Traición

Mía no volvió a la sala principal después de esa noche, sus actividades limitándose a la sala de lavado.

Después de ser testigo de ese acto, confuso y sin saber a dónde ir, se había encontrado en su vieja habitación, junto a la cama donde Daniel dormía con su frente cubierta de sudor por la calefacción demasiado alta. No recordaba cerrar los ojos, pero al llegar el amanecer, la luz entró a través de sus párpados y lo despertó de un sueño corto y poco reparador, su rostro entre las cobijas y sus brazos alrededor del bulto que era el niño.

Hundió la nariz en las telas, restregó la mejilla contra el patrón de estrellas, el bordado regalándole cosquillas en la nariz que lo hicieron sonreír. El cabello caía sobre sus ojos pero no le molestaba, los músculos de su espalda relajándose a medida que la respiración de Daniel se estabilizaba y se volvía más superficial. Sonrió sin la menor ironía, sus caricias al rostro pronto despertándolo. Soltó una risa cuando el pequeño bostezó, sus vendajes nuevos por la atención de uno de los sirvientes y su mirada aún perdida por el efecto de las drogas.

—Buenos días, Daniel.

El nombre en su boca llenaba su alma de algo cálido, desconocido en su propia experiencia. La necesidad de proteger a otra criatura era fascinante. Apoyó la barbilla en su muñeca, sus fantasías de verlo crecer y cuidarlo llenándolo de miedos, de esperanzas, de ansias por los años a seguir. Volvió a abrazarlo, alzándolo como si fuera una estatua de papel a romperse con un movimiento brusco.

—Hoy podemos salir a pasear, ya no está lloviendo. —Acarició sus cabellos castaños, las hebras suaves por los aceites y el cuidadoso repaso de alguno de sus hermanos—. Incluso te puedo dar un helado, si es que quieres algo dulce.

Daniel abrió la boca y respondió con un jadeo, su cuerpo débil. Mía comprendía un poco más la lentitud de la curación en las heridas de un humano y, aún así, se sorprendía por la fragilidad de esos seres vivos. Por eso Alfa debía ser tan estricto con ellos, la delicadeza de las criaturas exigiéndoles llegar a niveles extremos para cuidarlos.

Sin soltar en ningún punto a Daniel, se levantó en dirección a la silla de ruedas de la esquina. A diferencia de sus hermanos, él la dejó abierta para evitarse gasto innecesario de tiempo. Lo sentó con extrema delicadeza, aprovechando la postura para revisar el catéter y la bolsa de desperdicios, cambiarlas por otras y limpiar su diminuto cuerpo con toallitas húmedas, cada centímetro rojizo por la fuerza de su mano. Además, los vistió con uno de los trajes de colores brillantes que Alfa adoraba colocar en los jóvenes amos.

—Listo, Daniel. —Besó su coronilla tras descartar las prendas sucias en el cesto, los trapos usados a la basura—. ¿Quieres algo de comer? ¿O empezamos el día con un paseo?

El niño respondió con un quejido que recordó a Mía a los fantasmas de las películas.

Una vez llegaron a la conclusión, Mía se marchó a lavarse y escoger el mejor de sus ropas, su gusto tan exquisito como el resto de los miembros de la fuerza de trabajo. Se aseguró de perfumarse, de que su cinturón, sus zapatos y su corbata fueran tan negras como la noche antes del amanecer, la chaqueta de un celeste apagado sobre la camisa almidonada y blanca igual a la leche. Terminó su pintura con gemelos de plata con una enorme «M» como detalle principal.

El joven solo soltó una risa, acercándole a su propio cuerpo suficiente para olfatear su aura tan fuerte por su cercanía a la muerte. Sin embargo, las garras dejaron marcas en su nuca y las cicatrices eran líneas rojas en toda su espalda hasta la zona de sus riñones. La operación para extraer esos vidrios había sido tan larga y exacta que el doctor durmió diez horas tras acabarla.

Además, se encontraban las múltiples fracturas, las abrasiones, los moretones nuevos y antiguos de años de abuso por un padre que llevaba unos días fuera del tracto digestivo de Mía. Su expresión se volvió risueña, el sabor de esa carne permanecía en el fondo de su paladar, los gritos de sus últimos instantes de vida para siempre atrapados en su garganta.

