16. Promesa rota

Con la prosperidad de los nuevos territorios y la hermandad en pleno auge, el vampiro debía trabajar mucho más; tenía miles de guerras que pelear, de las cuales siempre regresaba ileso; tenía decenas de ejércitos que comandar, negocios que atender, gente a quien dominar. Sin embargo, su porte maquiavélico se desmoronaba en cuanto pisaba el suelo de su palacio. Los flechazos, los espadazos, los pasteles envenenados y los incendios sorpresa lo atosigaban sin darle un respiro. Madeline era su pesadilla y no le daría respiro: su vida y su libertad tenían el único propósito de asesinarlo. Nadie entendía bien la relación de esos dos, ¿por qué el gran Bladis Arsenic no la asesinaba de una vez? La respuesta que imaginaban era que Bladis se divertía con ella.

Una noche, Madeline se abalanzó sobre Bladis con una espada dirigida a su cuello. El vampiro dio un giro y pateó su estómago, lanzándola a metros de él.

—No hagas tanto escándalo cuando vas a asesinar a alguien —dijo él, y siguió con su camino.

Otra tarde bebió de una taza de té y comió una porción de pastel, de inmediato sintió un amargo sabor.

—Querida, trabajé en las minas porque era inmune al veneno —dijo Bladis, en voz alta, ya que Madeline se escondía tras los mobiliarios—. Intenta con algo mejor la próxima vez.

Y así como los intentos de homicidios eran constantes, también los fracasos.

Al cumplir los cuarenta, Madeline abandonó los ataques de alto impacto. Ya no más flechazos ni espadazos. Además, la miopía le estaba jugando una mala pasada, ya no veía como antes, y siempre le erraba.

Al cumplir los cuarenta y cinco dejó de incendiar el palacio, siempre terminaba más intoxicada ella que él, y luego tenía que ayudar con las reparaciones.

Al cumplir los cincuenta, Madeline se entregó a las pócimas y envenenamientos con la esperanza que alguna funcionara en los demonios. La espalda ya no le daba más, la artrosis le quitaba las ganas de siquiera quejarse. Había pasado la esperanza de vida de aquellos entonces, y con ello la esperanza de ver a Bladis muerto.

La convivencia con el vampiro se había vuelto algo natural y monótono, no era para menos, pasados veinte años, eran más los días junto a ese monstruo que los que había vivido junto a Russell y sus pequeños. De hecho, conocía más aquel vampiro que a su propio marido.

Con solo un gesto, con una sola mirada, Madeline leía a su enemigo como a un libro, y quizás por ello ya no insistía en dañarlo. Esa cercanía a él debilitaba su odio y lo convertía en una profunda desazón. La humana al fin entendía, Bladis no era un demonio real, pero daba igual, se comportaba como uno, iba a sus guerras, mataba y volvía; iba a sus fiestas, fornicaba con las vampiresas y volvía. No reconocía a sus hijos, todos eran producto de su miedo a la extinción, no reconocía a sus viejos amigos ni a sus iguales, imaginaba que cualquiera podía clavarle un cuchillo por la espalda. Era un extranjero en su mundo, su propia vida era su castigo a como la vivía.

Bladis siempre volvía cada día más amargo, cada día más frío, más harto, más odioso, más demonio. Un autómata. Permanecía en un eterno círculo, sin rumbo, sin un propósito que le otorgara un beneficio real, sin nada, sin nadie. Un recipiente sin emociones, un esclavo de su propia mentira.

Algunas noches dormían juntos, él la forzaba a hacerlo, la sometía con un abrazo posesivo y así permanecía, estático, en silencio. Ella ya no podía luchar, incluso llegaba a darle pena, hasta que volvía a recordarlo todo. Su pecado no tendría perdón, ni en mil años.

Otros días, Madeline se levantaba de lo que podría llamarse "buen humor", e incluso compartía charlas con él, charlas ofensivas, claro. Él le contaba todo, sin omitir detalles, de lo que hacía, como si no pudiese hablar con nadie más, pero la necesidad de hacerlo le ganaba, además era la única en quien confiaba porque ella no se escondía tras una máscara era autentica como nadie más en el mundo.

