Por fin pude sentirla, rodearla con mis brazos y aspirar su perfume. Ella por fin enredó sus manos en mi cabello, correspondiendo a aquel abrazo. Por fin estábamos juntos. Y eso era todo lo que necesitaba.

Alejó su cara unos centímetros de la mía, y me examinó con su atenta mirada. Luego sonrió, y dejó un beso suave como un pétalo en mis labios. Reposó entonces su cabeza en mi hombro, y yo abrí la boca para decir algo, pero no podía emitir ningún sonido. Tampoco es que hiciera falta, pues aquel mágico silencio lo decía todo entre nosotros. Cada caricia significaba un mundo, y todos los suspiros se alejaban con el viento en armoniosas melodías. Aquel momento... aquel momento significaba para mí, vida. Pero aun así quería hablarle, ser capaz de definir con palabras todos mis sentimientos alborotados, todos esos sentimientos que desde que la conocía habían florecido en mí, tan alegres como un campo de girasoles al ver surgir al sol de entre las montañas que lo ocultaban.

Cogí aire, suspiré profundo. Llevé mi mano a su mandíbula, y así la hice mirarme. Cogí aire, suspiré profundo. Sonreí ante la idea de decirle lo afortunado que me siento al tenerla, y ella divertida, también me miró con una de esas sonrisas que tanto me gustaban. Cogí aire, suspiré profundo. Abrí la boca y, justo cuando sentía cómo mi corazón iba a comenzar a hablar, desperté.