Preciosos
Las sirenas eran la música de fondo de su escape, su carrera igual a la de un zorro a la huida de los cazadores. Las calles eran selva de concreto de riqueza y de sueños a medio despertar en los miembros distraídos por el sonido de sus electrónicos, las diminutas pantallas que Mía arrojaba por los aires al empujarlos a su paso. Entre sus brazos, las joyas reflejaban los cambios de luces en su rostro, arcoiris atrapados en una visión de color plata.
Sin embargo, sus pasos no se detuvieron ni un solo instante. Ignoró el dolor en los pulmones, las salpicadas de los charcos al ser pisoteados y los seres humanos que golpeaban su cuerpo al no apartarse con la suficiente rapidez. Podía escuchar los pasos de los pocos policías que podían alcanzarlo a pie, su recorrido por los callejones solo siendo guiado por su propio instinto.
Sin perder el aliento, sus labios se movieron en una oración que, en la mejor de las circunstancias, solo debía utilizar cuando el peligro no fuera merecido. Lo bueno, después de todo, de ser el favorito de su Amo. Juntó las manos como si orara, cerró los ojos.
Por la libertad de mi Amo, por mi sagrado Deber. Te pido, Padre, una pizca de tu Poder.
Al abrir los ojos, sus pupilas eran vino y sus dientes cuchillos. Separó los dedos y lanzó una mirada atrás, una sonrisa de depredador separándolo aún más de los humanos al encontrar el aroma de su sorpresa exquisito.
La velocidad de su cuerpo pronto se alimentó de la energía de Alfa, sus ojos transformándose en centellas cuando esa forma alcanzó su propio ser y sus piernas se movieron tan rápido que solo el polvo quedó a su paso.
La fuerza de su Padre era igual a la combinación de una inyección de adrenalina, beber una energética y recibir una carga de electricidad tras parar un rayo. Sus sentidos se agudizaron y el callejón de largos pasillos se volvió un jardín por el que caminaba, sus movimientos imposibles de captar para el ojo de un humano normal.
Saltó entre los sacos de basura, su paso rompiendo las bolsas y desperdigando los restos en ligeras explosiones. Los recipientes de metal quedaron marcados con sus zapatos, sus uñas. La fauna de la calle huía, incluso las ratas escapándose por la presencia de un animal más peligroso que ellos mismos.
Su cuerpo se suspendía en el aire por milisegundos, las ventanas astillándose por el simple roce de su aura. Mía rió al voltear y percibir los restos de su paso, el Caos de esos apartamentos completamente ajeno a esa zona de la ciudad, hasta las joyas ligeras en su regazo cuando uno de sus saltos fue tan fuerte que atravesó al completo una de las ventanas.
Si existía alguien más en el departamento, se escondió muy bien mientras Mía rodaba adentro cubierto de vidrios. En el rellano del sitio, una pequeña sombra se movió y se ocultó detrás del sofá. Sus diminutos dedos eran lo único que revelaba el exacto sitio donde se encontraba.
Se levantó de un salto, sus ojos escaneando el departamento de colores pasteles y muebles genéricos del Ikea. Era la casa normal de humanos de clase media. El ambiente olía a chocolate caliente y a cloro. Incluso los cuadros en las paredes, las plantas de plástico, todo daba a Mía un aire genérico de normalidad. Era como ver a través de las ventanas de una casita de muñecas.
Su atención se concentró en un pequeño cofre cubierto de calcomanías de números, nombres y caras de emoticonos. Lo tomó sin la menor timidez, abriéndolo y vaciándolo de todos los hilos, las agujas y trozos de tela para muestras. Las joyas eran mejor para llenar un cofre, no los recuerdos de lo que fuera esas porquerías.
En cada herida de su piel, el humo de la cicatrización como si una herramienta pasara sobre los bordes, sellante y sin dejar la mínima marca. Suspiró al acomodar sus tesoros, dejándolo en una de las estanterías más altas. Dudó al verlo allí, moviéndolo a una de las mesas donde descansaban una fuente de frutas plásticas y patitos de madera. Por simple gracia, tiró los animales falsos al piso y se regocijó en el golpe.
