二 (d o s)


II

La mesa llena de comida jamás me pareció tan insulsa.

Y es que en mi pecho había un calamar de largos tentáculos rogando salir. Se arrastraba, ascendía por mi garganta; y justo cuando pretendía brotar en forma de palabras, me lo tragaba. El pobre escurría, perdiéndose entre rojas entrañas.

Aquel calamar era, pues, el anhelo de narrar mi encuentro con el chico de cabellos verdes.

Incluso aunque el tobillo doliera, aunque mamá y papá hicieran pausas perfectas en la conversación vespertina, yo no me atrevía a expresar mi anécdota. Temía ser incomprendido y que me tomaran por loco. Si a mi familia no podía confesarle aquello, mucho menos a mis púberes compañeros de clase.

¿Qué debía hacer entonces? Nada. Simplemente callé y mentí cuando preguntaron qué me había ocurrido en el tobillo.

Esa misma noche permanecí en silencio, mirando el techo. Las cigarras chirriaban, hacía calor, y mi mente no paraba de evocar aquella última imagen impresa antes de que él partiera.

Una amable sonrisa. Su espalda andando en dirección opuesta a la mía.

Entonces me arrepentí de no haberle preguntado su nombre. Resultaba tan dulce y misterioso, que en aquel momento entre el sueño y la vigilia, deseé a mis adentros volvérmelo a topar.

* * *

Dos días después, el viernes, recuerdo que me mandaron a comprar fruta para la cena. Llevaba una lista en concreto, un lugar fijo y dinero contado, pero siempre hacía un pequeño hueco para obtener dulces. Las gomitas en forma de gusano eran mis favoritas.

Aquella tarde primaveral tan añil, en el trayecto de la dulcería a mi casa, encontré al chico de cabello verde.

Me detuve ante él de inmediato, impresionado. Entonces creí poseer (también) poderes sobrenaturales. ¿Había sido capaz de llamarlo con el pensamiento? Debía probarlo en otra ocasión, porque mi prioridad en aquel momento se enfocaba en la frágil figura tendida ante mí.

Estaba recargado contra la puerta de una casa, con los ojos cerrados. Llevaba la misma ropa que días antes, y parecía tener mucho sueño. Sus pequeños labios lucían secos, y también estaba despeinado; pero en esa ocasión, lo que realmente me extrañó ver fueron esas marcas en sus brazos. Eran tenues cardenales color púrpura esparcidos a lo largo de su nívea piel.

Definitivamente tiene una enfermedad.

De un momento a otro, me miró. Desprevenido ante los frágiles orbes, estremecí. Di un paso hacia atrás. Otra vez ahí estábamos, observándonos sin decir palabra.

Suave viento nos acariciaba. El panorama azulado solo podía empeorar la situación. ¿Cómo debía actuar? ¿Qué era aquello que tanto anhelaba preguntarle? Ni siquiera había tenido la oportunidad de agradecerle el favor de llevarme al pueblo manejando mi bicicleta.

Intenté acercarme por todos los medios, tomar valor, ordenar mis ideas y romper la barrera que nos separaba tanto estando a unos ridículos metros de distancia... pero nada brotó. Recordé aquellas ocasiones en que las que, sediento, buscaba el cartón de leche en el refrigerador; cuando lo tomaba y empinaba directo a mi lengua, me daba cuenta de que estaba vacío, y apenas una tortuosa gota rozaba mis papilas.

Entonces experimenté la misma amarga decepción.

No pude acercarme a él, por más que lo deseara. Decidí terminar con ello tajantemente. Negué con la cabeza y avancé por el camino hacia mi casa, dejando al chico abandonado.

No miré atrás, anduve con el mismo fervor y decisión que una mujer yendo a demandar a su irresponsable marido.

Cuando llegué a mi morada, coloqué rápido los productos en su lugar y me encerré en mi cuarto; incluso la puerta azotó sin que fuera intencional. Deslicé la espalda en el armario hasta caer con las piernas abiertas en el fresco suelo.

Hace tanto calor.

Miré el crepúsculo a través de la ventana. Apacible y teñido de tonos fríos, infinito y mortal al mismo tiempo.  La piel de mis extremidades era tan lisa y sana... Rasqué con mis uñas casi inexistentes los lunares de mis muslos, como intentando borrarlos.

Una mariposa muerta. Manchas púrpura.

Es imposible.

