Mía piensa

En los ojos de Mía, el mundo seguía su camino, pero detrás de ellos se ahogaba en las memorias de su padre, todavía inconsciente en la habitación del Amo.

—Amo, tiene usted razón.

La paja crujió por el cambio de postura del cuerpo. El aliento cálido chocó contra mi hombro, mientras una mano llena de heridas se introducía en el hueco de mis piernas. Los pelos de su barba cosquilleaban mi cuello cuando movía la cabeza. Cerré los ojos, la almohada de plumas azules olía a sudor y a lágrimas.

—Siempre la tengo, Alfa, pero me encanta cuando especificas... ¿En qué tengo razón? —Suspiré por la sensación de unos dedos sobre la tela, la presión sobre la zona distrayéndome por las implicaciones de sus deseos. La idea en sí no me parecía desagradable, pero las burlas sobre mi apariencia cuando retiraba las telas no me eran extrañas. Solo a mi Amo habría permitido admirarme en mi completa desnudez.

—En que... Quizás sí debamos dividir el poblado, amo.

Su mano se detuvo justo en el borde donde la tela terminaba y el muslo asomaba, suspiró y una sonrisa se formó en sus labios. Podía sentir la naturaleza de mi expresión contra mi piel. No era una imagen agradable.

Ronroneó antes de presionar su entrepierna contra mi trasero, sus brazos rodeaban mi cintura para evitar alejarme. Estaba duro, más duro que cuando asaltaba a alguno de mis hijos o en sus horas de soledad tras la caza. Su lengua resonó en un chasquido húmedo.

—¿También enviarás a Régimo?

—Sí. —Soltó un quejido contra mi cuello, su boca pronto encontró un espacio blanco en mi cuello. Apreté los labios para no gritar por el brote de sangre bajo sus dientes. Su respiración acelerada era un complemento del calor en aumento de su cuerpo, del sudor que caía por su frente.

El pozo en mi estómago seguía profundizándose, mas mi expresión se mantuvo imperturbable. Era simple parte de mi trabajo, las consecuencias de la decisión a la que había llegado al ver los pies de Carbón sobre la tumba.

—Eres un excelente sirviente, el mejor de los sirvientes. —Uno de sus brazos levantó la presión en mi cadera para dirigirse a la toga. Cerré los ojos y aspiré con todo el control que pude reunir cuando levantó por completo el faldón de mis ropajes.

Fue imposible controlar el escalofrío al sentir el roce de su pene contra mis muslos. Apreté aún más las rodillas, sin luchar traté de alejarme. El cuello me dolía por la postura. Mantuvo mi cuerpo allí con su agarre suave, pero con un mensaje nuevo en la presión alrededor de mi cintura, con el peso de su pecho contra mi espalda.

—Amo...

—Shhh... Háblame de lo que piensas hacer con los inútiles. —Mientras manipulaba su pene con una mano, la otra acarició la parte delantera de mis muslos para darle espacio. Ahogué las sensaciones de mi corazón, aunque las lágrimas escaparon las defensas—. ¿Vas a hacer lo mismo que con tu hijo inservible?

Las cuencas vacías y sangrantes volvieron a mí, la orina de sus pantorrillas era de color oscuro, casi mierda. El contraste entre ese momento y el roce entre mis tobillos ofuscó mi visión, debilidad consumió mi segundo intento por alejarme. Grité por el filo de una nalgada en mi piel. La risa de Cástor me disuadió de tratar una tercera vez, así como su lengua deslizándose por mi mejilla hasta probar mis lágrimas.

—Solo vivirán lejos, quizás a un par de días de viaje de aquí —aclaré con voz seca. No estaba seguro de tener una voz firme. El nudo en la garganta me ahogaba más que el calor de esa bestia con piel de hombre—. Los sirvientes más fuertes los llevarán para acotar el viaje. Luego volverán.