Mientras aseguraba el cuerpo de Daniel en la silla de ruedas, una pregunta flotaba en su cerebro. ¿Seguiría el desastre en ese edificio? Según el propio niño, sus padres tendían a dejarlo solo por largos períodos al punto de intervenir la policía. En caso de que la madre volviera alguna vez, se encontraría el cadáver hinchado y sin cabeza de su esposo, ningún rastro de Daniel más que la alfombra harta por su propia sangre.

Si el alma de sus padres se encontraba en alguna parte, ojalá fuera dentro de su estómago. Incapaz de escapar por eternidad, en la pocilga de mal olor que eran sus entrañas. Solo eso merecían para reparar algo de la culpa por la incapacidad de Daniel de siquiera comer solo.

Sin embargo, Mía no dejó que el ácido del odio subiera por su garganta. Empujó la silla de ruedas al mueble de cobijas y de sábanas. Tras abrir las pesadas puertas se aseguró de escoger un cojín, un par de mantas de repuesto y la pañalera que tomó prestada de la sala cuna. Cuidadoso fue al doblar todo lo necesario para mantenerlo cómodo, cálido y lo suficiente contento para que su situación real calara más adelante.

—Aaah.

Daniel ladeó la cabeza, sus ojos llenos de lágrimas por una serie de bostezos que aún no lograba calmar. Mía asintió antes de irse al baño y volver con un vaso de agua directa de la llave. Se acuclilló y sujetó su barbilla, ayudándolo a dar pequeños sorbos. Parte del agua caía en su camisa, la tela pronto pegándose a su pecho. Aún así, Mía limpiaba con paciencia, feliz de notar sus ojos más despiertos y sus labios otra vez suaves por la hidratación.

Se irguió cuando Daniel volvió a apoyar su espalda en la silla, el solo movimiento de tragar drenándole de la poca energía en su pequeño cuerpo. Mía besó su frente, buscando signos de una turbación psicológica entre los vendajes y los restos de agua. Asintió al no encontrar nada. Devolvió el vaso al baño, cerró tras él y se volvió a colocar atrás para empujarlo fuera de la habitación. Se colgó el bolso en el hombro, su idea para bajarlo por las escaleras siendo muy básica.

La escalera era una montaña empinada, los escalones recién pulidos por la insistencia de los sirvientes de la mañana. La superficie era espejo que deformaba las forma de la silla de ruedas, los colores de la colcha que colgaba oscurecidos en la madera de antiguo pinto. La sensación de Daniel era como flotar en medio del agua por largo tiempo, cada parte de sí mismo silencioso y suave. En otro momento se habría admirado de la fuerza de Mía en la bajada, reído incluso por la máscara de solemnidad al colocarlo en el rellano con excesivo cuidado y peinar su cabello atrás con una sonrisa.

El niño suspiró de nuevo, la seguridad del sirviente también transmitiéndose a él y ayudándolo a aceptar su situación actual. Lágrimas afloraron a sus ojos al recordar los últimos momentos junto a su padre, sus dedos aferrándose a la tela sobre sus piernas antes de subir a su rostro y cubrir la expresión de dolores contenidos durante varios años. Se encogió sobre sí mismo, el tacto de Mía pronto obligándolo a mirarlo, sus uñas dejaron marcas en la barbilla y en la expresión de su cara se veían arrugas de molestia, su ceño fruncido y sus dientes asomándose.

—Lo que pasó ya es pasado, Daniel. No podemos cambiar las cosas. —La seguridad de Mía era de la boca para afuera, a su espalda todavía cientos de recuerdos en su propia historia. Sin embargo, al comprender lo necesario de sus palabras, fue fácil comulgarlas y decirlas sin que pasara por su propio espíritu—. Vamos, el día aún es joven. ¿A qué es bonita la Mansión? Los jardines son aún mejores.

El joven mayordomo se colocó de nuevo tras él, sin detenerse otra vez a caer en el mismo tema. Daniel posó su mano más sana sobre la de él, aferrándola con sus pocas fuerzas. Muchos momentos terribles se habían visto en ese vestíbulo de altos techos, de candelabros cubiertos de luces de tonos purpúreos. Quería que los cuadros atestiguaran recuperación, amor, entre un niño que se volvería un Amo y su más fiel seguidor.

Los ventanales de la Mansión eran abiertos todas las mañanas y, aún así, la luz nunca lograba dispersar las penumbras de los muebles en perfecto estado, de los cuadros con sus placas brillantes y los detalles en oro, en plata, de las paredes y las columnas del techo. Mía aspiró el aire nuevo, la sensación de libertad un impulso a empujar la silla con mayor energía y salir por la puerta principal con una sonrisa tan amplia como una máscara.

