Lo más precioso
Las monótonas horas de esa sala hartaron a Mía a los tres días.
Se echó agua en la cara en su tercera salida al baño, los gabinetes y los espejos tan impecables que su propio uniforme se veía amarillento. Sus propias ojeras eran profundas cavernas, aumentándole la edad en al menos quince años. La superficie de la toalla aún guardaba el aroma de los suavizantes, la textura contra la piel húmeda dándole esa ilusión de despertar y de alivio. Rascó su barbilla hasta que el calor se volvió ardor, las raíces de la barba de media tarde ya causándole la comezón y la urgente necesidad de afeitarse. Cerró los ojos contra la tela, abrazándola en un bulto hasta que se ahogó en el aroma a jazmines y a rosas, nada de mierda de bebé o del aroma a leche descompuesta en sus vómitos.
Suspiró, la oscuridad de su propio cerebro siempre un nicho bien recibido. Entreabrió apenas los ojos, los pesos del trabajo y de las horas en sus homoplatos. Alzó los hombros y la espalda, su columna vertebral acomodándose en su sitio. Entendía ahora por qué nunca había aceptado ninguno de los encargos de Alfa. Trabajar era terrible y una cuestión tan innecesaria como cambiar de abrigo cada invierno. Una vez acabara esas dos semanas de castigo, volvería a ser un pulpo y malviviría de la fortuna de su Padre por el resto de la eternidad.
Sin embargo, antes de eso, debía volver a la sala y pasar doce días más en turnos mínimos de diez horas. El mero pensamiento era suficiente para activar su deseo de escape tras quitarse su uniforme. Devolverlo tal cual, marcharse en ropa interior por el resto del día antes de que se enviara el informe de su comportamiento diario. Quizás soportar un desmembramiento por parte de Alfa no estaría tan mal, al menos así nadie lo molestaría por al menos cincuenta años.
Subió la mirada al espejo otra vez, el rostro igual al del Director, su voz escapando tan clara como un par de días antes, la boca oculta por la toalla. Memorias escrita en conversaciones de horas pasadas, de años ya muertos, de siglos anteriores a la realización de su propia naturaleza.
Te dejaré este capricho porque es un niño inocente, pero no dejaré que lo cuides.
Si así cuidas a un niño que te gusta, solo afianzas mi idea de que no debo asignarte a ninguna familia nunca más.
Amo, es como usted.
La última frase en voz zalamera lo hizo estremecerse, el escudo en su cerebro apartando sus ideas del origen oculto de ese trauma. Negó, rascándose los cabellos perfectamente peinados bajo el gorro desechable de cirugía. Suficiente tenía ya con el asunto de Daniel, con ese castigo, para volverse a hundir en memorias que lo desestabilizaban al punto de volverse violento. Parte de las responsabilidades era enfocarse en el ahora, no en el futuro ni en el pasado. Poca utilidad tenían los recuerdos cuando su conocimiento no tenía que ver con su deber actual.
Descartó la toalla sobre uno de los lavamanos y se masajeó el puente de la nariz en círculos hasta que el riego de sangre dio a su cerebro la ilusión de un descanso. Suspiró una última vez, dándose porras mientras se acomodaba el gorro de nuevo. Su mente ya estaba vacía de pensamientos, pero la inquietud de la tormenta aún seguía en su alma y en sus músculos cuando al fin abrió la puerta. La presión entre sus pulmones era como la insistente mirada de una tercera persona, siguiéndolo a todos lados para atestiguar su propio desastre.
O, quizás, el desastre a ocurrir en la sala.
La idea lo siguió desde el cuarto de baño al marco de la puerta donde se encontraba la entrada a la zona de los niños de un lado, del otro la pequeña cocina y el comedor tan diminuto que parecía juguete de niño. Ventanas despejaban las esquinas de sombras, mas el aire y el sol eran insuficientes para dispersar la presión de la ausencia de llantos acompañando a los susurros de los adultos. Existía algo antinatural en una maternidad donde solo los mayores parecían estar vivos.