Cástor gruñó de nuevo, sus dedos libres ignoraron mi pene flácido y se deslizaron hasta mis testículos, mientras guiaba su propio pene a mi trasero. Tensé los hombros en cuanto sentí el primer roce de la cabeza del miembro contra el ano. Los encuentros eran parte de nuestras tareas, claro. No por ello eran agradables.

—No sé si me gusta la idea de que elimines fuerza en el poblado para ir a trasladar a un montón de niños, ancianos y gente enferma. —Sin esperar respuesta a su acotación, empujó sus caderas contra las mías. Jadeó y me abrazó la cintura.

Aparecieron manchas de colores en mi campo de visión junto a la agonía de estar siendo abierto sin lubricación ni cuidado. Apreté los labios hasta que sentí que los dientes me crujían. Aspiré y suspiré. Las lágrimas me impedían ver la pared de madera y de piedra, algunas marcas en la superficie difuminadas como sonrisas burlonas.

—¿Ni-niños? ¿A ellos... ngh... también los quieres fuera? —Sus embestidas pronto se volvieron más intensas por el líquido que se deslizaba entre mis muslos a cada nuevo empujón. Me aferraba a la idea del prado lejos de allí, de las voces de desconocidos que el viento trajo con sus posibilidades de cambios y de muerte.

El dolor es algo divertido cuando se experimenta de forma continua. Llega un punto donde ya no sientes nada, no piensas nada, solo existes y te dejas llevar. Para ese momento, los conceptos de fuerza y de debilidad son iguales en tu mente y ya nada tiene sentido. La vida es igual a la muerte, la alegría y la tristeza hermanas gemelas.

Mientras Cástor hacia uso de mi cuerpo, me dí cuenta de que era el más odiado de los hijos de mi Amo, del error que había cometido al entregarme sin la menor resistencia por mi parte tras el primer acto de dominación. Los sirvientes, incluso aquellos tan débiles como yo, teníamos también derecho a intervenir en los asuntos de nuestros amos.

Seguir el camino de ahora sería la destrucción para la raza de los Carlettos. Era mi deber, y mi derecho, poner un pare en cuanto fuera necesario. Mi Amo perdonaría cualquier error de mi parte, menos cometer alguna falta que eliminara a sus niños más amados de la faz de la Tierra.

La pared estaba llena de marcas de nuestros trabajos, la cama y la almohada eran producto de las mejoras que los Giovannis habíamos implementado en la comunidad. La relación entre las dos razas iba más allá de un simple estatuto. Éramos hermanos en ese mundo loco donde por nacer de alguna forma ya eras considerado un esclavo.

—¿Por qué no me la dejas meter en tu coño, Alfa?

La pregunta me trajo de mi ensoñación a la agonía de mis entrañas, a los mordiscos en el cuello y a los dedos, gruesos y largos, jugueteando con el agujero debajo de mis testículos. Ese sitio que me confundía sobre si era hombre o mujer, si era padre o madre.

—El Amo me lo tiene prohibido. Soy demasiado fértil... ¡Mmh...! —Cerré los ojos al sentir el primer dedo dentro, una oleada de placer tumbándome en el sitio.

—Parece gustarte aquí, jeh.

—Basta... No me gusta nada... Es mi cuerpo...

—Solo será la punta... —Sus embestidas se aceleraron al ritmo de mis lloros porque me soltara, porque dejara de estimular un sitio diseñado para sentir placer, para mejorar los chances de reproducirme. No era algo que disfrutara en mi mente, me hacía sentir mal y disminuido.

—Por favor... Enviaré a los Giovannis más fuertes.... Mataré a quién sea. Solo no eso, por favor, por favor...

—Te lo ordeno, como tu amo.

Mi mente se cerró en ese instante.

La tierra empezó a temblar y el techo se derrumbó sobre nosotros, apenas dándome tiempo a empujar a mi amo y resguardarlo bajo mi cuerpo.

