五 (c i n c o)
V
Entre la inmundicia del establo donde asombrosamente le permitieron pasar la noche, evoca los motivos por los que aquel viaje tan cansado vale su peso en oro.
Los pies, hinchados y sucios, duelen como si un par de serpientes los envolvieran con malicia. Lleva 24 horas sin probar bocado, y el olor a estiércol le agobia. Sin embargo, la agonía resulta exquisita. Cada paso dado, cada suspiro habrá sido perfecto si logra cumplir su misión.
Tendido en el suelo, el recuerdo de Hana le fortalece. Dulce princesa, flor de miel, carne y sangre. ¿Cuánto tiempo hace desde que descendió del cielo para rescatarle? Ella es, quizás, la única persona que jamás odió en la vida.
Se remonta a su amarga juventud.
En su pueblo natal nadie le quería. Esa cara fea, el cuerpo desproporcionado y los dedos agarrotados le daban la apariencia de un monstruo visceral. Tanto tiempo siendo señalado, tantos escupitajos y crueles burlas lograron que se lo creyera. Era un monstruo y había perdido el don de la empatía, si es que alguna vez lo tuvo. En sus sueños solo veía caos y destrucción, gritos, muerte... cuando los rayos del sol le despertaban, se hallaba lleno de júbilo. ¡Qué dulce! ¡Qué hermoso era el dolor ajeno! Sobre todo cuando el papel del verdugo lo encarnaba él.
No obstante, su existencia era tan ridícula y miserable que ni siquiera se atrevía a tomar una antorcha y llevar a cabo sus deseos más atroces. Inútil como nadie, fue un pedazo de mierda desde su fatídico nacimiento.
Aquellos cansados días transcurrieron con matices negros. Su acosador número uno parecía más activo que nunca. «¿Que han robado una vaca? Fue culpa del monstruo. ¿Alguien intentó ahogar a la niña? ¡La maldita bazofia! ¿Quién incendió el huerto? ¡El fenómeno!».
Claro está que el infeliz sapo jamás cometió ninguna de esas barbaries, pero es que con alguien debía descargarse el odio acumulado. ¿Cierto?
Fue una tarde de verano cuando los pueblerinos se hartaron y decidieron linchar al (falso) criminal. Construyeron una hoguera, le arrastraron entre gritos y humillaciones.
Todo acabaría, y aunque de manera cruel, al último momento, pensó que quizás alcanzaría en las tinieblas la paz que jamás experimentó sobre la Tierra.
El fuego comenzaba a surgir, creciendo como una enorme lengua que pronto rozaría sus pies y terminaría por abarcarle el cuerpo entero. Pero, por extraño que pareciera, el cielo ennegreció de pronto, envuelto por densas nubes que al caer en forma de fuerte lluvia, apagaron las llamas del infierno que era su destino. Aquello resultó peor para sus torturadores. «Además de monstruo, ¡brujo!». Debían ahorcarle entonces, o estacarlo, o lapidarlo, o arrancar cada pedazo de su horrible anatomía.
Sin embargo, no terminaron de planear la tortura perfecta cuando notaron descender del cielo algo similar a un ángel. Surgió del viento, traída como húmedo pétalo. Era una mujer joven, pálida, de cuerpo hermoso y rostro tierno. Sus largos cabellos, rozando la cintura, eran verdosos como algas marinas. Portaba un vestido blanco, y avanzaba descalza.
A su paso, todos olvidaron durante segundos el odio que les había dominado, quedando hipnotizados por su fresco aroma. Anduvo entre la multitud, donde la gente abrió paso con solo sentir su divina presencia.
Llegó entonces ante el sapo, y rompió con su vista las ataduras. Torpe, él cayó ante un par de terrosos pies, que pronto observó con horror. ¿Qué clase de criatura era esa? ¿Había llegado para salvarlo? Al alzar su feo rostro, notó una delicada mano ofreciéndole soporte. ¿Debía acaso tomarla? ¿Había muerto en realidad y aquel era solo un enviado de Dios recibiéndole en el paraíso?
Temeroso, y aún dudando, enlazó sus toscos dedos con los de la dama y se puso de pie. Ella le ofreció una amable sonrisa, radiante como el sol; y dándose una veloz vuelta que hizo volar por el espacio su falda en forma de alcatraz, salió corriendo, arrastrando al «monstruo» consigo.