La entrada de la Mansión consistía en escalones de piedra más antiguas que el propio Alfa. Gárgolas vigilaban a Mía mientras volvía a bajar la silla de ruedas, las rampas inexistentes en cualquier sitio de ese hogar. Justo arriba de ellos, la sombra de la terraza de la habitación personal de Alfa, los ojos y los oídos de todo el lugar. Jardines llenos de caminos para andar entre arbustos altos, flores y árboles distribuidos en espirales, los colores del otoño pintando el futuro del niño en renacimiento.

Mía escuchaba a los sirvientes encargados del jardín y el camino, su desaparición de la habitación de los bebés seguro conocimiento general a esas alturas de la semana. Sin embargo, firme en sus propósitos de no volver a hacer nada por Alfa, silbaba mientras se abotonaba la chaqueta. Pese a que todavía no entendía la ceremonia de los hilos, tenía la idea de poseer algo importante carente en sus otros hermanos.

Era, de nuevo, superior. Se irguió para sí, su orgullo desplegándose en forma de aura a los ojos de los demás.

Ajustó la chaqueta de Daniel, protegiéndole el cuello con especial cuidado. El brillo de la estación alcanzó también el alma herida del pequeño, inquieto en su asiento. Mía soltó una risa, el viento desordenándole aún más el cabello a medida que lo empujaba por el camino.

—La Mansión tiene siglos en este lugar, Daniel. —Comenzó, recordando su curioso carácter cuando vio el color de su traje en su primer encuentro—. Antes de que pareciera un palacio, era igual a esos edificios de a edad media. ¡Y más antes era como un palacio romano de las pelis! Crece y cambia igual a los gustos del Amo. Siempre he tenido un cuarto, por supuesto. Tienes el sirviente más cool, ¿sabes? Y el más poderoso.

Daniel era incapaz de hablar, pero asintió y la curva de una sonrisa bastó para que Mía prosiguiera, su paseo atravesando los jardines para doblar en los límites y dirigirse a la cocina. Las nubes se oscurecían a medida pasaban los minutos, las hojas de colores alfombra a sus pasos, formas desnudas de algunos árboles recordándole a Mía huesos limpios de carne.

—Mi papá cumple años en un par de días, así que todos están muy ocupados para que todo sea perfecto. —Sorbió su nariz, limpiándose el resto de la mucosa con el brazo antes de proseguir—. La verdad es que debería estar trabajando ahora pero... Me gusta más estar contigo. La fiesta igual es para Alfa.

Decir sus pensamientos en voz alta y que alguien escuchara era nuevo para Mía. Tener amigos no era una de sus prioridades, mas no por eso disfrutaba menos ese momento. La sensación era como saltar en un castillo inflable, emocionante y peligroso, pero también liberador. Ahora alcanzaba comprender por qué sus hermanos se juntaban en grupos a conversar, o porque algunos incluso formaban parte de clubes en su día libre.

En cuanto esos pensamientos se instalaron en él, el resto del paseo en el silencio de la mutua comprensión. Mía miraba de reojo la Mansión, de repente frente a la bestia que era en verdad. El estómago se le encogió y se encontró apretando con demasiada fuerza los agarres de la silla. Mordió su labio inferior, apresurándose entre la gravilla para alcanzar la cocina y alejar esos pensamientos con el delicioso aroma de la comida, la idea del desayuno animando a Daniel al punto de arrancar cortos quejidos en él.

El lugar de la cocina ahora era un hueco en el edificio, las paredes otrora llena de las ollas y las mejores decoraciones en acero inoxidable ahora era una serie de espacios comidos por las llamas. Manchas de humo, marcas de las zonas donde los esfuerzos por controlar el fuego habían dejado arañazos iguales a las uñas de las bestias. Las entradas que daban a la casa estaban protegidas por bolsas plástica, yeso y unas tablas del cobertizo. La superficie estaba empapada por las lluvias de las últimas tardes, las cocinas sustituidas por fogones de leña y de carbón. Grandes ollas soperas, mesas de madera y el menaje de otras casas era utilizado por los sirvientes para distribuir los alimentos de la hora, la sencillez de los instrumentos sin influir en la habilidad y la profesionalidad de sus servicios.

