Capítulo 2

Al anochecer, Fred y Christopher se terminan dando un festín. Christopher ha robado suficiente fiambre y pan para comer alrededor de cinco días y no quedarse con hambre. Su compañero, en sus adentro, confiesa que está mejor que la comida del hospital y eso que no es de juzgar las comidas viniendo de un ambiente tan pobre. Pero se toma el descaro de juzgar, como un humano normal.

Fred come como si se le fuera a acabar el mundo, con un deleite que es envidiable. No entiende cómo puede disfrutar tanto la comida, siendo solo eso "comida". Él suponía que ya se habían acostumbrado a la idea de comer poco o nada. Pero ahora nota una gran diferencia entre ambos: sus placeres humanos.

Aunque entre estos placeres de Fred no se encuentra la de tener una cama cómoda en la que dormir, debido a que Christopher le aclara si dormirán en la misma cama y él se niega profundamente, preguntándole por qué insinúa que es un maricón.

Para evitarse molestias, Christopher se va a medio monólogo furioso y se refugia en las cómodas sábanas que ha vuelto a poner en la cama. No sabe por qué aquel las quitó, sin son reconfortante en noches frías como esas. Y se alivia de saber que tiene una cama en la que dormir. Incluso disfruta de la soledad de esta, aún sabiendo que su compañero orgulloso estaba condenado al pasto húmedo y los insectos molestos.

Extrañaba sentirse cómodo y seguro en un lugar.

Reconcilia el sueño luego de dar un par de vueltas, inquieto en sus pensamientos.

Cuando despierta, los rayos del sol golpean su rostro y le recuerda que no tiene cortinas para taparlos, así que se desparrama tanto que cae de la cama. Bueno, fue muy cómodo hasta lo que duró.

Se levanta con cierta dificultad y se encamina hacia la cocina por el olor a café puro que le llega. Recuerda muy bien ese olor. Cuando no había alcohol, había café en el campo. Y uno tenía que dejar sus exquisiteces de "té con sabor a..." para otra ocasión.

Ve una mesita improvisada y a la gran figura de Fred reparando algunas parte del techo. Lo observa unos segundos antes de tentarse por las galletas que hay encima de esa mesita. Toma una y la muerde. Es dura como una piedra, pero está rica.

—Sabe a limón.

—Quizás porque es de limón.

—¿Dónde lo robaste?

—A ver, yo no soy como tú. No robo. Yo simplemente me encontré un limonero y lo saqué.

—¿De quién era el limonero?

No responde y ahí se da cuenta de que sí robó. Pero al parecer tienen definiciones diferentes de lo que significa "robar", así que abstiene a la discusión bebiendo un sorbo del café aguado. Unos seis segundos hacen falta para que su paladar se sienta lastimado y lo termine escupiendo en el suelo. Estaba hirviendo.

—Eso te pasa por tomar lo que no es tuyo —advierte Fred, bajándose de la escalera que ha tomado y bebiendo el café sin ningún tipo de ardor—. Me estás dando formas de matarte, por cierto.

—¿Cómo?

—No importa, no estoy para explicarte todo. Ah, por cierto, tienes que salir a trabajar.

—No tengo experiencia laboral social si eso es lo que quieres hacer conmigo —dice cuando se encuentra con unas artesanías de madera en frente de sus ojos.

—Estás de suerte: la obtendrás. Todo tuyo y no vuelvas hasta... No sé, hasta la noche. Si vienes con las manos vacías te asesino.

—Bien.

—Hablo en serio.

—Claro.

Fred, impaciente por sus respuestas, lo echa afuera entre gritos y maldiciones, tirándole las artesanías que tenía guardadas como malabares. Para su suerte, los reflejos de Christopher eran buenos.

Ve las cuatro cosas que le ha dejado: un canario pintado por manos rudas, una especie de tazón con manzanas, un piano y un corazón. Todo hecho un poco más grande que su mano. Le sorprende realmente. ¿Así que a eso se dedicaba Fred todas esas horas en las que pedía madera y acrílicos en el hospital? Ya se preguntaba cómo se pagaba todo eso, pero supone que su habilidad ha conquistado a las enfermeras.