Trotaron entre las ramas del bosque como un par de libres cervatillos enamorados, esquivando trampas y brincando arbustos. De haberlos visto, cualquiera diría que ella se había vuelto loca al traer a su lado semejante deformidad como si se tratara de un tesoro. Pero no importaba, su profunda complicidad era suficiente para calificar aquella escena como hermosa.
Para él, esos instantes fueron un sueño de inmenso goce, un nirvana fangoso del que no deseaba despertar jamás.
Estando ya lejos de cualquier amenaza, exhaustos y sucios, se detuvieron a descansar bajo la copa de un árbol. Respiraron, vieron las nubes, y fue cuando ella se animó a confesar: «Tú eres como yo. Te he estado viendo desde hace tiempo, amado mío. Quiero que seamos amigos».
¿Cómo era posible que una criatura celestial declarara tan falsas y horripilantes palabras? Sapo no logró comprenderlo, todo había ocurrido de forma vertiginosa y muy violenta. Sin embargo, aquellas voraces ansias de sentir el amor jamás experimentado, le impulsaron a aceptar. Ella era como una flor, frágil y delicada, por lo que cuando se presentó con el nombre de Hana*, supo que era el destino. Lo que no imaginaba, era que algunas flores suelen ser tóxicas, y había encontrado una que encajaba perfectamente con su magullada persona.
«Gracias por tu bondad, Hana».
* * *
Llegando a aquel punto, probablemente había transcurrido una hora desde que salí de casa, siguiendo a un sereno y decidido Midori que avanzaba hacia no sé dónde, tres metros frente a mí.
Al principio me resultó fácil andar tras la esquelética silueta, pues mientras atravesábamos mi amado pueblo sumido en el silencio, cada dos cuadras un pequeño faro alumbraba nuestros pasos. Sin embargo, conforme las casas fueron desvaneciéndose, y en su lugar solo se lograba divisar la desolada carretera, no caer en un hoyo podía considerarse milagroso.
Aunque me intrigaba saber adónde nos dirigíamos, en realidad estaba disfrutando el recorrido por su discreta belleza. Él guardaba silencio, sumido en la labor de guiarme. Yo observaba a mi alrededor, notando lo diferentes que podían llegar a ser los lugares cotidianos cuando eran sumergidos en la oscuridad.
De hallarme en una situación distinta, probablemente no habría accedido a llegar tan lejos por temor a ser asaltado, atropellado o algo parecido. Mi madre jamás me había dejado salir a esas horas, y era curioso lo bonito que se sentía desobedecer sus reglas cuando perseguía un objetivo tan noble y egoísta como la felicidad.
Mi estupidez en aquel instante era tan grande debido a la embriaguez del enamoramiento, que apenas noté el momento en que Midori se adentró al campo, sacando por fin sus manos de los bolsillos, exhalando el oxígeno casi puro de aquella zona.
Torpe, dudé unos instantes antes de romper la barrera y salirme del camino.
La hierba rasposa, besando con cruel suavidad mis pies, anunció que la aventura sería agridulce. Entre piedras, tierra y una fresca ventisca, alcancé a escuchar cómo el chico de verdes cabellos comenzaba a tararear una melodía.
Cuando la noche cae, el campo es tan grande que puedes perderte.
Escucharás al amable viento cantar. Luego callar.
Hay pequeñas luciérnagas por doquier.
No pude evitar esbozar una sonrisa ante el enorme pastizal que Midori recorría al ritmo de su canción. ¿Dónde la habría escuchado? ¿Saldría acaso de su corazón? La voz infantil, casi femenina, cumplía la misma función que las plumas de un pavorreal. Guiado por los profundos matices azules y verdes, aumenté la velocidad de mi paso, intentando alcanzarlo.
Nacen y brillan, radiantes como el sol.
Se mueven suaves, flotando, soñando.
Por casualidad se besan, se vuelven uno... y desaparecen.
Estallan, regresando a su hogar.
Después de planear en su dirección, logré rozar con mis dedos la suave piel de sus brazos. Se detuvo, mirándome de frente, y recitó con los brazos abiertos aquella poesía hermosa que sin duda alguna, estaba dedicándome.
Quizás... quizás...