La muerte era una parte de la civilización que era ese poblado. De forma diaria, la enfermedad, la malnutrición y los accidentes se cobraban víctimas en la forma de inocentes, de ancianos y de niños. Las teorías darwinistas tenían su lugar en la máxima expresión cuando tenía que sacrificar personas muy enfermas para invertir mi cuidado en ellas, cuando los niños con poco carácter no lograban obtener la atención de sus padres y morían de inanición.

La miseria mostró los primeros signos entre mis hijos, el caos y la desesperación asentándose cuando el terremoto impidió mi completa violación. Gracias a la ligera conexión entre ellos y yo, el cumplimiento de su deber se había vuelto prioridad. Sin embargo, los restos del poblado también contenían los cuerpos de la mayoría de los niños a los que había educado para proteger.

La imagen de piernas y cabezas entre charcos de sangre sería difícil de olvidar, en el fondo gritos de padres, de hermanos, de hijos buscando a sus familiares en medio de los derrumbes.

Los más débiles habían fallecido protegiendo a los Carlettos más cercanos, mientras que los más fuertes se encontraban levantando los restos posibles de las chozas y eliminando los árboles caídos. Bajo mis pies, la tierra aún se sentía inestable. Ni siquiera las heridas del incidente en la choza me detuvieron, la sangre de las pantorrillas y la cabeza pronto siendo eliminada por un trapo húmedo.

Las siguientes actividades atrasaron por completo la planeación de la fiesta de despedida, para disgusto de muchos de los sobrevivientes. La imagen de una enorme fogata, de comida y de bebidas, era mucho más importante que un montón de cuerpos resultado de cumplir sus deberes.

—La reconstrucción del pueblo, los funerales y la limpieza del terreno nos tomará unas semanas.

La casa de reuniones, una de las pocas chozas con daños mínimos, contenía el gobierno improvisado tras la crisis. Sentado frente a un pocillo de patatas hervidas y pichones de paloma, el Consejo de líderes dedicaba su atención a mis recomendaciones. Uno por cada facción, los tres observaban mis movimientos en el plano del pueblo, improvisado con arena y un palo.

Cástor, entre ellos, no se conmovió por mis explicaciones. Su ceño fruncido y labios apretados era una pésima señal, así como la herida en su ceja que parecía reprocharme a cada mirada. Régimo, a su lado, tenía una expresión más suave y asentía a mis explicaciones con la paciencia que mostraba a los niños de la escuela. Finalmente, Julia, de cabellos largos y expresión fiera perpetua, no cambiaba su ánimo ni ante las heridas de mis piernas ni ante el reconteo de la cantidad de personas fallecidas en el terremoto.

—Los bebés, ancianos y niños más pequeños no sobrevivirán tantas noches a la intemperie. Tampoco los campos deben descuidarse, ahora menos que las fuerzas principales de trabajo han sido diezmadas. —El tono correcto de sus palabras me hacía recordar que Julia fue criada por una de las esposas preferidas de mi amo, allá en las tierras lejanas. Se acariciaba el vientre hinchado de forma distraída—. Quizás seguir con el plan original es lo más lógico. Si al sitio que tienes en mente es mejor que aquí, podríamos reconstruir el poblado de cero.

—¡Jah! —El rugido de Cástor se transformó en una risa—. ¿Qué ancianos? ¿Los tres viejos que quedan? ¿Y cuáles niños? Entre la criatura en tu vientre, solo quedaron cuatro mujeres embarazadas y un puñado de pequeños, los más jóvenes para estar en los brazos de los sirvientes. Enviarlos lejos a todos sería desperdiciar mano de obra.

—Entre esas criaturas también se encuentra una de tus hijas, Cástor, la única que te queda. ¿De verdad quieres verla pasar frío otra noche? ¿Comer unas pocas patatas y alguno de los pichones salados? —La mujer golpeó el suelo junto a su rodilla izquierda—. Alfa nos ha a asegurado que río abajo las tierras son más fértiles, la caza más estable y la presencia de cuevas servirían de protección a los más débiles.

