8. El incendio

Cierta noche de luna creciente, algo cambió. Griselda tenía su mirada empedernida entre mapas e investigaciones hasta hallar lo que ella consideraba su Santo Grial, entonces tomó su capa y llamó a algunos escoltas que la acompañaran a los bosques de las raíces negras, llamado así por su suelo pantanoso e inhóspito que tenía los troncos de un color oscuro pútrido.

—Está loca —murmuraba un guardia a otro—. Quiere ir a ese bosque repleto de cadáveres. Es la boca del infierno.

—Pero la dama Báthory tiene sangre de demonios —respondía el otro escolta—, no nos pasará nada.

—¿Y por qué no va sola?

—¡Qué es toda esta charla! —Griselda sorprendió a los hombres y subió a su corcel—. Malditos cobardes, ya les dije que tomaran sus armas de plata, ¿qué pasa que aún no partimos?

Bajo la estricta orden de llevar armaduras y armas de plata, los hombres siguieron a Griselda, quien iba al frente de la tropa en dirección al bosque. Era un viaje largo, de unos tres días, lejos de cualquier poblado, porque ni los más marginados se atrevían a rondar esas tierras de muerte y misterio.

Huesos y calaveras humanas aguardaban en la entrada de los matorrales que se aglomeraban en grandes árboles al fondo. Las montañas se veían a lo lejos, eran de una espesura indomable en donde la niebla emergía desde la tierra al cielo. Quizás ningún humano había llegado a poco más de algunos metros, ya que quien vivía entre las hierbas y las montañas era un monstruo de fuerza descontrolada. Eran tierras vírgenes para la civilización.

Con la luna sobre su cabeza, Griselda bajó de su montura y examinó los alrededores ante la mirada expectante de sus guardias. De inmediato se acercó a un cercenado cadáver, y sonrió.

—Es por aquí —indicó a los hombres que mantenían su distancia—. ¡Vamos de una vez! A la única que deben temer es a mí.

No tenían que adentrarse demasiado, en cuanto "ellos" supieran de su presencia irían a atacarla, pero no contaban con que Griselda Báthory era una vampiresa, tan fuerte y ágil como astuta.

Cuando la vegetación comenzó a aprisionarla, oyó el gruñido de una bestia enojada. La mirada veloz de la vampiresa, tan pronto como pudo, encontró a aquel animal que la acechaba, y que al cruzar sus pupilas con las de ella, se lanzó encima lanzando un gutural graznido que hizo huir despavoridos a todos los escoltas.

Griselda no se echó atrás, con una mano sostuvo su espada, y con la otra lanzó una cadena de plata a su "presa", un lobo, no cualquier lobo: un licántropo.

Un licántropo había sido atrapado entre cadenas de plata, un precioso licántropo: rabioso, desnudo, fornido, uno de esos salvajes hombre-bestia por los que las brujas danzaban desnudas en los bosques durante las noches de luna llena. Luego de tantos años, luego de que se rieran de ella y de Katherine, al fin cerraría la boca de todo el mundo, y le entregaría un gran regalo a su compañera de hermandad.

Gruñía como loco, sangraba por cada poro que la plata le palpase, su mirada anaranjada era el fuego que los quemaba, su piel dorada era la gloria, y su cabello negro la noche más encantadora. ¡Olía tan bien! Griselda ansiaba devorarlo, pero primero se lo llevaría a Katherine, durante muchos años había sido su sueño ver y tocar a uno de ellos. Luego, le hincaría los dientes y guardaría un poco para después.

—¡Un lobo, un lobo! —gritaba ella, abriendo las compuertas del castillo—. ¡Llamen a Kat! ¡Será para ella!

Vlad y Bladis descendían por las escalinatas con la mirada perdida, sin siquiera prestar atención a la bestia.

—Griselda —susurró Vlad y su voz tembló—. Kat...

—Kat se ha suicidado —completó Bladis, y de sus ojos las lágrimas quisieron brotar, pero las guardó antes de que alguien viera un signo de debilidad en él.