—¡No los patitos!
La cabecita que se asomó se cubrió los labios al tiempo de decir esas palabras, sus mejillas redondas sonrojadas por la salud. Sus grandes ojos cafés apenas asomándose bajo una melena de cabello larga y abundante. Por supuesto, Mía no se sorprendió de esa intervención. Apenas ladeó la cabeza, su respuesta sarcástica preparada y muerta al tiempo que su mirada captó la blancura de su aura.
Nieve, tan pura como la nieve recién caída. Pura energía sin corrupción. Su garganta se llenó de saliva, el estómago ronroneando como si no hubiera devorado grandes cantidades de comida el día anterior. Sonrió, sus dientes aún afilados y su lengua bailando al borde de sus labios. Se sentó de cuclillas, sus palmas arriba presentando su confianza para él.
El niño parpadeó, su diminuto cuerpo sacudiéndose entre temblores. Quizás por el frío, quizás por la presencia de ese extraño que atravesó la ventana lleno de joyas. Se asomó tras unos segundos, sus manitos aceptando rozar las ajenas.
—¿Eres mi hada madrina?
Mía soltó un bufido, luego una risa y acabó relamiéndose los labios antes de cargarlo. El calor de ese cuerpo era insoportable contra su propio ser, pero el aroma de su alma era un bálsamo de alivio para un día de mierda. Quizás acabara en una nota positiva por primera vez en mucho.
—Soy más bien... Santa Claus. —Lo hizo saltar entre sus brazos hasta que el pequeño rió—. ¿Acaso no ves mi traje rojo? Hohoho.
Su mirada cristalina era un oasis de inocencia, las estrellas atrapadas en sus ojos cuando se achicaron al sonreír y jugar con su camisa de súper héroes.
—Santa, ¿vas a traerme regalos este año? Me llamo Daniel. Con una D.
Mía asintió, sus cejas moviéndose para mantener su risa.
—¿Dónde están tus padres, Dani?
—Papi trabaja mucho y mami no sé... A veces se va.
Mía apretó los labios, chasqueando la lengua.
—Conozco esa historia bien... —Asintió de nuevo, mirando su pancita hinchada—. ¿Quieres jugar un rato más mientras preparo algo para los dos? Santa está agotado de saltar.
Daniel ocultó su carita contra su cuello, su risa siendo el único asentimiento que necesitaba.
«¿De verdad, Mía? ¿Niñera ahora?»
«Cállate. Tengo hambre. He caminado todo el día. ¿No te gusta? Apágate un rato».
«Oh, lo haría si pudiera.»
Mientras conversaban, Mía se dirigía a la cocina con la familiaridad de alguien entrenado toda la vida para ese momento.
«Si Alfa te viera...»
«Tendría un ataque al corazón, pero nunca somos tan afortunados».
El niño dormía y los adultos podían al fin dedicarse a asuntos más productivos, el rumor de la noche abriéndose paso entre el rumor del atardecer todavía visible en las marcas naranjas del cielo, los autos volviendo de sus trabajos a sus hogares. Las calles se encendían con la algarabía de la diversión, de los secretos a media tarde y de los entretenimientos solo aceptadas en medio de las sombras.
El pequeño niño estaba ajeno a eso, su respiración era compás de subida y de bajada de las sábanas de animales. Los peluches a su alrededor no se movían, dispuestos con el suficiente espacio para que las ideas y las venidas solo significaran caída al piso, no despertar del dueño. Pocas habitaciones a esa hora eran fotografía de serenidad como el rostro de Daniel.
Sin embargo, no todo permanecía tranquilo. Incluso en los hogares más pacíficos, las garras del conflicto se encontraban atentos a aferrarse a las almas descuidadas. Quizás, por la inmadurez de su propia existencia, el niño de la cama no se movió ante el chillido de las bisagras y el choque de los zapatos de vestir entre los juguetes.