—¿Oh, es que la dama necesita comodidad ahora? —Cástor se inclinó sobre las piernas de Régimo, quién no dudó en meterse entre ambos pese a que las marcas de los golpes seguían visibles en su rostro—. No parecías muy incómoda cuando ese sirviente te montaba como si fueras una perra en celo. ¿O es que de verdad piensas que no sabemos quién es el padre de ese niño?

Con un rugido, Julia se arrojó sobre su hermano. Sin apenas moverse, Régimo logró someterla con un brazo debajo de su pecho. Cástor elevó una ceja, su sonrisa ampliándose al ver el brillo de dolor de los ojos de su hermana. Suspiré, apartando la mirada para no ser testigo de ese conflicto.

—No seas cruel, Cástor —siseó Régimo, sus labios apretados en una mueca también animal. Ambos hermanos eran débiles ante él, su rostro compungido por el encanto de verlos sufrir—. Ya tenemos suficientes problemas, suficiente división entre nosotros. Nuestro padre se revuelca en la tumba cada vez que nos peleamos.

—¿Yo soy el causante? Ella es peor que yo. Va a tener el hijo de un animal.

—¡Mi Pedro era más hombre de lo que alguna vez serás! —exclamó ella, su voz quebrándose en un quejido que la hizo encogerse en los brazos de Régimo. Con un ojo, vi cómo se sujetaba el estómago y permanecía quieta, aspirando y suspirando con la frente perlada de sudor. Sin apartar la mirada de Cástor, escupió el suelo cerca.

Régimo la ayudó a volver a su sitio, sus dedos limpiando las lágrimas de sus mejillas y sus susurros tranquilizándola a niveles de tensión más soportables.

Carraspeó antes de volver su atención a mí.

—Quizás sí tiene razón nuestra hermana, Alfa. Alejarnos los más débiles y dejar espacio a los más fuertes. Quedan pocos de cada grupo, igualmente. —Asentí, mi mirada pasando de Cástor a Julia con igual rapidez. Ninguno me respondió, ambos observando sitios opuestos de la choza—. Ni siquiera sería necesario que gran cantidad de sirvientes nos acompañen. Con dos serían más que suficientes. Y uno de ellos podrías ser tú, Alfa.

—¿Y quién sería la otra persona, amo Régimo?

—Sibila. —El nombre pareció atraer la atención de Cástor, su ceño frunciéndose aún más.

—De ninguna forma. —Cruzó los brazos, sus ojos duros al posarlos sobre Régimo. Su cuerpo por completo se encontraba tenso, listo para cualquier pelea física a surgir.

—Hermano...

—Sibila calienta mi cama en las noches, además de que es una de las pocas Giovannas que no es una completa inútil. No, me niego a que se marche siquiera unos días. —Parpadeé al escuchar semejante frase de la boca de ese hombre tan odioso, sin material de amo ni de nada más que un abusador.

—Sibila es también una de las pocas criadas lactantes —intervino Julia, su rostro oculto tras sus cabellos—. No puedo darme abasto con tantos niños. Me servirá unos meses, al menos hasta que logremos que la mayoría deje de amamantar.

—¿Meses? Nunca he estado lejos de Sibila por más de dos horas.

—También está embarazada, Cástor. Tú mismo has dicho que estorbará.

—Eso es distinto. Las Giovannas son útiles hasta recién paridas. A diferencia de ustedes, perras.

—Pues tienes suerte que esta perra esté embarazada.

—Hermanos, por favor no cambiemos el tema.

Una oleada de frío me recorrió al imaginar a mi hija, de rasgos delicados y cuerpo fuerte, entregada a ese animal. No me extrañaba que su vientre fuera tan fértil y el silencio de la identidad del padre fuera tan opresivo. La sola realización me causó una arcada que simulé en una tos.

