18. Lamentos

𝓛𝓪𝓶𝓮𝓷𝓽𝓸𝓼

Le tomé del cuello descargando en él un peculiar sentimiento de rencor. Uno que era una mezcla de odio hacia lo viviente y a la vez, excitación ante la adrenalina de quitar una vida.

Nunca había matado a nadie. Creí experimentar alivio, tal como el sentimiento de un navegador naufrago que ve tierra firme luego de dos meses en la deriva.

Jamás pensé muy bien qué se sentía arrancar una vida ¿es que acaso tenía que sentir algo en específico? Apenas me formulé la pregunta me sentí molesto por solo el hecho de preguntarlo. La mejor sensación es aquella que no esperas, que no llama a tu puerta y simplemente aparece frente tuyo como fantasma rencoroso ante la propia vida.

Sin embargo, cuando lo hice me desprecié.

¿Cómo puede tener uno el privilegio de llamarse ser viviente luego de matar a alguien con las mismas características? No lo merecía y lo sabía.

Mi brazo izquierdo, quien cometió el acto ilícito se alargó y pareció caer en el suelo como si estuviera exhausto ante tanto esfuerzo. Lo culpo a él por no ser lo suficientemente capaz de tener piedad y sí lo suficiente para no tenerla.

Oh, ángel de la guardia que ahora me ves lleno de agua teñida de rojo, no me castigues por un acto impropio de mí.

Cuando la dejé ir, el cuchillo se deslizó por su músculo como se desliza sobre la mantequilla. La sangre pareció flotar por unos segundos, su herida se semejaba a una nube negra apunto de dejar llover sus desgracias. Quise ver los ojos sin vida de mi víctima, pero sin querer me di cuenta que los míos habían adaptado tal virtud moribunda, lo noté por mi pérdida significativa de humanidad.

El único ser sin nada allí era yo y ese cuerpo inerte sobre el mármol, los deseos de un alma enferma.

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