—Madeline, ¿le pusiste cicuta a mi té? —preguntó una tarde en la que ambos compartían en su despacho—. Soy inmune, lo sabes.

—Igual te lo hice probar —farfulló la dama, a la que algunos llamaban "vieja cascarrabias2—. ¡Y el pastel también tenía veneno!

—Está delicioso —comentó Bladis, asombrado—. ¿Enviaste las invitaciones a la familia Belmont? La fiesta será la semana que viene.

—¡Por supuesto! —exclamó la mujer—. Soy vieja, pero no idiota.

—Tú te ofreciste, no tengo intenciones de que trabajes —comentó Bladis—. Tengo doncellas que viven para eso.

—Esas doncellas que traes son unas estúpidas analfabetas —rugió Madeline—, he decidido comandarlas por su bien, no tienen idea donde están paradas; y, cuando sea el momento, te clavaran un puñal en la espalda.

—¿Así que es un pasatiempo? —Bladis alzó una ceja.

—Es lo único que puede hacer aquí.

—Puedes irte si no te gusta —musitó Bladis, hastiado.

—Sabes que no tengo a donde ir. —Madeline dio un golpe al escritorio—. ¡Me lo quitaste todo!

—¡¿Otra vez con eso?! —Bladis se puso de pie—. Pudiste rehacer tu vida miles de veces, tú decidiste quedarte por venganza, dijiste que harías de mi vida una pesadilla, y en cambio solo me diste la compañía que nadie me dio. En todos estos años no me has hecho ni un rasguño. ¿Sabes qué? Con el tiempo me di cuenta, esto no era un castigo para mí, siempre lo fue para ti. No superas haberte equivocado, haber sido tan arrogante y tonta.

—¡¿Tonta?!

—Lo desperdiciaste todo, desperdiciaste tu vida fingiendo que querías vengarte —dijo Bladis, esta vez con la mirada quebrada—. Mírate, no eres más que una vieja enfermiza y amargada. No ves bien, te duele el cuerpo, y tengo que curarte a escondidas.

—¡¿Curarme a escondidas?!

—¡Esas pestilentes llagas que te habían salido te habrían costado la vida! —dijo Bladis, recordando una de las tantas enfermedades que padecía la mujer—. ¡Está claro que te ha dado la peste!

—Es lo que nos pasa a los humanos —dijo Madeline, entre dientes—. ¡Envejecemos, enfermamos y morimos! Acéptalo, Bladis, me está llegando la hora.

—¡¿Ahora aceptas la muerte?! —Bladis rió con fuerza—. Debiste aceptarla cuando tu marido agonizaba.

—¡Cállate! —Las lágrimas brotaron del rostro de Madeline—. No lo menciones con tu sucia boca.

Bladis golpeó su escritorio con ambos puños. Respiraba con violencia y la miraba con rencor.

—Pudimos ser felices, sabes que te amo —susurró.

—¡No! —gritó ella, poniéndose de pie, lista para irse—. No empieces otra vez, el amor de mi vida fue un lobo de corazón puro. ¡Jamás lo sería un demonio frío y asesino! ¡Jamás habría sido feliz junto a un monstruo como tú! ¡Todo el rencor que te tengo permanecerá en mi lecho de muerte, Bladis! ¡Eres imperdonable, aborrecible! Si me amabas no me hubieses provocado tanto daño. ¡Mi familia murió por tu culpa!

A Madeline le alteraba tanto que dijera esas cosas, pero hacía años se le había hecho costumbre volver con eso del amor. Era asqueroso, detestable, más cuando nunca se había quitado la imagen del clan destruido, de sus hijos muertos. Había que estar loca para aceptarlo, ya creía estarlo con el hecho de vivir con él. Pero no le daría el gusto, Madeline tenía su cuerpo maltrecho, mas su mente seguía clara.



Sus días estaban contados, ambos lo sabían. A los cincuenta y cinco las fuerzas pretendían abandonar a Madeline. Eran épocas duras, y si había sobrevivido tanto se lo debía a Bladis, que la mordía mientras dormía o escupía su bebida como un cerdo. No obstante, era sabido que en el próximo viaje que el vampiro hiciera, ella ya no estaría para recibirlo con un insulto.

