Mi amor
Su choque contra Carlisle fue uno de los menores inconvenientes de los siguientes días. No existía alma en la línea de sus hermanos que no hubiera tenido problema con él, era común sus continuos roces cuando el cerebro de la mayoría estaba lavado hasta el fondo. La tensión del desayuno derivó en el almuerzo, así como en su tour a mayor profundidad con Daniel. Sus dedos se deslizaban en el cabello del niño cuando los nervios amenazaban su estabilidad, las miradas de censura de los otros sirvientes ocultas tras cortinas telarañas y de polvo recuerdos vivos de sus primeros años de estudio.
—¿Qué se creen esos? Impedir a dos buenas personas en su día libre. —La silla chirreaba a cada paso, marcas de las ruedas en la alfombra todavía olorosa al exterior. Si se acordaba, enviaría a alguien luego a sacar las manchas de barro antes de que Alfa se diera cuenta y lo obligara a limpiarlas con su lengua—. Por eso debes casarte rico, Daniel, para que nadie pueda verte así. Y si alguien lo hace, puedas despedirlo.
El chirrido de la silla seguía el camino de los quejidos de la madera, las chispas de las velas reflejándose en los ojos rojizos y la media sonrisa de Mía un espejo a sus intenciones de mantenerlo feliz, adecuado, de evitar que sufra cualquier dolor. Acarició sus cabellos negros de nuevo, besando su nuca con una extrema dulzura y delicadeza de la cual no se creía capaz antes. Olía en su aura la satisfacción tras una buena comida, el paseo y mantener conversaciones sin que alguien lo golpeara al no poder contestar a ninguna pregunta. La pausa para asearlo lo dejó por completo renovado.
La mirada del niño era brillante como las estrellas en la noche sin luna cuando llegaron a los pasillos de la Mansión que llevaban a las habitaciones comunes. No podía mover el cuello ni demostrar signos de emoción sin que dolieran todos los músculos, pero nada de ello importaba cuando las paredes estaban llenas de cuadros de hombres poderosos, pinturas y obras de arte de tiempos pasados. Daniel identificó mapas antiguos solo conocidos en libros, diseños de dinastías largo tiempo erradicadas. Era más fascinante que los museos, mucho mejor que los documentales, única ventana a la verdad del exterior.
—Aaaah.
El movimiento de la silla se detuvo al instante, la expresión urgente del mayor volviéndose una risa cuando giró alrededor y se inclinó delante del niño, el sonrojo en sus mejillas y su insistente intento de girar sobre sí mismo una clara señal.
—¿Qué quieres ver? Mi padre tiene un montón de basura así por todas partes. Debes escuchar como Alfa se queja cuando se emborracha. —Apartó mechones sueltos sobre los ojos del niño y sacó una peineta del bolsillo interno de su chaqueta. Luego, limpió su piel y manos con las toallas húmedas, asegurándose de que quedara impecable.
Igual a la vorágine de orgullo y de pánico en el estómago de un artista, ver el cambio en Daniel empujó a Mía a un vaivén de emociones. Burla era usual la manera en la que trataba a otros sirvientes cuando los veía con sus niños. Pero ahora, de pie frente al suyo propio, los sentimientos de cada diminuta acción lo azoraban al punto de quitarle el aliento. Los párpados caídos e hinchados, las ligeras arrugas al parpadear y los bostezos que no luchaba por ocultar, todo signo de que una siesta estaba en un futuro cercano. Absurdo, urgente, era lo que provocaba Daniel.
—Aaaah. —Mía se inclinó a su altura para seguir la dirección de sus ojos, encontrándose con uno de los retratos del Amo en una guerra de cualquier época. A los lados de la pintura, las antiguas armas que el propio hombre cargó durante las batallas o, al menos, llevaba durante las fiestas de cualquiera de los extremos combatientes.
Mía suspiró al rodar los ojos. Las batallas humanas le eran todas idénticas, más aún las armas. En su opinión, nada superaba el uso de sus propios tentáculos para causar estragos. Sin embargo, los humanos siempre veían a más sus armas. Se levantó ceremonioso, apartó la cola de la chaqueta de su traje en un gesto inconsciente a la par que fruncía el ceño.
—Vale, vale. Atrás hay armas más antiguas e interesantes, sí. Que fueron usadas de verdad. —Se levantó para acercar a Daniel, sin comprender cuál era la emoción, pero dispuesto a complacerlo. Con cuidado de no llevarse por delante el retrato, tomó una de las espadas y la posó en el regazo del niño. En el hierro se notaba la antigüedad, la vaina pulida y el mango intacto de signos de desgaste o de marcas de choque.