La figura que invadió el marisma de paz cerró tras de sí, la luz iluminaba los tobillos carmines de su pantalón mientras la expresión de una de las muñecas en el piso parecía llorar en su alegría. Ni siquiera las motas de polvo se atrevieron a alterarse pese a la brisa que entraba por las ventanas.
Sin moverse de su postura inicial, la sombra de pulsera azul repasó la habitación. La mirada de bermellón de la criatura brillaba en la penumbra de la habitación, sus dientes visibles, incandescentes, en la sonrisa que cruzó sus rasgos. En la cama, los suspiros del infante se aceleraron, sus diminutos dedos enredándose en uno de los osos de pelo largo y sus mejillas aún redondas se restregaron como si fuera un gatito. El instinto animal superaba el sueño, pero no todavía con la suficiente madurez para provocar un despertar que lo llevara a la huida.
Mejor que mejor para la amenaza, por supuesto. Si no hay testigos de un crimen, nunca ocurrió ninguno.
Sin importar la postura en la que se encontraba, el aura del niño seguía tan fuerte como el primer momento en que identificó su aroma en ese callejón. Incluso, se atrevía a a decir que el aroma a rosas y al concreto al sol aumentaba en su inconsciencia. Un hilillo de saliva escapó del borde de su boca antes de que se diera cuenta de su propio deseo.
Rozó la manga contra la barbilla, sus mejillas coloreándose apenas por un ligero toque de vergüenza o, quizás, de sorpresa por su propia bestialidad.
Parpadeó sin buscar calmarse, pero si relajar su mente en medio. El Río de las Almas cruzaba por su cuerpo igual que el agua entre las flores del río, absorbiéndose entre los poros, pero sin permanecer para siempre. La influencia del universo alimentaba esa alma como a tantas que habían terminado en el fondo de su estómago.
Las garras de humano, los dedos de la bestia, se cerraron en puños al contemplar una decisión que solo respondía a la parte racional de su existencia.
—¿Cuál es tu plan, Mía? ¿Quedarte mirando a este niño hasta que se despierte? Lo vas a matar del susto, pervertido asqueroso. —En lugar de escuchar la voz de Leviathan en su mente, el susurro ronco escapaba de las decoraciones de dragones y de hachas en el cuerpo de la pulsera—. ¿O, acaso, piensas acabar esto antes de que la noche siquiera llegue a la mitad de su vida?
Mía respondió casi sin mover los labios, encogiéndose sobre sí mientras se inclinaba para ver detallar los cambios que las pesadillas comenzaban a tener en las diminutas expresiones del pequeño. Las arrugas en la naricilla, los movimientos de ojos bajo los parpados, la respiración acortándose y acelerándose a intervalos extraños. La falta de luz nunca lo molestaba cerca de los humanos, en especial en esa zona llena de fuentes de energía.
—No tengo ningunas ganas de hacerle daño. Solo... Las personas no suelen dormir cómodos cerca mío. —Uno de sus largos dedos apartó uno de los mechones de la frente. Aspiró el miedo que perló la frente de sudor, el aliento visible por el cambio de temperatura—. No comerlo... No devorarlo en medio de sus gritos de sufrimiento...
Se inclinó sobre la faz llena de esperanzas y de sueños, sus colmillos brillantes por la saliva. Gotas del líquido cayeron desde la profundidad de su garganta y golpearon la piel todavía rosada. Daniel soltó un suspiro parecido más a una exclamación. En su estómago ya ardía el deseo de la carne, en su mente la imagen era clara, por completo definida por la experiencia de años y de años alimentándose de seres parecidos. De un mordisco, la almohada se llenaría de sangre y el cuerpo sería igual a una marioneta sin cabeza.
El monstruo apretó los labios, cerrándolos sobre su propia lengua en un chasquido de dientes iguales a cuchillos.
