19. Pequeños brotes
22 años antes del reencuentro.
Trescientos años de decrecimiento poblacional, trescientos años en los que fueron sometidos a las sombras, y su existencia fue percibida como un lejano mito. Ya nadie creía que algo como los vampiros hubiese existido alguna vez. No había ni un registro de ellos, solo castillos vacíos y miles de historias.
Los negocios que las familias de la hermandad seguían dominando, eran cosa de la ilegalidad, y podían subsistir gracias a organizaciones gubernamentales y a los secretos del Vaticano. Ya no existía posibilidad alguna de enfrentarse a la humanidad. Otra vez eran los más fuertes. La modernidad, luego la postmodernidad, las armas, la tecnología, los servicios de inteligencia, todo lo nuevo aplastaba a lo viejo sin piedad.
Todo estaba torcido a favor del impuro Azazel de Báthory, a favor de los humanos. La tibieza que habían adoptado los vampiros les costaría. Bladis gobernaba bajo el terror a su gente, nadie se atrevía a contradecirlo a pesar de que cada decisión tomada significaba retroceder otro paso.
Por momentos, Bladis quería creer que Azazel era el indicado para acabar con todos, otras veces creía que no tenía forma de darle un fin a un cuento de mil años. Su mirada seca y sin alma, tan clara como magnética, a veces era el más frío de los infiernos. Bladis lo calculaba todo y su humor podía ser fatal si alguien pretendía desbaratar su orden. Vivía en un estado de alerta constante, cualquiera que se cruzara en su camino podía ser víctima de su paranoia y su rabia, fuese culpable o inocente.
Pretender desbaratar el orden, ese fue el pecado que pagó Helena Arsenic, una de las tantas mujeres Belmont, además de esposa de Nikola Arsenic, por lo que portaba su apellido. Helena tenía la particularidad de ser una boca floja, una rebelde sin causa, una maldita molestia cuando quería, y esta vez su escándalo pretendía destrozar la calma del palacio de su familia.
—¡Eres repulsivo! —gritaba la muchacha a su prometido Nikola—. ¡Dijiste que ya no frecuentabas el negocio de los Leone!
—¡Esto es lo que hacemos, Helena! —exclamaba Nikola—. ¡Somos demonios, matamos, violamos, torturamos! ¡No voy a dejar de hacerlo por este estúpido matrimonio!
—¡No eres un demonio! —protestó Helena, sin ningún reparo—. ¡No somos demonios, es una maldita mentira! ¡Y todo el mundo lo sabrá! ¡Ya estoy harta que todos escondan sus fechorías tras esa fábula estúpida!
—¡¿Qué dices?! —bramó Nikola—. Estás loca.
—¡Lo oí! —vociferó ella, y de repente Bladis apareció en la sala seguido de Madeline, que sostenía una risita graciosa—. ¡Madeline me lo dijo!
Bladis clavó la vista furibunda sobre la vieja que se le reía en la cara.
La vieja astuta lo sabía, conocía las debilidades de cada Arsenic, y Helena tenía un buen corazón, y un interesante sentido de la justicia, era momento de rebelarle el secretillo de su familia y dejar que se mataran entre sí.
—¡Lo sé todo, Bladis! —increpó Helena en dirección al viejo vampiro—. ¡Todos lo sabrán!
Bladis esbozó una sonrisa a medida que se dirigía a Helena. Nikola se quedó petrificado, sin saber qué hacer. Helena tenía que estar mintiendo, y no podría hacer nada para salvarla de la saña de su padre.
—Interesante movimiento, Madeline —rumió Bladis, acercándose más a Helena, quien pretendía demostrarle su valor—. Develar mi secretillo a esta pequeña heroína.
—Papá, por favor —susurró Nikola, previendo algo malo—, ¿podemos hablar en privado? Helena está enojada conmigo.
—¿Piensas matarme? —preguntó Helena a Bladis, con los puños apretados.