Griselda no lo entendió; luego, cayó de manera súbita de rodillas, no podía concebirlo, o tal vez sí, lo sabía desde el inicio. Por ello estaba ansiosa por entregarle el lobo a su amiga, ansiosa por quitarle esas oscuras ideas de su cabeza.

Katherine nunca había sido un demonio, solo una pobre muchacha tratando de sobrevivir, de tener algo de libertad y dignidad. Belmont era una soñadora en una época equivocada, en un mundo de muerte y perversión. Al final, se había clavado una daga en el corazón, y con su propia mano se lo había arrancado antes de que la herida se regenerase. Ahora, alguno de sus hijos tomaría su lugar, un hijo que había crecido creyéndose demonio, un hijo que no lloraría a su madre y que la creería feliz reinado en el infierno.

Nadie la lloró, por lo menos no en público. Tan solo enviaron a los trabajadores a construirle un mausoleo en donde sus restos descansarían hasta desaparecer por completo.

"Que el espíritu de la primera Belmont sea recordado como la reina matriarca de la gran hermandad vampírica.

Eterna sea en el infierno".

Vlad, Griselda y Bladis se confinaron a sufrirla en silencio, apartados de quienes no creerían verlos verter una lágrima jamás. La culpa los consumía. No habían podido otorgarle el amor que reclamaba, la habían confinado a un centenar de pecados y de soledad.

—Vlad —susurró Bladis, ingresando a la recámara de su compañero—. ¿Qué deberíamos haber hecho? He estado tan abstraído por los negocios... no tenía idea lo que Katherine tenía en mente.

Como no lo hacía en décadas, Bladis volvió a buscar el consejo de su mentor.

—No lo sé, Bladis, hace tiempo que dejé de ser "el mayor" —respondió Vlad Dragen, limpiando sus ojos—. A veces pienso en si esto es lo que queríamos, o solo es una consecuencia de lo que no pudimos conseguir. Es decir, solo queríamos tener un lugar seguro en el mundo, no esto, no somos esto, Bladis.

—Fue lo que nos salvó. —Bladis se sentó junto a Vlad dejando escapar un suspiro—. De otra forma era imposible.

—¿Y para que vivir tanto? ¿Por qué aferrarnos a esto? —Vlad frotó su frente con fuerza—. Nos aferramos tanto a la idea de vivir por siempre que lo arruinamos todo. Esos patéticos humanos transformados se creen lacayos de Satanás. Victoria está embarazada de su propio padre, los Leone matan a los niños sin piedad, esclavizamos humanos que son como lo fue Katherine. No, Bladis, el precio de nuestra vida ha sido demasiado alto.

—Es tarde para arrepentimientos —dijo Bladis—. Creamos un monstruo que no podemos matar, un monstruo que seguirá creciendo y creciendo, debemos tomar las riendas del asunto. Asumir nuestra responsabilidad. A lo mejor es lo que debía ser, ¿acaso los humanos no hacen lo mismo para sobrevivir? ¿Crees que ellos piensan antes de destruirlo todo? ¡No! ¡Y ni siquiera tienen enemigos más que a ellos mismos!

Bladis se puso de pie y miró a Vlad con firmeza. El dolor por la muerte sería temporal, y no era motivo para echarlo todo a perder.

—Lo sé, no haré nada estúpido —respondió Vlad—, aún si lo intentara este fuego tardará demasiado en volverse cenizas.

Era tarde para flaquear, para desentenderse de su fábula demoníaca. Un paso en falso y los Leone tomarían el trono, puesto que el único motivo por el cual no se situaban por sobre las demás familias, era porque creían que había algo demoníaco tras el origen de los vampiros. A falta de instrucción científica, por más fuertes e intimidantes que fueran, los Leone se veían endebles ante cualquier superstición, más teniendo las pruebas ante sus ojos.

Matar a todos los suyos no era fiable, tampoco pretendían irse de allí sin darse por aludidos al desastre que habían hecho.

Debían seguir viviendo, con pena, con dolor, aceptando su manera de subsistir. Quizás, habría otras posibilidades, pero ellos no la veían. La soledad y la sensación de extinción,de estar solo en el mundo persistía.

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