El dolor no fue comparable contra el placer de sentir el calor de la sangre, el sabor salado e intenso que tranquilizó los escalofríos en su estómago. Conociéndose hasta cierto punto, giró sobre sí mismo y salió de la habitación en tanto silencio como en su entrada. La incomodidad del cuello subió hasta su nuca, ni sus masajes insistentes capaces de soltar los músculos ni suavizar las preocupaciones que usualmente no tenía en cuenta.
Cerró la puerta tras de sí, dejándose caer en la alfombra de color mostaza. Viéndose desde arriba, debía parecer una mancha de ketchup en medio de una sopa de salsa. Apretó una de sus uñas sobre sus labios, sus hombros tiesos como tablas de madera y sus músculos preparados para lanzar un ataque a cualquier peligro que nunca llegaría.
Apretó los ojos apenas un momento, los gemidos de su estómago ardientes en sus oídos a media que contenía las ganas de devorar completo a su niño. Se secó el sudor de la frente, espiando la sala llena del desorden de sus horas juntos. Olfateó los restos del queso frito, la fuerte esencia disfrazando el delicioso y tentativo del infante. El brillo de las bombillas despejó un poco el reflejo de su propia oscuridad. Las polillas alrededor del cristal recordándolo la insignificancia de los otros seres vivos, así como la facilidad con la cual podía aplastarlos.
Tragó de nuevo, la herida en su lengua curándose a un ritmo más lento de lo usual. Las cosquillas de la cicatrización estaban mezcladas con una creciente molestia cada movía la lengua, su hambre aplacándose a medida que su cuerpo se enfocaba en una sola idea. Tocó la punta, notándola ausente y seguro ahora en el fondo del estómago. La irregularidad de la herida causándole gracia de una forma que solo a alguien como él podría.
Por supuesto, las implicaciones de esta situación solo aumentaron su risa silenciosa, sus cabellos dejándose caer como un nido desordenado. Se dejó caer por completo, el alivio permitiéndole pensar en asuntos más agradables. Sin perder el impulso, gateó hasta la mesa donde el cofre de letras. Suspiró, tocándose la corbata con deseos de arrancarla y tirarla a un lado, riesgo de llevarse también la piel de ese traje de carne.
Levantó la tapa, el reflejo de las joyas levantando una sonrisa en su rostro cansado. Introdujo los dedos en las divisiones de los brazaletes, los diamantes y los rubíes eran hermosos y despertaban deseos de posesión, de diversión en medio de los momentos en medio de la nada. Pronto, sus muñecas se vieron cubiertas de brazaletes, incluso sobre las telas de su traje.
Giró sobre sí mismo, los reflejos levantando ilusiones de mejores existencias que la actual. Su felicidad se levantó y bajó de nuevo cuando, en una de las vueltas, tropezó con uno de los apoya pies frente al sillón de grandes orejas.
Las delicadas joyas impactaron el suelo junto a la fuerza de su propio peso, el quiebre de varias piezas paralizando a Mía en su lugar. Leviatán rió en su oído, el brazalete calentándose entre más sonido escapaba de él.
«Solo tú arrojarías horas de trabajo y de inconveniencias en un momento de impulsividad». Las risas permanecieron, la imagen de una sombra limpiándose las lágrimas de carcajadas hirviendo la sangre del ex peluche. El ronroneo solo se calló cuando Mía golpeó la muñeca con suficiente fuerza para romperse el hueso, de haber sido un humano.
El chico levantó la cabeza cuando Leviatán volvió a callarse, sus oídos sin captar movimientos en las habitaciones infantiles. Permaneció unos minutos más en la postura, las heridas ardiéndole mientras sus propia sangre concentraba su magia en curarse. Se imaginó como un muñeco sin energía, esperando que su dueño lo levantara o alguna compresa de basura lo sacara de su miseria. Rió, como si fuera divertido.
Se apoyó en la barbilla llena de arañazos aún cerrándose, las motas de polvo de la alfombra decoraban el espacio como diminutos bailarines en trajes grises. Parpadeó, en su mente imaginando que también bailaba en la liviandad de la existencia.
