Qué gran ironía.

No paró hasta que todos murieron en una agonía que pudo durar más o menos tiempo. Innis se quedó perplejo, con el cuerpo temblando y sollozando ante la grotesca escena que acababa de presenciar, la cual jamás olvidaría.

—Eres horrible —le dijo a Akina mientras intentaba no mirar el montón de cadáveres y órganos que había delante— y una hipócrita. Querías salvar vidas y has matado a otras.

Ya le daba igual si corría el mismo destino, aunque el hacha gigante había desaparecido.

—¡Ellos también lo eran, para que gente tuviera un hogar le querían quitar el suyo a otros! —Señaló con el dedo índice a los cadáveres, y luego a la montaña, a sus árboles.

—¡Te has rebajado a su nivel! ¡Y todo esto es horrible!

—¡Claro, pero si ellos hacen lo mismo con los árboles te da igual! ¡TE DA IGUAL SI ME MATAN! —exclamó, dolida por lo que sentía que significaba eso. ¿De verdad le importaban más unos hombres que desconocía a ella, su amiga?—. Yo no te importo...

Innis contuvo el llanto, y Akina hizo lo mismo, por una vez ambos querían mostrarse fuertes.

—Eres igual que aquellos a los que criticas, y quién sabe cuántas más cosas hará —dijo caminando alrededor de los cadáveres evitando verlos. Evitando estar, también, cerca de la Diosa.

—¿Y todo lo que hice por ti? Claro, eso te da igual, tanto decías que te gustaba el bosque, pero era mentira. —No supo cómo fue capaz de no llorar ni de derrumbarse ahí mismo, pero lo consiguió—. ¡Vete, y no vuelvas a mis dominios! Te prohíbo la entrada a todos los bosques del mundo, porque no sabes apreciar su valor.

—Pues si así lo quieres, jamás me volverás a ver. —Esas fueron las últimas palabras que Akina escuchó de Innis, antes de alejarse para siempre de ella.

Pero esta historia no acaba aquí. La Diosa de la Naturaleza esperó todos los días el regreso de Innis, pasó crudos y fríos inviernos, florecidas y hermosas primaveras, calurosos y largos veranos y rojizos y tristes otoños. Pero él jamás volvió. Para ella, que había vivido hasta trillones de años, unos diez no eran mucho.

Siguió esperando, sumando así veinte. Y luego treinta, cuarenta...

Lo único que supo fue que el pueblo creció en dirección contraria al bosque, el cual no pareció que tocaran nunca. Tampoco supo qué sucedió tras esa masacre con los leñadores, pero pareció asustar a la gente. Igualmente, nunca volvió a saber más de Innis, preguntándose qué habría sido de él.

Se quedó esperando el tiempo suficiente hasta saber que el hombre ya estaría muerto y, definitivamente, jamás volvería. Así que el mismo día en el que asimiló eso se puso a llorar durante una estación entera. Se sintió estúpida por no buscarle, por esperar en el mismo sitio, pensando que si él seguía queriendo mantener la amistad volvería, porque no estaba bien forzarle.

Ojalá ella jamás le hubiera prohibido la entrada a sus dominios, ni matado a aquellos humanos, porque perdió a lo más importante de su vida. Aquello que le había quitado la amargura.

Cuentan que tal fue su tristeza que decidió abandonar aquel bosque que tantos recuerdos le causaba, aceptando que jamás pisaría una ciudad. Viajó durante muchos años buscando el lugar más recóndito del mundo. Se dice, además, que los pocos que la vieron durante sus caminos la describían como una dama triste y con un pelo siempre ondeante.

Durante su viaje terminó encontrando el Fin del Mundo, el lugar en el que acaba este, donde no había más allá. Decidió que ese era su destino, pues era el punto más apartado de todo, sobre todo de la civilización. Siendo la Diosa de la Naturaleza, comprendió que lo único que jamás perdería era esta, la madre tierra.

Así pues, permaneció en el Fin del Mundo, que ahora era su hogar, como una dama en contacto con la vegetación. Por lo que su dolor hizo que, poco a poco, se fusionara con una montaña llena de pinos que marcaba el Fin. Así, sus piernas se convirtieron en raíces que rodeaban aquel relieve y lo cuidaban, siendo uno. Pero arriba de él todavía permanecía la mitad superior de su cuerpo, manteniéndose así como la que muchos llamaban una Dama extraña.

La tristeza embriagó su cuerpo y en ella ya no tenían sentido los colores, volviendo lo que le quedaba de cuerpo negro y oscuro como la noche.

La leyenda dice que aquellos que consigan llegar hasta el Fin del Mundo podrán encontrarla, con un semblante triste y serio. Si lo hacen, tendrán la opción de que uno de sus deseos se cumpla, mas se ha de tener cuidado, pues los Dioses no distinguen entre el bien ni el mal y eso podría llevar a grandes desastres.

Pero tras su mirada, triste y seria tras perder a la única cosa que le había hecho ser feliz, había un detalle. El odio y el resentimiento dejaron paso a la desesperanza; no obstante, sabiendo que aquel era un horrible castigo, quiso que el resto de seres vivos pudiera tener la felicidad que ella ya nunca podría tener.

Aquello significaba que la gente que llegara hasta ella, sintiéndose diminutos ante su enorme presencia en lo alto de una montaña, no podrían formular su deseo. Ella haría realidad lo que su corazón más anhelaba, tanto si el mortal quisiera como si no.

Así, los pocos que han llegado hasta el Fin del mundo, caminando por muchos años, la conocen con el nombre de La Dama del Fin del Mundo. Esos mismos dicen que la Dama espera aún la llegada de un hombre llamado Innis, con la esperanza de que la perdone por desterrarlo de sus dominios y que vuelvan a ser amigos, pudiendo abandonar el lugar más recóndito del mundo y volviendo a pasear por los bosques.

Y esta es la historia de cómo surgió la Dama del Fin del Mundo.



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Estaba yo paseando humildemente (vamos, que no estaba buscando publicaciones con polémica porque me encanta el bardo) por Instagram, cuando vi el dibujo de la multimedia hecho por CiruelaAcida y pensé: de aquí se puede sacar una buena historia.

Estuve un tiempo pensando en qué podría sacar de ese dibujo como historia y no se me ocurría gran cosa. Pensé en un hombre que viajando se encontraba a esa Dama (que el nombre de la obra es el mismo que el del dibujo), pero no me convencía.

La historia en sí ya estaba planeada hacía un tiempo como una leyenda. Sin embargo, no me convenció mucho. Tenía la idea de una Diosa que conoce a un chico y que él se cabrea con ella porque mata a gente talándola. Pero no me convenció, no sabía qué final iba a darle, ¿se reconciliaban? ¿Se dejaban de hablar? Había varias cosas sueltas.

Entonces me di cuenta de que el dibujo y la historia congeniaban, y decidí ponerme manos al teclado. Pude darle un final y una historia emotiva. Me animó a escribirla y a no dejarla en mi mente a medias.

Bueno, dejo ya este enorme testamento que, si habéis leído, ¡muchas gracias!

¡Y gracias, además, por aparecer aquí!

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