31. Un pulcro cuchillo y un cuadro victoriano

Un pulcro cuchillo y un cuadro victoriano

«Su mirada era un huracán completo, un caos maravilloso», cité mentalmente recordando una frase de un viejo libro que por alguna razón seguía navegando en mi mente. La recité observando a aquella chica de vestido rojo. Ese solo texto la describía por completo.

Ella mira ese cuadro en la pared como si fuera intangible, como una hija miraría a su padre muerto en una noche oscura con esa mirada fría que solo los muertos pueden expresar. Escrutaba cada detalle, sin perder una sola pincelada.

El cuadro muestra en primera plana las delgadas manos de una mujer, tan blancas y finas como vasija de porcelana. Éstas reposan sobre su regazo, por debajo, su vestido de terciopelo rojo cae hasta un suelo no dibujado que luego de verlo fijamente, parece infinito.

Sus manos están pegadas una a la otra, como si rezara y entre ellas carga un cuchillo resplandeciente y limpio. Era una obra de la época victoriana, seguro, sus trazos lo definían así; pero no lo podía afirmar con certeza.

Miro de nuevo a la chica, aún sigue viéndolo casi sin parpadear. Suspiro y también vuelvo al cuadro, profundizando en los detalles: la selección de color es mínima, el rojo de su vestido resalta junto al brillo que expulsa el cuchillo y es tanta su intensidad que mientras más minutos pasan más te convences que aquella tela es sangre. Un charco entero de ella, que se columpia en su regazo bajo un cuchillo limpio que profesa no haber dañado a nadie.

La pintura es tan versátil que guía mi vista y la deja quieta en ella, manipula mi mente haciendo que el lienzo parezca moverse. Es un suave meneo que se va volviendo más intenso conforme pierdo todo pensamiento ajeno. Reclama mi atención, la pide con deseo.

Caigo en cuanta rápidamente que la pintura no es la que se mueve. No. Sus manos se mueven. El cuchillo también lo hace. La mujer de la pintura tiembla ante algo. Ante Dios, pensé. O un padre en un confesionario.

No. Es ante Dios y este no tiene misericordia sobre ella. Y eso ella ya lo sabe, puesto a que conserva sus manos fuertemente unidas tratando que estas no se muevan por la desesperación, demostrando así su deseo de perdón, desflorando una esperanza que ni ella sabe que tiene. E implora, ruega; está gritando sin abrir la boca, suplica un perdón con un pulcro puñal lamiendo sus dedos y una sangre invisible recorriendo su filo. Deja que el cuchillo hable por ella y éste lo hace mientras mira la tela, la tela roja. La tela de terciopelo. Esa sangre suave, lisa y tan delicada como la misma piel de esa mujer.

La pregunta es, ¿qué necesita que le sea perdonado?

-Quiere matar a alguien -dice la chica haciéndome volver a la realidad con brusquedad-. Por eso le pide a Dios que perdone sus deseos impuros. A la vez, sufre porque sabe que lo matará; solo quiere hacerlo en paz.

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