Son como nosotros.
Y entonces, tomando con fuerza mi muñeca, se echó a correr entre la hierba. Mi ineptitud hizo que lamentablemente le soltara, pero de igual forma, llenos de adrenalina, comenzamos a jugar con la libertad de dos animales que regresan a la tierra.
Excitado, gritó.
¡Te veo aquí, yaciendo desnudo ante la luna!
Pienso en muchas cosas, cuando miras el cielo relajado.
Pienso en muchas cosas, como quedarme a tu lado.
¡No digas nada! Solo mantente así.
¡No digas nada! Así. Así.
Nos cazamos, flotamos, chocamos nuestras palmas y volvimos a correr. Con el impulso de yacer en extremos opuestos, nos estrellamos formando un doloroso abrazo que terminó en toses y risas. Rasguños, besos, tropiezos. Midori y yo nos adentramos más en el campo, hasta alcanzar las luciérnagas que mencionaba su canción.
Observé a los insectos volar en todas direcciones, trazando mil figuras sobre el lienzo del espacio. Nos detuvimos, tratando de imitarlas con nuestros huesos. Aquel espectáculo fue algo sublime, surreal. Mientras era consciente de mi infinita felicidad, tomé la húmeda mano responsable de la misma.
—Midori, esto es tan hermoso... —comenté fascinado ante los foquitos parpadeantes que surcaban en la oscuridad.
—Y aún no te he mostrado lo mejor. ¡Ven!
Hipnotizado por aquella bonita e inocente sonrisa, corrí una vez más a su lado, hasta llegar al árbol más alto y frondoso que encontramos. Con una agilidad impresionante, Midori trepó entre las ramas, invitándome a que le siguiera. Inseguro, hice mi mayor esfuerzo y logré sentarme a su lado, a unos cuatro metros de altura. Procuré no mirar hacia abajo, tembloroso.
—¿Te sientes preparado? —dijo con una risa maliciosa.
—No estoy seguro, a decir verdad me aterra... ¿qué harás? —Incluso articular las palabras me resultó difícil. Estaba enterrando mis uñas en la madera.
—Observa.
Atento y ciertamente temeroso, le obedecí. El inmenso panorama compuesto por cielo, tierra e insectos asemejaba a los paisajes que solía ver de pequeño en las películas animadas. Una tierna sensación de calidez abrazó mi corazón, y entonces, por reflejo, volteé a ver a mi dulce acompañante. Primero buscó estabilidad en las ramas, tratando al árbol con cariño; después miró al infinito, reflejando en sus ojos una expresión sabia y amorosa.
Tomó aire, un pequeño suspiro. Repitió el proceso un par de veces, inflamando cada vez más sus pulmones. Pude notar incluso la forma exacta de sus costillas. Inhaló, exhaló, inhaló, exhaló... y entonces, como un alma perdida que reclama atención, aulló.
El sonido, penetrante e impresionantemente sobrenatural, surgió al tiempo que una enorme ráfaga de viento pretendía llevarnos entre sus largos dedos. Tras un cómico y espontáneo «¡por todos los cielos!», me aferré con fuerza al árbol, cerrando los ojos. Mi piel se erizó, el corazón me latía violento.
Escuché la pícara risa de Midori, que probablemente se regocijaba con mi masoquismo. Poco a poco abrí los ojos, fascinado tras semejante experiencia.
—¿Otra vez?
—¡Otra vez!
Entonces volvió a aullar, manifestándose como una ninfa inmadura y poderosa. Jugaba con el viento como si de su mascota se tratara, por lo que muy en el fondo, volví a temerle un poco. Sabía que a su lado nada malo ocurriría; es más, pensé que en determinada situación mi amistad con Midori podía resultar ventajosa... pero aún así subsistía algo, quizás parecido al temor por Dios.
Los minutos transcurrieron como polvo estelar, entre aullidos, gritos y alaridos, todos impregnados de una belleza trascendental.
Su pequeña silueta, delicada y provocativa, me invitó a besarle otra vez. Atrapé sus mejillas entre mis manos y pegué mis labios a la suave piel de su rostro.
Borrachos, nos deslizamos por las ramas y terminamos tumbándonos en el pasto.