Bladis estiró su brazo y la tomó del cabello con fuerza. Helena chilló, pero de inmediato comenzó a zarandearse cuando Bladis la tomó del rostro. Tanto Nikola como Madeline quedaron helados a la espera.
—No la dañes, por favor... —La voz de Nikola tembló, tenía pánico por lo que pudiera sucederle a Helena.
—Bladis, detente —siseó Madeline, cayendo de la tragedia que acababa de desatar.
Bladis hizo oídos sordos. Tomó la daga que llevaba con él. Y sin inmutarse por los violentos sacudones de Helena, el vampiro le abrió su boca a la fuerza y cortó su lengua de un solo movimiento. Madeline gritó con espanto. La sangre brotó a chorros, la lengua fue lanzada a metros de ellos, y Bladis arrojó a Helena lejos de él.
—¡Papá, no! —gritó Nikola, yendo tras Helena, quien se ahogaba en su sangre.
—¿Qué ibas a decir, Helena? —preguntó Bladis, lleno de cinismo—. Nikola, una vez que su herida cierre, envíala a mi habitación. Si no quieres que la mate dejarás que la adiestre.
Tras ese incidente, ni Madeline, ni Helena, y ni siquiera el mismo Nikola, volvieron a jugar sucio contra Bladis, pues éste mismo se encargó de espantarlos lo suficiente para que no lo hicieran. Su mal humor tenía resultados fatales.
Tras el incidente de Helena, Bladis solicitaba una reunión de la hermandad. Hacía varios años que no tenían una charla, todos juntos, y ya se imaginaba que todo se reduciría a quejas contra Azazel.
En el salón de invitados, rodeando una mesa luego de la cena, las cabezas actuales de las familias se disponían a tener su charla.
—¡Mata a Azazel, Bladis! —soltó Catalina, furiosa—. ¡Estoy segura que él asesinó a mi hermana!
—No lo haré —respondió Bladis, hastiado de lo mismo—. Azazel es nuestro nexo con el mundo civilizado y un protegido del Papa; si lo matamos, los humanos lo tomarán como un acto de rebeldía y vendrán por nosotros. Tras él hay muchísimos negocios, además es inofensivo. No hace más que cuidar e instruir a nuestros jóvenes.
—¡Por su culpa, mi sobrino Stefan es un estúpido! —dijo Catalina—. Un débil enclenque que solo piensa en astronomía, y ahora trajo a esa mujer extraña para hacerla su esposa.
—La mujer de Stefan probó su pureza —respondió Bladis—, tu sobrino no incumple ninguna norma al mostrarse más civilizado que todos los que nacieron antes de la modernidad.
—¿Es todo lo que aportarás, Catalina? —preguntó Edgar Belmont, agobiado con la reunión.
—¿Te parece poco, Belmont? —preguntó Catalina, riendo con rabia—. Tú lo defiendes porque te revuelcas con las ofrenditas que él consigue.
—¡Cállate! —bramó Belmont—. ¡Un príncipe jamás se acostaría con una impura! ¡Deja de blasfemar contra mí!
Bladis rodó sus ojos, no soportaba tantas tonterías, tantas discusiones absurdas. En ese instante notó que Victoria permanecía más callada que de costumbre.
—¿Pasa algo, Victoria? —preguntó el vampiro.
—Preparen una ejecución... —siseó la matriarca Nosferatu.
—No vamos a ejecutar a Azazel —insistió Bladis, a punto de abandonar la conversación.
—A Azazel no, a mi hija —sentenció, helando la sangre de los presentes—. Lily no puede portar el apellido Nosferatu. Ella es la prueba de la traición y mi familia tiene reglas claras.
—¿Quién es Lily y que ha hecho? —indagó Bladis, cansado de oír delirios.
—¡Lily ven aquí! —gritó Victoria.