El señor Arsenic caminaba de un lado a otro mordiendo sus dedos. No quería ir a la guerra, y no era por miedo, ya no quería despedirse de ella. No le importaba todo el odio que ella le tenía, no le importaba más nada, su presencia en la casa era lo más cercano que tenía al amor, a una familia. Con Madeline se sentía libre, capaz de ser él mismo, sin fingir, sin mentiras. Mostraba sus debilidades, comentaba sus pensamientos sin pudor, era sincero, no un demonio, no un conde vampiro, solo un hombre lleno de dudas que a pesar de sus años seguía aprendiendo, errando, teniendo sueños y amando.

Pero como otras tantas veces, anteponía el deber al querer. Su hermandad era importante, Vlad, Griselda, Klaus, el recuerdo de Katherine, todos ellos le importaban, por eso debía ir al frente de batalla, puesto que sus tierras se veían amenazadas siempre, y él era un temible guerrero, un increíble estratega. Era necesario proteger sus tierras antes que atacaran su hogar.

Él se fue, despidiéndose de Madeline con un abrazo.

—Espérame para morirte.

—¿Por qué debería ser condescendiente contigo? —preguntó ella, antes de comenzar a toser.

—Yo lo estoy siendo contigo, necesitarás una mano que sostener.



Madeline ya estaba acostumbrada a ello. Bladis tardaba días, otras veces se ausentaba por meses. Esta vez, en cambio, no tenía ganas de esperarlo con un postre envenenado, deseaba acostarse en su cama y dormir, dormir mucho. De ahí, enviaba órdenes a las doncellas para que hicieran los quehaceres, para que la alimentaran o la ayudaran a levantarse, cada día con menos frecuencia. La fiebre y los malestares la tenían prisionera, solo cinco días y sería historia. La peste se la llevaría a ella.

En esos momentos rememoraba su vida, había sido larga, y la mayoría del tiempo muy oscura. Había sido joven y tonta, había sentido la felicidad plena, había odiado, amado, había reído y bailado. Los resbalones eran miles, pero sus intenciones siempre buenas. Su vida con Bladis había sido una larga rutina, un largo castigo autoimpuesto, pero ahora estaba lista para decir adiós a su destino.

¿Encontraría a su familia del otro lado? Esperaba que sí, de lo contrario ya no tenía nada de que arrepentirse.

Al quinto día ya había dejado de pensarlo, las alucinaciones le ganaban, sin siquiera percibir la llegada de Bladis, que ahora lloraba sosteniéndole la mano.

Un inmortal no podía concebir la idea de la muerte natural, no entendía por qué la existencia de Madeline había sido tan corta, tan efímera. No estaba dispuesto a soportar eso, ¡no lo permitiría! Rompería su promesa aun sabiendo la tormenta de odio que se avecinaba, aun sabiendo, que solo traería dolor a Madeline, pues todo el tiempo había tratado de complacerla a ella, ahora se trataba de él.

Bladis no reparó en sus hechos, abrió la boca y clavó sus colmillos en la moribunda mujer, condenándola a una vida eterna en un cuerpo maltrecho y arrugado, condenándola a vivir a su lado, sin reparar en el tamaño de su egoísmo, a menos que ella se suicidara o prefiriera seguir intentando liquidarlo.



Una vida eterna, maldita y oscura, ese presagio había recibido una vez, y recién en ese instante, en el que despertó sin ninguna dolencia, supo que comenzaba su verdadero martirio.

El odio creció de manera degenerada como la profunda sed de sangre en su garganta. Bladis la traicionaba, rompía su promesa, sin embargo ella sabía que todo podía acabarse con el suicido, pero no podía hacerlo. Era cobarde, tenía miedo de quitarse la vida, había estado resignada a que moriría por la peste, pero ahora ¡otra vez la vida! Una maldita cuarta oportunidad. Esta vez, Bladis erraba, pero seguir bajo ese círculo enfermo también sería decisión de ella.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top