En búsqueda de la castaña dorada
En el pueblo de Valleoscuro, cada otoño los aldeanos se aventuraban al bosque para recoger castañas. Se trataba de una tradición ancestral muy esperada, y todos conocían la leyenda de la castaña dorada. Se decía que había escondida una castaña especial entre los árboles, y quien la encontrase tendría fortuna.
Briseida, intrigada por el mito, se dispuso a adentrarse en el bosque una tarde de octubre. El sol se ocultaba tras los pinos y el viento susurraba entre las hojas. Mientras recogía castañas, se sobresaltó al escuchar un crujido entre la maleza. Guiada por la curiosidad, siguió el sonido, internándose más en la oscuridad.
De repente, una sombra se deslizó entre los árboles. A Briseida le latió el corazón con fuerza al ver aquella figura: era un ser del tamaño de un oso y con puntiagudas espinas que abarcaban desde su cuello hasta la cola. Era una criatura que solo había visto en antiguas leyendas: el chupacabras. Su presencia le heló la sangre; los ojos del ser estaban clavados en ella. Sin saber cómo reaccionar, Briseida contuvo el aliento. No obstante, el chupacabras se acercó más a ella.
Briseida estaba paralizada de terror, entonces vio un reflejo de luz en el cesto de castañas que llevaba en las manos y recordó el mito de la castaña dorada. Sostuvo la cesta bien alto, como esperando que ocurriera algún milagro. La criatura acercó su deforme hocico y le mostró su imponente fila de afilados dientes como cuchillos de muerte. Briseida estaba segura de que ese sería su final, y cerró los ojos. Sin embargo, el ser bufó y se marchó hacia las profundidades del bosque. Briseida no sabía lo que había pasado; pensó que la castaña la había salvado y, sin cuestionárselo, volvió al pueblo. Aquella noche, los aldeanos celebraron la cosecha, ignorando los peligros del bosque, pero para Briseida nada volvería a ser como antes.
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