La sensación no abandonó a Mía cuando las primeras hileras de cunas aparecieron. Espectáculo carente de alegría era ver las bocas de los niños moverse, en ser testigo de sus lágrimas deslizarse, sin tener la autorización necesaria para consolarlos. Buscó el reloj de su bolsillo, la hora del almuerzo de todos los niños todavía muy recién para que el causante fuera el hambre. El joven pasó junto a los primeros infantes sin contener la curiosidad, sus ojos vagando entre las esferas de energías con el desinterés de un espectador moderno a películas en blanco y negro.
Los brazos de uno de los bebés estaban por completos estirados al frente, elevadas sus manos en dirección a él. Sus dedos se aferraban al aire, su boca abierta al máximo en un llanto tan fuerte que sacudía a toda su diminuta figura. La piel tostada de su rostro era unos tonos más oscura. Antes de registrar su propio movimiento, el ardor del escudo de energía despejó la helada estancia y lo enfocó en el origen del hechizo.
Al seguir la energía, se encontró observando a Cecilia dando puntos a su tejido. En sus rasgos no se encontraba ni el menor asomo de algo más que cansancio, como si los gritos que debía estar escuchando fueran el del viento en los pasillos o las gotas de lluvia contra las ventanas. Su estómago se encogió sobre sí mismo, mordiéndose los labios para reprimir el impulso de pedirle hiciera algo respecto.
«No estamos permitido tomar a los niños fuera de sus horas de comida, de cambiarlos y los veinte minutos de paseo obligatorio. El Director desea se acostumbren a la vida de soledad que es nuestro deber».
Por supuesto, no significaba que los bebés estuvieran siempre aislados del calor humano. En los tres días que llevaba allí, pequeños grupos de cinco o seis al tiempo eran recibidos por amos de distintas edades. Ellos los cargaban, jugaban con ellos, los bañaban en el amor de un adulto por un infante obediente y silencioso. Poco a poco, las primeras semillas de adoración eran plantadas en sus cerebros, regadas por prendas llenas de sus perfumes.
El amor del Amo el único consuelo, el cariño al Amo la única conexión real a recibir por el resto de la humanidad. Era lo mismo con sus hermanos, con los abandonados en las calles por ser imperfectos. Incluso él. ¿Cómo si no seguiría vivo de no ser por el Amo? Imaginaba una vida donde no sirviera a su casa y el pensamiento volvía en blanco.
Pese al ambiente de constante presión, las instrucciones en cuanto al cuidado de los niños eran muy simples y la experiencia era solo aburrida, no tanto estresante a nivel físico. Impedir que duerman todo el día, leerlos a la hora de la siesta y colocar música para estimular su cerebro cada dos horas. No caer ante sus llantos si están limpios y alimentados, ni mimarlos para evitar conexión entre los bebés y los cuidadores.
Sin embargo, de manera implícita, ninguno de los cuidadores lo asignaba a tareas directa con ellos. Por precaución, quizás por desconfianza. De todas maneras, el mayor de los hermanos no se quejó al respecto. Se sabía incapaz de respetar las instrucciones si sus asignados comenzaban a llorar.
Mía se inclinó a recoger las basuras de los contenedores. Tendría que clasificarlos en dos pilas: los pañales de tela y el resto de los desperdicios. El aroma a pañales usados y el perfume a vómito de bebé agradable en comparación a aquellas en el departamento de Daniel, en las calles donde los rechazados malvivían. Luego trapearía el piso, pondría a lavar las cobijas y las ropas en el cuarto de lavado de la Mansión. Si le daba tiempo hasta podría comenzar a preparar las maletas de los niños aprobados y a marcharse en los próximos días.
La puerta principal se abrió y cerró sin apenas sonido, Mía no levantó la mirada pero lo alcanzaron las palabras del recién ingresado.
—Hoy nos llega un nuevo integrante —comentó Ricardo, el más joven de los cuidadores con sus ojos como estrellas y su cabello algo más largo de lo recomendado. Su sombra se movía por la sala, seguro revisando a sus encargados—. Su madre entró en parto un par de semanas antes de lo que se esperaba, así que tendremos que traer una de las cunas de abajo.
