Introducción
Luces verdes tintineaban sobre la barra de la cantina, la vitrina rebalsaba de licores, aún era temprano, pero el cantinero ya desempolvaba los vasos y copas. La gente saldría de las oficinas e irían de fiesta como cada fin de semana. Por el momento, el único cliente era un hombre en una esquina, bebiendo un café, no más. Tenía unos treinta; llevaba su cabello oscuro recogido, y vestía demasiado formal para un sábado por la noche.
El transeúnte se tomaba su tiempo para hacer cualquier cosa, para degustar los granos de café, para respirar los aromas exóticos, para oír la música jazz de fondo. No tenía que apurarse como todo el mundo, como aquellos que iban tragando, riendo, corriendo de las agujas del reloj como si la muerte fuera por ellos. No, él vivía cada segundo. Aunque parecía solitario, de hecho, ni siquiera era un parisino. Era extranjero, y eso lo podía dilucidar cualquiera por su acento, por sus modales, por sus rasgos. En sus ojos blanquecinos se reflejaba un sentimiento de enajenación con todo; no era de allí, a lo mejor tampoco era de ese tiempo, y quizás no pertenecía a ningún sitio del mundo. Bueno, eso era un decir.
—Muchacho —dijo el extraño hombre, a pesar que el cantinero parecía ser mayor que él.
—¿Desea algo más? —preguntó el empleado.
—Solo cotillear —respondió sonriente—, ¿sabe quién compró la mansión Delacroix?
El mozo hizo un repiqueteo con sus pestañas.
—Hay un rumor.
—Ah, ¿sí? —preguntó el extraño hombre, alzando una ceja—, cuénteme.
—Una mujer y dos hombres, al parecer quieren poner una escuela de élite. —El mozo parecía con más ganas de hablar—. Pero ya sabe, los ricos son herméticos, será porque sus riquezas casi nunca provienen de buen puerto. Disculpe usted, pero yo no creo tanto en el mérito propio, toda mi vida trabajando y sigo lavando copas, peleando por un aumento. La única forma que tiene un pobre de hacerse una fortuna es un golpe de suerte o pisando cabezas.
El peregrino sorbió su taza de café, con una media sonrisa.
—¿Usted sabe algo? —inquirió el mozo, percibiendo los finos ropajes de su misterioso cliente.
—No, solo pienso muchas cosas —siseó dejando su paga—, aunque algo es seguro, hijo, nunca terminamos de cultivarnos. Una escuela no está de más.
La torre Eiffel se iluminaba, la noche caía con su azul profundo. Cientos de personas pasaban a su lado, deslizándose en las aceras, en donde se sentía como un espectro, un ser invisible que reía ante las peculiares conversaciones que sus finos oídos podían distinguir. Se divertía así, había sido un día demasiado soleado, y Bladis ya no tenía ganas de soportar el dolor. De igual modo la vida nocturna era la única que conocía, no le interesaba pasear en el día con una ridícula sombrilla.
Las estrellas tintineaban enviando misteriosos mensajes, la luna rebosaba entre el claroscuro de las edificaciones modernas y las antiguas. Difería mucho de los mundos en los que había vivido, se desconcertaba, mas no empezaría con el palabrerío típico de un púber de ochenta años: "antes las cosas eran mejores", "en mis tiempos habían valores", "ya no se respeta nada". No, él ya había superado esa etapa de momia conservadora. Ahora todo le daba igual; al fin y al cabo, lo único que parecía no cambiar era su imagen al espejo, lo demás era perecedero. Sabía que siempre nacerían nuevos niños, hombres del mañana, para destruir todas las verdades impuestas, y construir los nuevos cimientos. A los viejos tan solo les quedaba entender que pronto morirían, y que el mundo ya no sería suyo. Pasada cierta edad, ya no tenían decisión sobre él. Aceptar estar vivo y no pertenecer generaba zozobra.
Rezongar no tenía sentido, lo nuevo siempre aplastaba a lo viejo, eso lo había visto, era tras era. Tan solo quedaba disfrutar de la maravilla de la humanidad, extinguiéndose a sí misma, ahogándose en su propio orgullo. Por su puesto que no todo era ridículo, también disfrutaba de los conocimientos, transportados de generación en generación, haciéndose cada vez más grandes, expandiéndose, cambiándolo todo una y otra, y otra vez, porque de eso se trataba la vida, de aprender a vivirla. Vivir, eso hacía ahora que el tiempo le sobraba.
De Budapest a Londres, pasando por Madrid para luego ir a Roma, y ahora en París, la ciudad de las luces, o del amor, como a cualquiera le gustara llamarle. De seguir con vida ya pensaba en su próximo destino, quería ir al nuevo mundo; bueno, hacía siglos le decían América. Quizás circularía por Alaska o Ushuaia, no quería morir calcinado en Puerto Rico, Florianópolis, o en Michoacán; no, no eran lugares para vampiros. Pero todavía esperaba, debía permanecer un tiempo en ese sitio. Había hecho algo que podía ocasionar su muerte luego de más de un milenio invicto, algo hecho a plena conciencia. No le importaba morir esta vez, porque se había dado cuenta de algo, no tenía caso seguir vagando en soledad.
Bladis buscó su automóvil estacionado y condujo hacia a aquel sitio que podía convertirse en su tumba.