El pequeño ignoró cualquiera de las palabras de su cuidador, sus quejidos entonándose en alegría como los pajarillos en primavera. Estiró la mano derecha, los dedos libres de vendas cerrándose sobre la vaina. Parpadeó, Mía interpretando el gesto para inclinarse y desenfundar la espada con un chasquido. La imagen devolviéndoles la mirada en el filo aceleró el corazón infantil, diminutas lágrimas deslizándose por su nariz y sus mejillas al identificarse en el monstruo.
El sirviente lo abrazó, dejándolo llorar contra su hombro tras volver a guardar la espada y dejarla en su sitio como si nunca la hubieran tocado. El retrato captó su atención un instante; de reojo, la sonrisa de la pintura se burlaba de esa pareja hecha en el infierno.
Mía sacudió la cabeza, diciéndose que el temblor en sus brazos era resultado de no estar acostumbrado a los cambios de temperatura en un cuerpo humano. Estrechó a Daniel contra su pecho, el martillo constante contra sus costillas un toc toc en sus oídos. De entre las hebras negras, devolvió el desafío al cuadro con una chispa de bermellón.
—No dejaré que vuelvas a sufrir. —Susurró en su oído, sus caricias como besos desde la nuca a la coronilla. En su piel percibió las emanaciones del miedo, del pánico por el futuro de encontrarse solo. Volvió a envolverlo en su propio abrazo tras conseguir calmarse a sí mismo—. Sé lo doloroso que es estar solo.
Sus hombros cayeron al admitirse a sí mismo la situación. Era único, era mejor. Tenía su hilo y, de entre todos sus hermanos, era el más libre de ellos, pero ¿a qué costo? Un barco que no navega en la mar, ¿aún puede considerarse un barco? ¿Cuál es la utilidad de un armario si no se usa? Posó las manos en los diminutos hombros, fruncido su ceño y atenta su mirada, pese a que sus pensamientos estaban lejos. Él era una silla llena de cristales rotos sin la menor posibilidad de cambio, Daniel era un niño sin espacio en el mundo que podía hacerse el suyo.
Daniel parpadeó, sus pensamientos una mezcla de sentimientos a los cuales aún no podía colocar un nombre. Sus dedos sanos aferraron a Mía igual que a la espada, la fuerza en sus músculos ganchos de metal, delgados y helados. La sombra de la determinación envejecía los rasgos alguna vez infantiles.
—Debemos volver a la chimenea. Estás perdiendo temperatura —susurró sin moverse, el poderío en el aura del infante tan delicioso como esa noche en el departamento. Su barbilla se humedeció por el hilillo de saliva de su boca entreabierta, sus mejillas llenándose de un rubor que no solía experimentar—. Discúlpame.
Necesitó fuerza para liberarse. Se volteó para secarse con su corbata, su postura tan avergonzada que una risa igual a un silbido escapó del niño. Existía una tristeza en la situación más allá de sus propios destinos, algo que solo parecía comprender el joven. Mía se giró, incrédulo al ver la combinación entre una sonrisa y las marcas de llanto todavía visibles.
—Eres un amo cruel. —Se quejó, sus palabras eco contra las paredes estrechas. Daniel solo estiró sus manitas y Mía, por primera vez en su vida, aceptó el cariño de un niño sin buscar segundas intenciones.
Ninguno de los dos supo cuanto permanecieron allí solo abrazándose, mas los dos saltaron al tiempo cuando unos pasos se acercaban junto a un tintineo. Mía elevó la cabeza y frunció la nariz, sus hombros tensándose al identificar la presencia en exceso tarde. Se colocó frente a Daniel, mostrando los dientes igual que un perro ante el aroma de un gato cuando las botas de cuero llenas de tachuelas aparecieron de las sombras a la luz de las velas.
—¿Ah? ¿Qué andas planeando, Mía? —La oscuridad parió una figura tan alta que rozaba los marcos de las puertas, los cuadros elevándose a su paso—. Alfa no está muy contento contigo. Lleva horas hablando pestes con Damián.
—Solo estoy paseando con mi nuevo Amo. Se quedará aquí, como bien sabes. —Se defendió sin detenerse a sí mismo al cubrir a Daniel. Incrédulo, el desconocido enarcó una ceja al captar la mirada brillante y curiosa bajo la axila de Mía.
—Eso escuché... —El hombre caminó alrededor de ellos, el brillo de sus ojos verdes cruel y perverso al completar el cuadro de su expresión pieza por pieza. Un escalofrío arrancó quejidos en Mía, quien se giró a ajustar las cobijas sobre Daniel.