El bosque por el día le da un poco de pudor. No le gusta sentir el sol en el rostro o saber que todo está muy iluminado. Siente que hay más chance de que pueda perderse con el camino guiado que sin este. Pero, por suerte, llega a la parte final del bosque.

Observa a la gente bien vestida, caminando y charlando entre sí, como si hace tan solo unos meses no hubiera una guerra.

Casi siente un gran rencor, antes de recordar algo clave para un vendedor: una buena apariencia.

Su cabello es inarregable, pero hay tanta gente con traje y sombreros, curiosos de la ciudad en frente de sus ojos, que no cree muy difícil cazar a alguno.

Y lo hace. Caza a uno con una trampa para bobos: deja el canario en frente de la zona donde más ilumina el sol para darle paso al bosque. Un pobre tonto curioso por los colores, probablemente,  camina hasta él y lo toma entre manos.

Antes de que pueda esperárselo, este tipo es atacado por Christopher, quien lo adentra al bosque, un poco molesto por el pedido de que "no lo mate": Claro que no piensa matarlo, pero si sigue así puede que algo fuerte se active en él, así que lo nockea, harto de su sollozo.

Como si no hubiera dejado a un hombre desnudo en el bosque, aparece en la ciudad como un tipo de negocios. Sabe mucho de negocios y por suerte es astuto. Su pensamiento es claro y cruel: si se pone al lado de alguien que venda cosas similar a él pero que no tenga traje, será mejor recibido. Y así lo hace, encontrándose cerca un puesto de sillas, mesas y otras artesanías de maderas mucho más necesarias que las suyas. Pero parecen hechas por manos toscas.

Si para algo es bueno, es para persistir. Así que permanece de pie junto a un vendedor anciano que no parece pasar una buena racha y hace las mejores adulaciones a los hombres y mujeres de ropa sedosa, ofreciendo un precio aproximado que llama su atención.

No tiene sentido venderle cosas tan inútiles a los pobres. Tiene que alcanzar un rango alto.

Dos mujeres se pasan varias veces y deciden comprarle dos de sus manualidades, halagándolo con un "lindo traje" y cotilleando entre ellas. Pero le da lo mismo. Ahora quiere más y más dinero.

Para conseguirlo en el pasar de las horas, no se le ocurre nada mejor que despreciar al hombre que vende a su lado, sugiriéndoles a las personas que le compren a tipos con traje como él. Pero solo incentiva a la gente a marcharse, no a comprarle. Eso sí que es un punto bajo.

El señor, que tan agradable se había mostrado, le llama la atención con un tono cansado.

—¿Hasta cuándo vas a seguir ahuyentando a mis potenciales clientes?

—No por mucho, este lugar no me está dando mucho —responde de forma literal.

—Podemos ayudarnos, muchacho.

—No lo necesito.

Toma sus últimas dos figuras y camina hacia otra dirección, pensando en si sería buena idea ponerse en frente de un bar ahora que está anocheciendo. Pero sus pensamientos se ven interrumpidos por esa voz, que pregunta algo perturbador para él.

—Has estado en la guerra, ¿cierto?

Lo observa, asombrado de que la poca gente que los escucha haga muecas. Creía que casi todos eran gringos que no entendían nada de guerra, pero ahora nota que no. Que todos saben de la guerra, que no fue el único en enterarse y de que la pesadilla es real.

Camina hacia él, algo fastidiado de sus palabras.

—¿Y tú cómo sabes?

—Se te nota en los ojos, muchacho. Tienes la mirada y el rostro de alguien que la pasó muy mal.

—Pura mierda.

—Pero al final esta "pura mierda" acaba de descubrirlo.

No le quiere dar la razón, pero la tiene. Así que acepta el lugar que le hace este hombre tras su puesto y se sienta, algo incómodo por la idea de ser "descubierto". El chiste de venir a esta ciudad asilada, era que no volvieran a reconocerlo. Bueno, además, estaba un poco más cerca del hospital y necesitaba una salida que le quede bien.

—Yo también he participado en la guerra. No nos conocemos, eh, pero tienes los rasgos.

—¿Cómo usted pudo haber participado de la guerra?