—Da igual. —Mía se levantó suficiente para acuclillarse sin utilizar sus manos y apartó sus cabellos caídos sobre su rostro. Sus rasgos juveniles estaban llenos de belleza y de preocupación, así como—. El regalo que voy a dar a papá no me lo coloqué, no soy tan idiota.
«Ah, cantemos las alabanzas al Señor»
Mía golpeó de nuevo el brazalete, la superficie sin nunca algún signo de daño sobre sus colores. Sin embargo, los quejidos de Leviatán se hacían escuchar en cada momento, sus pensamientos intranquilos creando risas en su dueño. Arrojó uno de los zapatos a la lámpara más cercana, la otra terminando en las ventanas. No encontraba cómo podía sacarse los zapatos y no el traje, pero suponía que era parte del diseño de los pulpos originales.
A pies en calcetines, anduvo en medio de las alfombras. No pensaba limpiar los restos de joyas, así que tuvo en extremo cuidado en no pensar ninguno de los resultados de su propio desastre. Al llegar al sofá, se lanzó con suficiente fuerza para hacer rebotar el control remoto. Lo atrapó en el aire, su movimiento continuo apretó el botón y encendió el televisor.
La imagen de la cadena de noticias mostró un vídeo desenfocado, las espaldas de las personas confundiéndose en el movimiento con las paredes y la fachada de los restos de una tienda. Casi de manera automática, su pensamiento se desvió a la gratuidad de la violencia en el mundo de los humanos. En un instante, las ambulancias y los policías entraron a la escena en el desorden ordenado de su deber. Mía parpadeó al identificar la bolsa blanca sobre una camilla siendo llevada a una ambulancia sin luces.
Rodó los ojos, a punto de cambiar el canal cuando la siguiente figura que apareció capturó de nuevo su atención.
Basura era arrastrado por un par de policías de gran tamaño. En su rostro se encontraban la confusión, el dolor y la enfermedad de una manera terrible. El camarógrafo realizó un acercamiento en su rostro, la conversación del periodista tan poco interesante para que Mía no escuchara. Sus ojos hundidos parecían más cercanos a los de un cadáver que una persona.
Leviatán se removió en su muñeca.
«Hey, al menos así se va a poder morir en un sitio cómodo. Al menos hiciste algo bien». Mía no contestó, en su estado sin querer prestar atención a las palabras de su compañero de aventuras. En su pensamiento, la desesperación de la voz no lo abandonaba, quizás no lo haría más, pero no por ello demostró algún tipo de emoción que traicionara su propia lucha.
Suspiró, dejándose caer entre los almohadones en los cuales el niño no tenía autorizado ocupar por su cuerpo.
—¿Y a quién le interesa lo que un rechazado termine de hacer? Mientras yo no lo sea, no tiene que ser mi problema. —Movió la mano sobre su estómago—. En cuanto muera llamarán a Alfa para que recoja el cadáver. Alfa se negará, Papá se enterará y dirá que es triste, pero no hará nada para cambiar la situación. Luego, buscará alguna calderilla para incinerar el cadáver y arrojará las cenizas en el lago más cercano.
«Tu padre al menos llorará, así que más de lo que esperaba».
—Mm. Supongo. Lo olvidará en cuanto la siguiente tragedia impacte por su ventana. —Se sentó, sus piernas estiradas y sus codos doblados. Subió y bajó la cadera para relajar la tensión de sus hombros—. Alfa está lleno de ellas.
Leviatán se removió, su respuesta a punto de llegar cuando la puerta principal se abrió. Un maletín cayó a sus pies, el hombre de traje con una máscara de pesimismo igual a la de toda su aura. La sorpresa no se hizo esperar, luego la confusión, para llegar a la aceptación.
—Creí decirle a Daniel que ni su nana ni él tenían permitido utilizar el sofá. —Y sin agregar más, cerró la puerta tras él.
«¿Y este quién es?»
Mía no sabía, no le importaba, y se maldecía por no haberse marchado después de dormir al niño.
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