Miramos el infinito. Un cielo carente de luna, pero repleto de estrellas. En la ciudad era imposible admirar un paisaje natural tan imponente, tan real. Me sentí dichoso, recostado al borde del universo; comprendí también la inminente realidad de que Midori y yo nos hallábamos volando sobre un globo en el espacio, perdidos, por capricho del destino.
Las luciérnagas del cosmos, ¿eh?
—¿En dónde estamos? —inquirí de pronto en un susurro. Esta vez fue Midori quien se desubicó al escuchar mi voz.
Lo pensó unos momentos, analizando cada esquina del panorama ante sus ojos. Buscó en las constelaciones letras que, conectadas, le dieran una respuesta coherente. Acarició con sus dedos el lienzo, y cuando halló lo que buscaba, sonrió.
—En mi casa.
Aquello tenía sentido, sí. Sin embargo, no fue suficiente.
—No, no... —dije con suavidad—. ¿En dónde estamos precisamente?
El chico de verdes cabellos se encogió de hombros. Pareció comprender con profundidad el sentido de mi pregunta.
—Eso en realidad no lo sé, Hibiki. Pero creo que no importa mientras estemos.
Sin perder la oportunidad, le besé una y otra vez, fascinado.
Cuando regresamos a mi morada, pudimos incluso presenciar el alba. No dijimos nada, el silencio nunca resultó incómodo para nosotros.
Me dejó en la ventana, como una novia tímida y mimada, no sin antes abrazarme. Agradecí al azar su existencia, y prometimos volvernos a ver en la tarde. Cuando partió, lo hizo con una sincera sonrisa. Al notarlo tan feliz, jamás pensé que aquella sería la última ocasión que le vería florecer en un buen tiempo.
***
Hacía mucho calor, las cigarras cantaban, mamá preparaba la cena.
La noche cayó antes de que me percatara, y con ella mis esperanzas de verlo. Recuerdo que mientras me bañaba, una suave decepción en forma de burbujas de lavanda me acarició con dulzura. Mientras las enjuagaba, sin embargo, decidí no darle mucha importancia y esperar a que el chico apareciera al día siguiente.
Mas no fue así.
Una tarde solitaria tras otra comenzaron a fluir sin que pudiera evitarlo, y transcurrió así una semana entera desde que Midori me mostró la belleza de su mundo. Estaba ocurriendo, y me hallé inútil sin saber qué hacer, otra vez.
Al principio fue desesperante. Recuerdo que no pasaba minuto sin que mordiera un lápiz en la escuela, o diera de vueltas por mi cuarto. No solo me angustiaba su bienestar y paradero, sino que también, en medio de la histeria, pensé que quizás yo había tenido la culpa. Repasé nuestras conversaciones una y otra vez en mi mente, sin hallar un solo error, una falla lo suficientemente fatal como para que Midori hubiese decidido dejar de verme.
Incluso mis compañeros, a quienes había abandonado desde aquella caída en bicicleta, comenzaron a notar algunos cambios en mí. Se percataron de mis ojeras, del mal genio que muy pocas veces había experimentado; preguntaron por mi salud, apoyaron sus cálidas manos sobre mi espalda; pero ninguna caricia logró reconfortarme realmente, pues aunque estaban teñidas de mil colores... no hallé ni una verde.
La segunda semana llegó, y fue cuando sin remedio, estallé.
Salí corriendo una tarde y busqué en el campo su presencia, la miel de sus labios oculta entre los troncos. Grité su nombre hasta dañarme la garganta, porque simplemente no podía desaparecer sin decir adiós, no tras enloquecerme de amor y prometer un encuentro más. No podía ser tan cruel, no creía que fuera capaz de acostumbrarme a su sonrisa, de haber cultivado con ternura diariamente aquellos sentimientos, y luego abandonarlos como si fueran cualquier cosa.
Tras aquel pasional arranque, retorné a casa cabizbajo, con las extremidades desguanzadas y la moral hecha pedazos. Mi salud se deterioró un poco. No dejaba de marearme, soñar extrañas pesadillas y vomitar de vez en cuando. El médico dijo que era una infección, y me mandó reposo absoluto por tres días.
Aquello solo pudo empeorar la situación. Durante mi encierro en aquellas cuatro paredes, no hacía nada más que alucinar con Midori, sus flores y su boca. Le extrañaba muchísimo, aunque se tratara solo de diez o trece días sin presenciar su silueta alabando a la luna. Era como si me hubiera vuelto adicto a él o algo así.