Él se había mantenido en su hermandad durante mucho tiempo, sosteniendo que ésta debía permanecer unida contra quienes quisieran avasallarlos, extinguirlos; ahora, esa etapa estaba conclusa, al fin lo admitía. Por ello, no se había resistido a tomar un bolígrafo para escribir una extensa carta a su milenaria favorita, a la única persona capaz de acabar con él, o de darle la compañía que anhelaba. Lo que fuera estaría bien. Morir en sus manos o vivir a su lado no dependía de él. Pero ella, ¿estaría con vida? Quería creer que sí, era una hierba mala como él, no podía perecer sin más. Tras dieciocho años, luego de su adiós, las cosas no podían haber cambiado demasiado.
Bladis estacionó su vehículo y caminó un trecho más, hasta el Pont des Arts. Ese era el lugar indicado, a la hora indicada, el día indicado en el defectuoso calendario gregoriano.
Con sus heladas manos de largos dedos, acarició los candados amarrados al hierro de la pasarela, y pensó en si serían capaces de aguantar más de un milenio allí, pensó en si el amor de aquellos seres, que habían decidido grabar sus nombre en el duro metal, duraría las tempestades más atroces y los infiernos más ardientes. Supuso que no.
El milenario dejó escapar un largo suspiro, ¿qué pasaría si nadie acudía a su cita? Bueno, tenía contactos podría comenzar todo otra vez, pero ¿tenía ganas? Se reía con solo pensar que los juegos del poder ya no eran de su interés. Quizás había madurado un poco, o comenzaba a verlo desde otra perspectiva.
Miró a un lado, y luego al otro. Solo la juventud, los parisinos y los turistas. Pero él buscaba a una vieja, una vieja achacosa atravesada por la tragedia, perseguida por fantasmas. En realidad había tenido cincuenta y tantos, a pesar que parecía de ochenta; pero la época en la que se había "congelado" su cuerpo arrugado, era una época en donde la vejez y la muerte eran tempranas. En la actualidad, las mujeres de cincuenta ya no eran viejas; eran mujeres chispeantes y con toda su vida por delante.
Bladis resopló e hizo algo que pocas veces hacía. Miró la hora en su reloj, y notó que habían pasado dos horas desde ese entonces. ¡Qué rápido pasaban los minutos cuando no se fijaba en ellos! Debía lamentarse, el tiempo prudente para una espera concluía. Le inquietaba pensar que ella no había llegado porque quizás había muerto. Cavilarlo no le agradaba, no le agradaba que ella muriera sin cumplir su promesa.
Con el paso cansado se dio la vuelta, rozando el metal de las barandillas del puente. Regresaría al hotel y quizás bebería té con cicuta para recordar los viejos tiempos.
—Bladis. —Una voz femenina lo llamó, una voz femenina que no titubeaba.
Él se detuvo, dándole la espalda. Lo pensó, y creyó estar alucinando.
—Date la vuelta —ordenó ella, y Bladis sintió la punzada de una daga por sobre su espalda.
Lejos estuvo de sentirse asustado. Pero, en cuanto se dio la vuelta, la sorpresa arremetió contra él, y eso que era muy difícil dejarlo sin palabras.
—¿Cómo...? —preguntó Bladis, sintiendo como ella sostenía una daga apuntando a su corazón.
Y ella, ¿era ella? No podía ser. Ésta era una mujer sin una sola arruga, de cabellos rebeldes y castaños oscuros, de piel trigueña y penetrantes ojos cafés. Ella..., ella poseía la belleza de una odalisca, la joven odalisca que había sido alguna vez.
—No es magia, Bladis —sonrió punzándolo más, pero sin matarlo—, ¿me creerías si te digo que es obra de un vampiro de apellido Báthory?
—Báthory —suspiró Bladis, aún atónito por esa mujer—, ¿por qué? ¿Acaso no querías morir de vieja, Madeline? ¿Por qué rejuveneciste?
—Ayudé a la ciencia —respondió curvando su ceja—, era la única vieja con la que podían experimentar. Mis células están rejuvenecidas, pero mi alma marchita sigue intacta.
—Por eso viniste a matarme.
—Tú me invitaste a hacerlo.
—Extrañaba tus intentos de homicidio —expresó Bladis, sin inmutarse—, al menos quería morir en tus manos, te lo debía.
Madeline rechinó sus dientes, y la daga entre sus dedos tembló. Quería enterrársela en su corazón, ¿tenía uno? Tantas veces lo había intentado, tantas había fracasado, que ahora, que lo tenía ahí, le parecía demasiado fácil. ¿Era una trampa, una burla? Le molestaba porque se suponía que él debía sufrirlo, él debía rogar por su vida.
—Estás tardando —musitó Bladis, mostrando sus colmillos en una triste mueca.
Las lágrimas comenzaron a caer desde los ojos de Madeline, a medida que enterraba el filo en la carne ese vampiro que había arruinado su vida, y la había obligado a centenares de desdichas, a mil años de sufrimiento. Bladis esperaba que ella atravesara su cuerpo por completo. De ser necesario, debía retorcer el filo hasta machacarlo todo, hasta partir su corazón. Pero ella lo convertía en un suplicio, él no se movería, estaba a su merced, decidiendo recordar en dónde había empezado todo, y meditando si era así que debía acabar su historia.
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