De nueva cuenta me levanté, con la conciencia a punto de volverme loco. No recuerdo qué pretexto puse, pero avancé las cinco cuadras que llevaban a la dulcería dando fuertes pisadas. Entonces debí sentirme como la persona más estúpida del mundo, teniendo que recorrer el mismo tedioso camino por mi falta de voluntad y valentía.

Pero aquello pronto me resultó poca cosa cuando hallé al chico aún sentado en el lugar donde lo dejé, con la mirada más perdida que nunca.

Entonces no vacilé, me detuve justo frente a él e hice lo que me habían enseñado a hacer en ese tipo de circunstancias.

—¡Mi nombre es Nakamura Hibiki, mucho gusto en conocerte! —Agaché la cabeza en una profunda reverencia, apretando los párpados.

Cuando me erguí otra vez, logré distinguir en los ojos del chico una tristeza infinita.

No hubo respuesta. Ansioso, insistí.

—Hm... ahora te toca presentarte a ti. Ya te he dicho mi nombre, merezco saber el tuyo —dije intentando no sonar brusco.

El silencio se hizo. En algún momento llegué a pensar que sería inútil; pero poco a poco, los labios sellados lograron articular palabra.

—¿Nombre? —La voz apenas fue audible—. Yo... yo no tengo un nombre; pero al mismo tiempo, he tenido muchos.

—¡¿Eh?! —Exclamé—. ¿Es que tus padres no te otorgaron uno? ¿Es eso posible? ¿Cómo vas entonces a la escuela? ¿Me estás engañando?

—Yo no asisto a la escuela, Hibiki. Ni siquiera tengo padres, y puedo jurarte que digo la verdad. Lo siento. —Aquella dulce voz sonó serena y muy seria.

—Eres huérfano... ¿Por qué? —Solté en un hilo de voz.

El viento arrastró las hojas que habían caído de los árboles. De pronto me sentí tonto, muy tonto.

—Es una larga historia. De igual forma, me alegra ver que llegaste sano y salvo a casa. En serio me hace muy feliz.

A comparación del chico que había visto en la carretera, en esa ocasión parecía estarse marchitando. Era una rosa en decadencia, suplicando agua y sol en medio de la calle.

Miré una vez más las marcas de sus brazos y no pude contenerlo.

—¿Quién te ha hecho esto? ¿Son moretones? ¿O qué es?

—¿Qué es el qué?

La tranquilidad en su expresión comenzaba a desesperarme.

Midori, no hagas como que no me entiendes. ¡Tus bra...!

Entonces me interrumpió.

—Midori. Midori es un bonito nombre.

—¿Eh? Pero te he llamado verde, Midori es nombre de chica.

—No importa, me gusta. Mi cabello es de ese color, creo que me va bien —pronunció enredando entre sus dedos las despeinadas hebras.

—¿Eh? De verdad que eres extraño —fruncí el ceño—. ¡Como sea! No has respondido mi pregunta, ¿qué son esas manchas en tus brazos? ¿Puedo ayudarte en algo? 

—Hm... no —dijo observando sus pálidas extremidades—. Es normal. En cuanto logre hallar un buen lugar para solucionarlo, todo irá bien. Mientras tanto solo debo esperar —asintió, hablando más para sí que para mí—. En realidad no duelen tanto como en otras ocasiones.

—Espera, ¿dices que duelen?

—Sí, pero no mucho. No te preocu...

Entonces, de manera impulsiva y completamente irracional, tomé su pequeña mano y tiré de ella para poner al chico de pie. En cuanto logró sostenerse, después de dos tropiezos, lo arrastré a mis espaldas como en cierta ocasión vi a un compañero hacerlo con su novia. Midori me siguió con los ojos bien abiertos, sorprendido ante mi reacción.

Tocar su frágil, cálida y húmeda palma solo logró convencerme de que estaba haciendo lo correcto. Normalmente solía regresar los favores, y a aquel chico le debía uno grande. Además, la soledad explícita en su rostro me hizo experimentar el deseo de protegerlo.

Caminamos de regreso a casa topándonos de vez en cuando con las miradas curiosas de los transeúntes.

—¿A dónde nos dirigimos, Hibiki? —En algún momento logré escucharle preguntar.

—A mi casa —dije sin siquiera mirarlo.

—¿Eh? ¡No! —Tiró suavemente de mi agarre—. Esto solo nos ocasionará problemas, de verdad. Si tus padres me ven probablemente reaccionen mal y se preocupen.