Repasé nuestra historia, y entonces recordé aquella ocasión en la que había deseado con todas mis fuerzas verle, tras el primer encuentro. Desesperado, y recurriendo a la poca fe que aún se hallaba en mi interior, volví a hacerlo, con una intensidad tan tortuosa, tan cercana a la agonía, que dos días después... hizo efecto.
La pálida mano que tan bien conocía tocó a mi ventana como de costumbre, y yo salí disparado a recibirle.
La imagen ante mis ojos causó un choque emocional muy intenso. Estaba feliz, radiante de ilusión por volverlo a ver, por saber que no se había olvidado de mí y que angustiarme por semejante tontería había sido muy inmaduro de mi parte. Sin embargo, la tristeza fue el sentimiento que reinó cuando mi amor se dejó caer, enterrando su rostro en mi cuello. La piel de los brazos lucía magullada, llena de cardenales morados, negros, y uno que otro agujero rojo cubierto de sanguaza. La playera, húmeda, probablemente ocultaba el mismo patrón en su espalda y abdomen, así como en las piernas.
Miré con horror sus pantorrillas temblorosas, cómo a duras penas lograba mantenerse en pie. Y aún con todo, me abrazó, hundiendo sus dedos en la negrura de mi pelo.
—Hibiki. —Los labios secos susurraron.
—Midori... Midori... mi amado Midori —dije devolviendo el abrazo, con temor de quebrar su suave esqueleto.
De forma brusca, con las casi nulas energías que aún almacenaba, el chico se separó de mí y avanzó lo más rápido posible a cerrar la ventana y correr las cortinas, con una actitud neurótica que jamás había visto en él. Fue entonces cuando al volverse me miró por algunos segundos a la cara, y noté cómo el daño también se había extendido a su cutis.
Quedé mudo, despavorido ante la fealdad de su párpado derecho, que parecía carcomido por un cuervo o algo peor.
Avergonzado, Midori aventó los zapatos y se metió bajo las cobijas de mi cama, cubriéndose por completo. Lo noté estremecerse, como si estuviera enfrentándose a la peor helada nocturna.
Me acerqué despacio, colocando mi mano sobre el bulto que se hallaba en mi colchón.
—¿Qué te han hecho, Midori? —inquirí, triste y palpitante—. ¿Qué ocurrió?
Por unos instantes solo escuché su lloriqueo, siendo testigo de un cuerpo en sufrimiento que buscaba desesperado estabilidad. Yo quería sacarlo y revisar sus heridas, llenarlas de ungüento, gasas, y demás tonterías que hallara en el botiquín; anhelaba saber la verdad, bombardearlo con preguntas e ir con una hoz a castigar a aquel que hubiera osado dejar en semejante estado a una criatura tan benévola como Midori. Sin embargo, como buena víctima de la razón, me contuve.
Cuando el llanto cesó, escuché una débil voz oculta bajo el algodón cuestionar.
—Hibiki... ¿alguna vez has sentido que te persiguen?
Aquella pregunta me tomó desprevenido, y volteé hacia la ventana repasando las palabras en la luz azul que se colaba.
Mi torpe cerebro no logró hilar las ideas.
—¿A qué te refieres precisamente con la palabra perseguir?
—A cuando pisan tus talones.
Aquella respuesta despertó un escalofrío que recorrió con su lengua todo mi espinazo.
—Bueno... realmente, tal como me lo planteas, no. He andado por la calle, y a veces noto algunos pasos familiares tras de mí, durante algunas cuadras. Sin embargo, en algún punto aquella persona y yo nos separamos —tragué saliva—. ¿Por qué la pregunta?
—Porque siento que a mí sí me están persiguiendo —hizo un silencio, estremeciéndose—. Le he visto ya en cinco pueblos diferentes, no creo que sea coincidencia. Es cuestión de uno o dos meses, él siempre me encuentra y me observa desde la lejanía... pero en esta ocasión, me ha mostrado sus verdaderas intenciones.
Poco a poco, Midori salió de las cobijas, sentándose ante mí. Me miró con una expresión profundamente angustiada y temerosa en sus ojos.