Pese a que la curiosidad invadió el cerebro de Daniel, Mía se abrió paso entre el grupo de sirvientes que esperaban su plato con la silla de ruedas. La amenaza de un pisotón era lo suficiente intimidante para quitarse sin quejas. Al llegar frente a uno de los cocineros, tomó una de las bandejas con un pocillo de huevos revueltos con panceta y queso, una hogaza de pan todavía caliente, el vaso de limonada y los cubiertos. Posó todo en el regazo de Daniel, alejándose antes de que alguien se quejara al encargado.

—¡Mía!

Por supuesto, sus planes nunca eran a prueba de fuego. Por temor a quemar al niño, se movilizó en exceso lento en el camino de piedra, deteniéndose solo cuando la figura y los pasos lo alcanzaron, el aroma a tabaco el identificador del perseguidor. Antes de que tocara su hombro, Mía se apartó de labios apretados, quedando entre su joven amo y Carlisle.

Los ojos azules de la mano derecha de Alfa brillaron en malignidad. Era tan temprano que aún no se fumaba el primer cigarro del día, pero sus ropas apestaban a humo y su sonrisa de dientes amarillos recordaban a las noches de vigilancia, de fiesta, de uno de los tantos pares de ojos que vigilaban en la Mansión. Posó una mano en la cintura, el dedo índice y pulgar de su mano derecha en postura como si sostuviera un pitillo a medio encender.

—¿Qué quieres, Carlisle? Estoy ocupado. —Aunque ya estaba entre los dos, se irguió aún más en sí mismo. A su espalda escuchaba los labios de Daniel juntarse y separarse, el hambre ya formando parte de su diminuto cuerpo. Sin embargo, no se movió. Si quería paz para Daniel, debía asegurarse de ganar la guerra.

—Hm... Cómo te atreves, usar a un amo herido para escurrirte de tus responsabilidades para la Mansión. —En lugar de acortar la distancia, Carlisle se apartó unos pasos, su gesto una mofa a la postura protectora de su hermano mayor—. No has vuelto a la sala cuna ni te presentas cuando el Director te llama en oficina. Además, no creas que he olvidado el incidente.

Su expresión se ensombreció apenas un instante, el azul de sus ojos volviéndose hielo brillante. En respuesta, Mía apretó los puños y sus iris se llenaron de marcas rojizas, diminutos toques de luz iguales a los ríos de sangre que dejaba a su paso. Posó una mano en la silla de ruedas, su anillo ardiente contra la piel.

«Mía... ¿Me has llamado?» su voz no poseía ni un solo rastro de somnolencia. A su alrededor, el frío se desvaneció y permanecía solo la energía de sus cuerpos. Sus cabelleras se movían como si un huracán se acercara. En la mente de Mía, Leviatán soltó una carcajada y los calambres comenzaron a deslizarse por los músculos, los tendones y el esqueleto, la electricidad del anillo uniéndose a su propio deseo.

La punta puntiaguda de sus colmillos lastimó su paladar, la sangre manchó sus labios al sonreír.

—No te atrevas, Carlisle. —Mía acarició la superficie del anillo, la cabeza ya doliéndole y la piel de sus hombros dando tirones—. Puede que tengas la Bendición de Alfa, pero yo no necesito de sus poderes para partirte la cabeza.

Levantó uno de sus puños a la altura de su pecho, apretándolo tan fuerte que los huesos tronaron. Su mueca era la máscara de los fantasmas sin alma, sus intenciones terribles a flor de piel. Se escuchó un chasquido parecido al de un encendedor al tiempo que una ceja de Mía temblaba, los dibujos del anillo encendiéndose por el carmín de la sangre. El metal de origen extraterrestre parecía en pleno proceso de renovación, su forma ardiente como si estuviera recién extraído del fuego de la forja.

Sin embargo, toda la tensión duró apenas un instante donde la lluvia que empezó a caer se paralizó en el aire. Los insectos dejaron de moverse, el pasto en la postura que el viento lo mantuvo. Carlisle cerró los ojos y agitó el brazo, las gotas atrapadas en su brazo impactaron el tronco de los árboles como balas.

Se acercó a la forma tensa de Mía, sin cortarse ni intimidarse a pesar de sus hombros rozándose y la cercanía de sus rostros cuando Carlisle se volteó, mascullando igual a si aguantara un escupitajo.

—No te confundas, engendro. La fiesta del Amo es la única razón por cual no peleamos. En cuanto las cosas vuelvan a la normalidad, acabaré lo que el Amo y el Director dejaron a medias. 


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