—Oh, Midori, eres tan raro como ingenuo. Entraremos por la ventana de mi habitación, y allí debes guardar silencio. Aunque, ¿estás seguro de que no requieres ayuda de un adulto?

—Estoy completamente seguro. De hecho, no le encuentro sentido a est...

Antes de que continuara renegando, lo silencié colocando mi dedo índice en sus labios. Comencé a susurrar.

—Cuando quieras visitarme, solo debes correr esta cerca floja y tocar a mi ventana. Hoy la dejé abierta, pero habrá días en los que no sea así. ¿De acuerdo?

Él solo asintió. En cuanto entramos a mi ya oscura habitación, salí corriendo hacia el gran cajón del tocador de mi mamá. Siempre que algo le dolía, veía cómo se untaba en la piel un bálsamo natural color verde. De algo debía servir.

—¿Qué tanto haces, Hibiki? —Logré escuchar una voz femenina inquirir desde la cocina. Probablemente, mi madre se había percatado de que su habitación estaba siendo profanada.

—¡Nada, tranquila! —Repliqué rápido—. Voy a escuchar música.

Luego di un montón de vueltas en mi alcoba buscando el radio de pilas que tanto adoraba. Mientras tanto, Midori solo me observaba sentado en la cama, con el frasco de bálsamo entre sus manos. Miró el techo, palpó la suavidad de los edredones.

Cuando logré hallar aquel objeto extraviado, lo encendí y subí alto el volumen. Innocent teens de Vidoll se encontraba apenas iniciando. Sonreí. Aquella canción realmente me gustaba.

—Listo, ya podemos hablar con un poco más de confianza —dije.

—Hibiki, no entiendo por qué haces esto. —Su boquita lucía muy seria.

—Lo hago porque te debo un favor —me defendí de inmediato—. Además... me caes bien.

Él solo asintió.

Después tomé el frasco y esparcí suavemente su contenido en los pálidos y magullados brazos ajenos. Un olor mentolado inundó la habitación. La carita angustiada de Midori me resultó tierna en demasía, al grado de sonrojarme.

Cuando terminé mi labor, esbocé una gran sonrisa.

—¡Listo! Esto debería servir.

—Gracias —dijo oliendo su brazo derecho, aún confundido por la situación.

—No es nada. La otra ocasión me sirvió para el tobillo, así que... ya sabes. Puedes decirme después si necesitas más.

Midori bajó la vista, colocando sus níveas manos en las rodillas. Reflexionó algunos instantes, con una pequeña sonrisa apenas visible en sus labios.

—¿Sabes? Hacía ya bastante tiempo que nadie me trataba tan bien. Había olvidado la sensación... es muy cálida, aquí —dijo señalando su pecho—. ¿En serio puedo venir a visitarte? —Me miró—. A veces, las palabras amables son el mejor remedio.

Entonces iba a responder algo lindo, pero antes de que pudiera siquiera formular mi respuesta, quedé helado. No por su confesión, sino por algo más.

—Midori... tus ojos. ¡Tus ojos!

—¿Eh? —Tardó algunos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo, rápido cubrió medio rostro con sus manos—. ¿Qué ocurre?

—No lo sé, es algo muy extraño —dije negando con la cabeza, un poco asustado—. Pero, de alguna forma... es magnífico.

Aquello pareció tranquilizarlo. Lentamente, fue bajando la guardia.

—¿Qué forma tienen en esta ocasión? ¿Puedes ver algo?—Lo escuché preguntar con un fino toque de curiosidad. Eso significaba que ya le había ocurrido antes.

—Es... el universo.

Despacio, me acerqué a él, inclinándome para quedar a su altura. Nuestras narices casi se rozan. Midori solo atinó a parpadear expectante, quizás un poco nervioso por mi atrevimiento. En sus pupilas logré distinguir el cielo estrellado más brillante e inmenso que hubiera existido jamás. Y no era que lo viera propiamente, es que podía incluso sentirlo. Aquello me aterraba, porque aunque mil planetas y luceros resplandecieran hermosamente, ningún humano era capaz de portar galaxias en sus orbes.

Entonces logré comprenderlo y confirmar mis sospechas. Midori era muy diferente a los demás. No hizo falta escucharlo provenir de sus labios, ni de los de nadie, solo lo supe.