—Samuela también está en estado y es ideal con los niños. —Intervine sin que los nuevos acontecimientos me amedrentarán—. Pero hay que tomar en cuenta que...

Me callé, de repente dándome cuenta que el aroma de hombres nuevos era un secreto. Incluso pocos de mis hijos estaban al tanto de ello, solo el par al que había dado instrucciones de averiguar la dirección de los invasores. En esas circunstancias, lo mejor sería esperar un poco más.

—¿Alfa?

—... El estado de los niños. Construiremos una carreta y nos llevaremos a un par de burros para transportar a los que no puedan caminar. He estado practicando y creo que puedo hacer una carreta en un par de horas. En la tarde podríamos marcharnos. —El interés de los tres pareció aumentar al escuchar sobre los avances en mi magia. Su silencio estaba cargado por una nueva oleada de respeto—. Si está bien por ustedes, amos.

Régimo miró a uno y a otro. Ambos asintieron, luego el hermano del medio. Los tres me miraron con sus ojos tan dorados como la miel.

—Te damos permiso, Alfa. Si... —Régimo suspiró— dejas los planes para la fiesta. De esa forma, los caminos de ambos lados de la familia estarán llenos de éxitos y de sueños.

—Semper fidelis —exclamé mientras echaba mi pie izquierdo hacia atrás y apoyaba la rodilla en la tierra, la mano derecha en forma de puño sobre la zona de mi corazón. Incliné la cabeza, mis amos se pusieron de pie y salieron cada uno tras el otro.

—Ad infinitum. —La mano de Julia fue una caricia sobre mis cabellos.

—Ad infinitum. —Cástor empujó hacia abajo hasta que me dolió.

—Ad infinitum. —Régimo susurró con dulzura, esperando que me levantara para retirarse. Afuera, el sol eliminó la enfermedad de sus facciones por un instante.

La agitación dentro de su corazón era equivalente a los vaivenes de la muchedumbre a su alrededor, la algarabía de los puestos de agricultores en el punto más alto del mediodía. Cabezas de familia, sirvientes, estudiantes con un presupuesto limitado, la multitud se peleaba los restos de productos como perros rabiosos un trozo de carne. El mercado principal del barrio antiguo vibraba entre los perfumes preferidos de las moscas hasta la fruta de mejor calidad, el campo atrapado en los dos extremos del mismo espectro.

Ajeno al caos de la organización y el progreso, Mía se deslizaba de sombra a sombra, de camión a cubo de basura, de espalda de adultos a mochilas de niños poco atentos a sus alrededores. Los altos edificios contra las lonas de los puestos eran tan indiferentes como lo serían las grandes desgracias a los infantes. Una novedad pasajera pronto a ser olvidadas.

Sin embargo, su cuerpo de tela no era invisible y su ambiente pronto dejó marca en cada una de sus costuras. En los charcos de barro y de agua sucia donde se metía flotaban pedazos de frutas podridas, huesos a medio roer y servilletas, vasos y bolsas plástica ya usadas. Entre las piernas de los caminantes también pasaban animales, bicicletas, niños demasiado pequeños cerca de sus hermanos o vagabundos a la espera de alguna moneda o cartera suelta que arrojarse al bolsillo. La miseria, la suciedad tan difícil de conocer para cualquiera de su raza, de repente era compañía en sus andares poco discretos.

¿Llamaría la atención? Por supuesto, de una o de otra persona, de algunos ojos demasiado maduros para creer dos veces lo que su mente formaba o, cuando eran pequeños, sus cerebros tomándolo con naturalidad y aceptándolo como un aspecto más de ese mundo extraño. Sin embargo, para Mía la opinión de los humanos era igual a la lluvia, una simple inconveniencia cuando llegaba a tocar en su día.

¡Y otro capítulo más! ¡Muchísimas gracias por seguir aquí!

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