La carcajada socarrona chocó contra las paredes y la paciencia frágil de Mía, su respuesta un aullido de gato.
El hombre frente a ellos era distinto al resto de los miembros de la Mansión. Rubio, de cabellos enrulados y alto como una torre, su torso desnudo estaba lleno de tatuajes más parecidas a letras. De forma vaga, Mía reconoció la forma de una cabra, un león envueltos en fuego. Desde su ingle hasta sus pectorales, rayas negras que le recordaron a las inscripciones de Leviatán. Su sonrisa sardónica estaba completa con un abrigo de piel negra sobre los hombros y largos pendientes de oro que rozaban sus hombros.
—Tranquilo, pequeño Mía. Sabes que no me gustan tan niños. Aunque... Quizás el amo se interese, ya que se quedará aquí tanto tiempo. —Se tocó el labio inferior, golpes suaves contra la carne rosada—. Puede crecer a su alrededor como los hongos.
En su mano, Leviatán soltó un respingo y un grito antes de que pudiera procesar las insinuaciones tras sus palabras.
«¿¡Asmodeo!?»
«¿Qué? Ya lo conoces. Te hablo de él», Mía no tenía ni tiempo ni ganas de conversar con su anillo sobre las implicaciones de ese hombre en su paseo. Decidió ignorarlos a ambos, colocándose tras la silla de Daniel. Empezó a empujar, alcanzando a Asmodeo en unos instantes.
—Daniel necesita dormir después de tantas emociones. Si nos disculpas...
—¿Qué? ¿Y no nos vas a presentar? Si quiere ver el arma favorita de Damián, debes presentarme a mí. —Se señaló, una mano en su cadera—. I'm the number one! Después de todo. ¡Soy una pieza de colección única!
En el gesto, apartaba la chaqueta todavía olorosa a la colonia del Amo. Mía se sintió asqueado por alguna razón, repugnándole siquiera la idea de pisar por la misma zona del hombre. Dio un giro de ciento ochenta grados en el pasillo, la tela de su traje crujiendo a medida que apresuraba el paso.
«¡Pensé que se llamaba parecido! ¡Pero nunca había estado tan fuerte como para verlo bien! ¡Asmodeo, es mi hermano, Asmodeo!»
—No hay tiempo, cállate. —Sus nudillos estaban blancos alrededor de las agarraderas—. Y dile a mi padre que con este niño no tendrá chance, que se aparte hasta que tenga mayoría de edad.
«¡No te atrevas a ignorarme, Mía! ¡Hay algo que no me estás diciendo con respecto a tu padre!» Las palabras de Leviatán se escuchaban desde su nuca, el tono igual al de las uñas contra la pizarra. Apretó los dientes, el aroma a colonia y velas provocándole mareos. Se tocó el rostro, notándolo frío y cubierto por una capa de sudor.
«¡Mía! ¡Míaaaaa!» Los gritos eran tan fuertes que le costaba escuchar las palabras de Asmodeo.
—Anda, no seas así... Aunque sea un poquito. Déjame mostrarle lo cool que soy... —Solo con el peso de su cuerpo, el rubio era lo suficiente rápido para bloquearles el paso. Mía resopló, escapatoria imposible cuando una idea se le metía en la cabeza—. Un poco, nada más. Debes aprovechar su edad, luego crecerá y te perderás lo mejor de la vida.
Mía se detuvo, sus manos temblando por los gritos en su cabeza y la insistente mirada de Asmodeo. Examinó sus posibilidades, admitiéndose de que tenía razón al señalar que eso le haría ilusión. Acarició sus parpados una y otra hasta que no pudo mantenerse firme un momento más. Asintió como dejándolo de lado.
Se apartó el cabello y masajeó su cuero cabelludo.
—Vale, vale. Haz lo que desees.
Giró la silla de ruedas, Daniel casi aplaudiendo cuando Asmodeo se levantó sobre sí mismo y movió sus manos de igual manera que Alfa en esa noche fatal. El brillo de sus manos era rojo, la sombra envolviéndolo hasta que un torbellino de tonos rojizos llenó el pasillo.
Sin escuchar los gritos de Leviathán, la energía lo engulló igual que al resto de los demás. El ambiente se llenó de chispas doradas, de círculos platas. Mía creyó escuchar un gemido de Daniel, pero su atención se mantuvo en el centro del huracán, donde una figura se presentó en la explosión de luces.
Sin saber bien lo que hacía, estiró su mano sin anillo al círculo antes de que pudiera comprenderlo. Sus dedos se cerraron alrededor de lo que parecía metal, el peso era cálido igual a un brazo, pero también helado como el hielo envuelto en plástico. Parpadeó, el viento desvaneciéndose y las sombras otra vez en control de las zonas lejos de las velas.