—Es hora de que me vaya. —Sus suaves manos alejándome me hicieron reaccionar.

El chico rodó sobre el colchón y colocó el frasco en mi escritorio. Yo me quedé idiota, impresionado por la belleza que acababa de presenciar.

—¡Espera! —Dije justo cuando él había llegado a la ventana—. Volverás ¿cierto?

Su difusa silueta a contraluz se volvió una vez más a mi dirección.

—Sí, ya lo he decidido. Cuando venga, complementaremos nuestras soledades. Hasta entonces, Hibiki.

En ese momento incluso dejé de percibir la música. Era tanta mi fascinación, que pensé que podría estar encerrado en una botella de cristal.

¿Me ha llamado solitario?

—Hibiki. —Segundos después, una gruesa voz llamó desde la puerta.

—¿Uh?

—¿Qué estás haciendo? ¿Por qué no respondes? Bájale el volumen a esa cosa. Ya está la cena.

—Sí, papá. Ya voy.

* * *

La cena. Asunto de vital importancia para los seres humanos.

Una familia feliz sentada alrededor de la mesa. Mamá, papá y dos hijos. No es momento de pensar en ello, la envidia es un sentimiento negativo para las entrañas. Debe concentrarse en su labor.

Arrastra el cadáver entre los pastizales. No deja de disculparse por cada golpe que el pobre y desafortunado muerto recibe, incluso aunque el causante de aquel cuello roto sea él. Lo ha hecho ya en múltiples ocasiones, pero nunca deja de sentirse sucio ante semejante necesidad.

Vislumbra cada vez más cerca la cabaña vacía, el hogar de su víctima. Antes se ha cerciorado de que nadie más la habite. Cando llega, avienta el cuerpo inerte a la sala.

Se siente cansado y muy hambriento. Siendo su cuerpo tan frágil, le es necesario sentarse unos momentos que se transforman en, quizás, cuarenta minutos. Suspira, recobrando el aliento poco a poco. Se toma su tiempo, pues lo que sigue necesita aún más energía.

Cuando está listo, se pone de pie. Desnuda el cadáver. Desnuda su propia piel. Coloca la ropa en otra habitación, un lugar seguro donde no se manche o estropee. El color amarillo es precioso, y verlo profanado de esa manera dolería en el corazón.

Retorna. Se topa una vez más con el hombre. Viéndolo así, resulta asqueroso. La fisonomía humana puede ser realmente fea cuando se lo propone.

No lo soporta. Esos ruidos extraños en su vientre deben ser silenciados. Incluso la putrefacción inició de forma prematura, lo cual es angustiante. Aquellos moretones púrpuras comienzan a apestar. Debe borrarlos, hacer que el ungüento funcione.

Se coloca en posición. Aguarda, recto, mirando a su alrededor. Hay un televisor, un sofá y varias fotografías. Dos animales disecados.

Entonces el difunto probablemente era cazador o le simpatizaba dicha actividad.

Deja de sentir lástima y da rienda suelta a su naturaleza. Siempre es así, doloroso, angustiante y desesperante. Su vista se nubla, escucha la piel crujir, abrirse y dar paso a esas largas enredaderas que cuando aparecen, lo elevan a un éxtasis onírico. Flores, labios, lenguas, orugas y mariposas de mil colores. El estómago se llena al ritmo de cincuenta valses violentos.

La cena, efectivamente, es un asunto de vital importancia.

* * *

Aquella noche tampoco pude dormir. La luz de la luna era demasiado intensa, y con su resplandor conseguía llevarse los restos de sueño que Midori había dejado. Por otra parte, la ventana abierta permitía el paso de un cálido viento que hacía volar las cortinas. Aquello me asustaba en forma de figura fantasmal. Creía que en cualquier momento una sombra extraña aparecería tras el encaje, y sería abducido o devorado por la criatura en cuestión.

Sin embargo, el espectro jamás apareció. Entonces permanecí reflexionando con el rostro bajo las sábanas. Aquellos ojos de cosmos tan sobrenaturales no eran un evento fácil de superar. No sabía cómo sentirme ante ellos, más allá del terror y la fascinación.

Pensé que, tal vez, allí se hallaba el origen de todo. ¿No podría ser que nuestro universo fuera en realidad el ojo izquierdo de un ser supremo?

Permanecí quieto algunos minutos más, dejándome llevar por un dios de cabellos verdes.

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