—Nos encargaremos de que todo esté preparado para la ceremonia. —Cecilia no dejó de dar puntos, la manta cada vez más larga y los diseños más intrincados—. También enviaré a Esteban a buscar unos paquetes extra de fórmula. Comen mucho más en otoño, nuestras pequeñas patatas.
—Disculpen —dijo antes de darse cuenta de lo que hacía, la bolsa a medio cerrar en la última carga de toallas húmedas. Se irguió en toda su altura, su mirada atenta igual a los de los carneros reflejándose en el cuchillo de sus verdugos—. ¿Qué ceremonia?
Los dos intercambiaron una mirada en la distancia, la información volaba sobre las cabeza de aquel que se tentó a exigir respuestas. Cecilia pausó su tejido, dejó el atado sobre su falda y cruzó los brazos en su regazo. Ricardo no se movió pero, ante el escaneo de Mía, pareció perder altura.
—Es... Un requerimiento que tiene el Director para poder aceptar nuestro servicio en el futuro. —Se apartó el cabello negro, largo, que le caía en diminutas trenzas por la espalda—. Antes se hacía como último paso a la graduación, pero es un proceso delicado, así que es peligroso en adultos y las posibilidades de fallar son enormes.
—Vale, eso lo entiendo... —Atrajo una de las sillas, sentándose con los brazos en el respaldo de la silla y las piernas abiertas, su uniforme arrugándose por la postura desganada. Alzó la barbilla—. ¿En qué consiste? Ya sabes, el asunto en sí.
Cecilia no ocultó la sorpresa.
—Pensé que Mayor Mía... —El brillo se volvió confusión, luego lástima para llegar a ser compasión—. No importa.
La mujer ladeó el rostro y se tocó los labios con un par de dedos. En su expresión se leía una disyuntiva entre comentar o no la verdad. Sin embargo, no se leía irrespeto o algún tipo de aire de superioridad. Simplemente era la duda de compartir un secreto horrible con otro ser humano.
—Es parecido a una extracción dental, según lo que hemos visto. —Se decidió, sus palabras lentas y su expresión llena de solemnidad—. El Director duerme al niño con miel y leche, luego nos pide apagar las luces principales y encender las linternas rojas del techo.
El mayor de los hermanos observó las hileras de la isla, los focos tan limpios como el resto de la sala. Intentó imaginarlos encendidos, las decenas de ojos rojos atentos a los preparativos y al inicio de la ceremonia. Lo recorrió un escalofrío como si una gota de lluvia se deslizara de su cuello a su espalda baja.
—¿Qué sigue después? —Su susurro hizo poco para ocultar la garganta y la lengua como arena, su expresión una mezcla entre horrores y fascinaciones. El inicio de una sonrisa ya se asomaba en su expresión—. Tienen el dramatismo de Alfa, su parafernalia. Deben tener una mesa especial, ¿no es así?
Cecilia asintió, sus manos aferrándose a la tela de su falda como si se le fuera la vida en ello. Ricardo posó ambas manos en sus hombros, instándole a seguir con una expresión de profunda tristeza. Mía enarcó una ceja.
—La siguiente parte es algo difícil de explicar. La mayor parte la hace el Director, nosotros solo ofrecemos energía... El Mayor Mía debería ser testigo de ella, si es que el Director lo permite. —Por primera vez desde que la conocía, Cecilia realizó lo más parecido a una sonrisa. Encontró una de sus manos con aquellas de las de su hermano menor, apretándolas hasta que los dedos palidecieron—. Sin embargo, puede quedarse tranquilo. Todos los niños viven felices tras su operación. No se alteran las personalidades ni se dañan las mentes.
Apretó los labios para evitar responder con la verdad de esas vidas. Felicidad, amor, alegría, ninguna de esas palabras servían para describir la existencia de los sirvientes en ese hogar, en cientos de casas alrededor del planeta.
—Volveré tras la cena. —Fue su única respuesta, su cansancio palpable en la manera en la que arrastraba las palabras.
Sin agregar más, se levantó ya sin ganas, pero con la tozudez de alguien acostumbrado a enredarse en cualquier tipo de experiencias para evitar el aburrimiento. Antes de introducirse demasiado en sus propios pensamientos, los otros dos reanudaron sus actividades. Pronto, el resto del equipo volvió de su descanso y la tarde prosiguió como si la conversación nunca hubiera tenido lugar.