Tras la puerta se escondía una doncella que ingresó a la sala. La joven tenía unos dieciocho y dejó a más de uno perplejo. Era normal no conocer a todos los hijos de Victoria, la mayoría permanecían reclusos en su castillo, pero eso no les impresionaba más que su roja cabellera, intensa, como si sus capilares hubieran absorbido la sangre de su cuerpo.
—¡Su cabello es de otro color, y no tiene ni una sola peca! —señaló Victoria, y la muchacha lloró con la cabeza baja.
—No es motivo para que la ejecutes —dijo Simón—. ¿De quién es hija? ¿Con quién te han traicionado?
—Demian decimoprimero y Lily tercera Nosferatu —respondió Victoria.
—Dos hijos tuyos —aclaró Bladis—. Es decir que no solo es pura, sino que es ciento por ciento Nosferatu, ¿de qué traición hablas entonces?
—¡Los Demian son solo míos! —explicó Victoria—. Además, no tiene las características de un Nosferatu, por más pura que sea. Es una mutante, rara, deforme.
—Dámela a mí —interrumpió Simón, sin perder tiempo—. Le daré mi apellido. No es necesario que la mates, los puros somos cada vez menos. Yo la cuidaré.
Simón relamió sus labios al contemplar a Lily. Por más que no tenía las características Nosferatu, él la veía igual que a Victoria en su juventud.
—¿Por qué te la daría a ti, Simón? —preguntó Victoria.
—Tengo una debilidad por las pelirrojas —respondió Simón, guiñándole un ojo—. Debo lamentar que están prohibidas. Todas son Nosferatu, así que me conformaré con ella.
La chiquilla comenzó a gimotear más y más, ya podía imaginarse lo que se le esperaba con Simón Leone, el dueño de la caballería negra y de un centenar de inmundos negocios.
Bladis pensó en lo que sería mejor y al final no intervino. Victoria dejó que Lily portara el apellido Leone y se fuera con él. Le daba igual mientras no estuviera cerca de su familia, de sus "Demians" y portando su apellido.
Lo que prosiguió, fue lo que todos suponían, Simón la hizo su esposa y todo el mundo la creyó una Leone, por lo que nadie debía preguntar de dónde diablos había salido. Simón rechazaba las preguntas personales.
Para su propia desgracia, Lily era mansa, tenía la personalidad retraída de los Nosferatu. Sus ojos escondían su tristeza; y, a cinco años de haber nacido su hijo, Tony, fue que se quitó la vida. El suicidio era común entre centenarios que se habían cansado de vivir, en cambio, la joven Lily lo hacía por su desdichada vida con Simón, por el abandono y los traumas que marcaban su mente con el apellido Nosferatu.
Cinco años tenía Tony Leone, el último de su familia, y Simón demostraba ser un buen padre con él, quitando el hecho que dejaba que las prostitutas fueras sus nanas e institutrices. Tampoco pretendía que fuera muy listo, solo un demonio, el demonio que prometía a su familia, uno nacido de una belleza llegada del inframundo y que, con orgullo, había regresado a los avernos.
Por otro lado, Helena había concebido a un par de gemelos, todo el mundo se maravillaba con ellos, los nacimientos eran cada vez más escasos en todas las familias, y ella había tenido dos.
Victoria podía sentirse satisfecha de tener otro pequeño Demian a quien convertir en esposo algún día.
Catalina echaba espuma por la boca, desde que, lo único que había nacido en su familia era un niñito de procedencia dudosa: Joan Báthory.
Decían que los Belmont también tenían un hijo al que habían llamado Adam, pero no les interesaba presentarlo en sociedad. Lo cual era algo sospechoso para una familia en declive.
Eran pocos, pero seguían naciendo puros. Azazel ya sacaba cálculos, imaginándose el trabajo duro que le darían los hijos de las grandes cabezas, un montón de caprichosos a los cuales debería adiestrar para que no asesinaran a su ofrenda. Aunque no pensaba en bajar los brazos, las cosas habían mejorado en el mundo desde su asesinato a Imara, y así seguiría siendo.
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