—Pues participé los dos primeros años como un sub-general. Yo decidía quién vivía y quién moría. Ya sabes, toda la mierda.

—Sí, conozco muchos casos.

—No me siento orgulloso de lo que he hecho.

—¿No? Yo siempre los vi muy confiados a todos ellos.

—Pues solo estaba siguiendo la ética militar.

—Claro.

—¿No me crees, muchacho?

—Ni siquiera sé su nombre, señor.

—Soy Joseph. Solo Joseph.

—Bien... Yo soy Christopher Muller y no me arrepiento de nada de la guerra.

Lo está diciendo por despecho. Quiere que ese señor de rostro amable se enfade, le diga que es un ser inhumano, alguna grosería de las que ya ha escuchado antes como "monstro" o "sin corazón". Pero por el contrario solo lo observa. No sabe qué quiere expresar.

—Pues lo siento. Eso tuvo que haber sido feo... Te ves joven.

—Insisto, no te compadezcas de mí. No me importa y volvería a matar si ese fuera el caso.

—¿Incluso si se trata de un amigo tuyo? Bajo los términos normales, ninguna persona queremos asesinar a los nuestros.

Un flashback casi agonizante pasa por su mente ante la simple mención de palabras, pero antes de que pueda dejar lugar a la desesperación y desrealización, se pone de pie. Lo mira y luego mira su entorno. No piensa dos veces antes de alejarse, chocando con la poca gente que allí se encuentra e intentando quitar el sonido de bala de su cabeza.

Solo hay una bala repitiéndose cada vez más fuerte.

—No escapes de tu humanidad, Christopher.

Pero sabe que no es humano. Sabe que su forma de razonar y sentir no es humana, no es algo hermoso de explorar. Es asqueroso, casi sufriente.

Se queda un momento en el bosque, intentando relajarse. Ha estado más del tiempo del deseado con personas a su alrededor. Escuchó muchas charlas. Presenció una discusión efusiva. Quiere creer que esa es la razón por la que actúa de esa forma, por la que experimenta tanto malestar.

El ruido es la peor molestia para él, más si se trata de gente desconocida hablándole como si lo conocieran. Si quería seguir teniendo un consuelo, se hubiera quedado en su ciudad natal. Pero no. No quiere un consuelo, no quiere pensar con el corazón ni dejarse llevar por otras personas.
Nada de eso sale bien.

Cuando por fin puede actuar con mayor normalidad, sale del bosque y con el dinero que ha juntado, se dirige hacia una frutería. Compra tres manzanas. Luego en la panadería, pide dos pedazos de pan. Eso es suficiente. Está excelente. Es más de lo que podría haber deseado.

Vuelve a su hogar muy tarde, a la madrugada o cuando ya está volviendo a amanecer. Cualquiera de las dos formas, se encuentra con Fred despierto, evidentemente curioso por su tardanza.

—Te tomaste todo el día.

—Pero he traído algo de comida.

—Pues ya tenemos comida, imbécil, yo prefería guardarme el dinero.

—Salgo de nuevo mañana.

Poco a poco se le está yendo el aliento. Y todo empeora cuando Fred empieza a murmurar insultos mientras sostiene lo que ha traído.

No sabe por qué, pero su corazón empieza a latir muy lento y su cabeza da vueltas. Un poco perturbador por los síntomas y seriamente alerta, se intenta sentar en el suelo, relajar el cuerpo que ha estado parado casi un día. Pero cae con tal brusquedad que no puede ni moverse.

El suelo está frío, pero no puede levantarse y pedir ayuda. Se siente estúpido cuando está así, sin aliento y buscando una forma de hablar, sin poder forzar nada.

—¿Ahora qué? —pregunta Fred cuando lo ve.

Le jala del brazo para levantarlo, pero se frena cuando ve que la cabeza de Christopher se corre para un costado y la sangre empieza a desparramarse de su nariz.

Eso lo asusta por un momento intenso, en el que intenta descubrir qué es lo que ocurre con su compañero y por qué parece que está a punto de desmayarse.

Pero conservando la calma y creyendo que todo será explicado a la brevedad por la ciencia, lo acuesta contra el suelo de nuevo y procura vigilar que luego despierte

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