Daniel soltó un respingo, la imagen frente a sus ojos una de sus sueños.
Mía sostenía una espada de largo filo. El brillo era plata, su limpieza y belleza capturaba en forma de arcoiris la luz. Su mango estaba marcado por formas de fuego, dientes de dragón y el enigma de ojos de gato. Rojo, dorado y plata en la mano de Mía, los tatuajes de Asmodeo ahora en su piel.
El rojo de los ojos de su sirviente lo estremeció, comprendiendo que se encontraba frente a uno de los seres más poderosos de la Tierra.
Mía, en cambio, se dio cuenta de un detalle que no quería admitir. Volteó a ver a Daniel, la espada en su mano refulgente, la energía abriéndole la atención a todos los colores del universo, a sus vaivenes y a sus misterios. En ellos también vio, cuando la sonrisa de Daniel llenó su visión, el chispeo de su aura envuelta en un velo negro.
La Muerte ya comenzaba a alcanzarlo sin inmutarse por su presencia ni protección. El baile de la tela enfatizaba las mejillas hundidas, el aspecto delicado de su piel. Su fragilidad en esa silla de ruedas lo aisló de las exigencias de Leviatán, de las flores de magnificencia que Asmodeo se arrojaba a sí mismo. Las lágrimas de Mía mancharon la empuñadura, el humo de la condensación al tocarla uniéndose al aura de poder que emanaban.
Asmodeo soltó una queja de dolor cuando su cuerpo cayó al suelo. Sin otra palabra ni la mínima mirada, Mía abandonó a la silla y a la espada con igual condición, sus ojos otra vez ciegos a las maravillas, pero abiertos a la única realización importante. En un remolino a su espalda, el hombre volvió a aparecer a lo alto que era, su gesto arrogante sustituido por una mueca llena de deseos sanguinarios. La capa cubría su desnudez, más no su vergüenza.
Leviatán, en cambio, callaba. Su silencio era el de los precavidos y aquellos con un olfato paranormal para escapar de los problemas. Tanteaba, sí, furioso la comprensión de un aspecto de la realidad que desconocía, mas no lo suficiente para ignorar el olor a decepciones, a horror de las ropas de Mía.
Entre sus brazos, Daniel buscaba explicaciones a la repentina salida. Sus piernas colgaban sin energía y Mía cargaba tanto la bolsa de desperdicios como la de orine. El aroma ácido era un preámbulo a su paso, gotas de la combinación un camino en el suelo. Sin encontrar datos en los rasgos libres de gracia del sirviente, amplió más los ojos; el estómago de repente demasiado pesado para sostenerse solo en el silencio. Se acomodó como pudo las cobijas con el movimiento de hombros.
Sus quejidos eran más los de un gatito perdido, asustado bajo la lluvia. Solo tras alcanzar otra vez el jardín, Mía se digno a escucharlo. El color en sus ojos se había desvanecido igual que los restos de sol del ambiente, el negro igual al fondo de los estanques de las casas abandonadas. Existía una decadencia, un dolor de pérdida entremezclado por la zozobra de una situación poco familiar.
—¿Aaah?
—Daniel... ¿Te he contado de mi infancia? Mi mamá era como tu papá. —Empezó mientras sus pasos lo deslizaban por el pasto, las figuras de otros sirvientes ausentes por la hora y el tiempo. La mayoría debía estar preparándose para sus horas de descanso—. Mi mamá me pegaba y me hacía daño. La última vez que fui un niño, me apretó tan fuerte del cuello que me lo partió por la mitad.
Crack. Una rama a los pies de Mía cedió por la fuerza de su peso. Daniel dio un salto en el sitio, ni el aroma a patatas y pollo aliviándole. En vez del ambiente alegre de la mañana, la fachada de la cocina era boca de serpiente.
—Nunca he sido un niño... Pero ahora que te tengo a ti, me gustaría ser el mejor de los sirvientes. Por siempre, para siempre... —El borde de la sábana colgaba, los pies de Daniel tan helados que las heridas de los vidrios empezaban a doler. Mía envolvió sus pies, su sonrisa igual a un sollozo—. Tenerte conmigo todo, todo el tiempo.
El rostro del niño se llenó de lágrimas y apoyó medio rostro contra él. Entre sus dedos sanos, la tela del traje azul era del mismo tono que del luto, los filos de los cuchillos y el brillo de las ollas estrellas en la penumbra. Mía lo apretó más contra él.
—Siempre, siempre... Te tendré a mi lado.
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