No derrumbarme ante una imagen tan triste demostró lo fuerte que podía llegar a ser de vez en cuando.
—¿Quién es? —dije tratando de asimilar la situación—. ¿Qué te ha hecho?
—No tengo ni la menor idea, Hibiki —miró sus uñas, negando con la cabeza—. Es un hombre muy feo, un monstruo de pies a cabeza. Es cojo, jorobado, su piel posee algunas verrugas y sus uñas sucias son obscenamente largas —tomó aire, despacio—. Sin embargo, lo más horrible de su físico es el rostro, ¿sabes? Cuando le veo no puedo evitar pensar en un montón de bistecs amontonados, como si Dios hubiese descargado su ira y rebeldía en una creación tan aberrante. Sus ojos negros y vacíos apenas pueden verse entre tanta carne y hueso mal puesto. Pero nada en él, cariño mío, es tan espantoso como la actitud que tiene hacia mí. He estado pensándolo todos estos días que me tuvo acorralado, y creo que desea mi oruga. Quiere arrebatarme mi ser, el don que me fue otorgado en medio de un milagro. No sé para qué lo necesita, o el motivo de su codicia; pero, Hibiki, si él logra su cometido... me marchitaré. Moriré de forma lenta y agónica, lo sé porque he visto a otros de mi especie desfallecer así, y yo no quiero eso para mí. ¡Tengo miedo! ¡Debería irme, pero no quiero dejarte!
A estas alturas, Midori estalló en llanto y me abrazó. Yo quedé petrificado, sin saber siquiera cómo reaccionar, con un cúmulo de información fatal a descifrar sobre mi conciencia. Temía tanto por él, y su angustia se percibía tan severa, que incluso yo comencé a sentir la paranoia.
—Y a todo esto, Midori... —dije acariciando sus cabellos—. ¿Qué le ha pasado a tu piel?
—No he llevado a cabo mi proceso —replicó como un niño, contra mi pecho—. Necesito sanar y comer para tener la fuerza suficiente y enfrentarme a él. Ya estoy harto, no puedo dejarme depredar tan fácilmente. No habría problema de no ser porque me siento muy débil, y necesito refugiarme en mi construcción para regenerarme.
—¿Quieres que te oculte otra vez? —ofrecí de inmediato.
—No. Los daños en mi interior son severos, y en esta ocasión tejeré algo más grande. No podrás ocultarme con la facilidad de la otra ocasión, además de que no quiero ponerte en peligro. No sé hasta dónde es capaz de llegar ese hombre por encontrarme, y tomando en cuenta su cercanía de los últimos días, no me sorprendería que entrara en tu ausencia. De hecho, que me encuentre aquí es un milagro. Es por él que he terminado así.
—Midori... Midori... no tienes idea de la angustia que pasé todos estos días por tu desaparición. Dime qué puedo hacer para ayudarte, ¿cómo debería actuar ante esta situación? Dímelo, dame instrucciones, que yo las seguiré al pie de la letra —supliqué, deseando con todas mis fuerzas protegerle.
—Haré mi regeneración en un viejo granero abandonado que he hallado en medio del campo —habló seguro, secando sus lágrimas—. Lo único que debes hacer es cuidarme, recibirme cuando despierte. Creo que él no conoce ese lugar, por lo que no habrá problema. ¿Puedo mostrarte el sitio esta noche?
—Por supuesto —respondí ofreciéndole una sonrisa tristona.
Nos quedamos en silencio, abrazados como una pareja que atraviesa la dificultad de un luto. Procesar toda esa información no sería sencillo, apenas sabía lidiar contra problemas como exámenes y tareas o una gripe pasajera, no situaciones críticas que implicaran fortaleza física y mental. Era un chico de quince años enfrentándose a un mundo desconocido. Me sentía pequeño, torpe y ajeno ante aquel extraño conflicto. Las mismas dudas de siempre me asaltaban, solo que al doble de complejas.
Pero, una vez más, teniendo claro mi amor por él, fui cegado y acepté darlo todo. Estaba agradecido por tenerlo de vuelta, y no pensaba abandonarle tan fácilmente.
En medio del atardecer, me permití derramar una sola lágrima, que rebotó en sus labios.
—Te quiero mucho, Midori.
*Hana (花) = Flor.
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