Mía no tenía experiencia con personas pequeñas más allá de un par de incidentes, pero encontraba esa barrera entre adultos e infantes muy similar a su relación con Alfa. La existencia de esos niños empezaría cuando el Director los aprobara y les diera sus nombres. Solo allí serían merecedores de salir de sus escudos de energía, de participar en la vida en la Mansión o ser enviados a una de las dos principales escuelas.
Fuera de ello, hasta que su vida valiera, ninguno de los cuidadores intervendría en favor de los pequeños. Cecilia no haría nada, los otros no harían nada. Él no podía hacer nada. Los cincuenta infantes en esa sala no existían aún, así que la desaparición de alguno sería solo conocimiento y olvido de cuatro personas que los conocían desde el nacimiento.
Solo cuando las luces del jardín llenaron la sala de lavado con el brillo del melocotón, Mía salió de su ensoñación. El ronroneo de las secadoras era igual de agradable que el de los gatos, el perfume de los suavizantes y el calor de los trapos en su canasto la mejor parte de su día. Las paredes llenas de carteles con instrucciones al detalle, dibujo de pulpos para recordar correctos procesos de lavado, daban al lugar un aire agradable que Mía fallaba en percibir. Las caricaturas carecían de chistes internos más allá de «Recuerda trabajar si no quieres morir», los colores pálidos por el tiempo y los bordes del plástico levantado en las esquinas.
Era como ver tras la máscara de juventud del Sistema, los ejes llenos de moho y las pinceladas de diseños arcaicos disimuladas por colores modernos.
Terminó de doblar una de las cobijas de azul pálido, el cesto a desbordar. Se llevó una mano al estómago, justo en la zona donde el esófago se expandía y ampliaba. Percibió la respiración, el flujo de su propia sangre y el rumor del vacío lleno de pesadez que jalaba las paredes gástricas al centro. Suspiró sin cambiar su postura, apoyándose con parte de su peso en una de las lavadores apagadas tras un arduo día de trabajo.
Se negó a moverse cuando la puerta de la escalera se abrió y cerró, la figura de una de sus hermanas una sombra de cabellos blancos y largo vestido negro hasta los tobillos. Asintió a su suave «Buenas tardes» y su sonrisa llena de arrugas, el cesto entre sus brazos oloroso a sangre, sal, mierda y orine. De forma automática, estiró el cuello para observar mejor, el revoltijo de colores entre blancos pronto perdiendo su atención.
Su mirada desganada siguió el ritual de la mujer mientras cargaba una de las lavadoras.
—Hemos contarnos entre los afortunados. Uno más de nosotros ha nacido a alegrarnos la vida. —El corazón de Mía se aceleró, su rostro sin cambiar al retornar su atención a la pila de prendas recién lavadas. El silencio volvió a caer sobre ellos, solo los movimientos de la lavadora un rumor constante a su alrededor.
—¿Y cómo está... La madre? —Se animó a preguntar, su rostro neutro pero sus oídos afilados a cualquier cambio en su respiración.
La mujer se calló por completo, su rostro plagado de arrugas y sus ojos llenándose de sentimientos entre la tristeza y la desesperación de alguien que se resigna a tener de compañera la desgracia.
—Murió.
Mía abrió los ojos cuando regresó a la sala de cuna.
Las cunas de los niños habían sido apartados a los lados de manera ordenada, un círculo en el centro donde el escudo de la casa limitaba el piso. La sangre de sus venas se congeló y parecía haber tomado posesión de la luz del sitio. Los cinco cuidadores también se encontraban allí, tres y dos a los lados de Alfa, el bulto entre sus brazos la única tela blanca del recinto, incluso los otros bebés cubiertos con velos en colores oscuros.
En el festival de rojo, los ojos de sus hermanos eran negros y sus pasos eran tambores en el silencio cuando se aproximó a la mesa con un par de candelabros y un altar recubierto de algodón. A un lado, Mía identificó la forma de un bisturí. Sin mediar palabra, se posó junto a su padre y posó las manos en la superficie, imitación perfecta de la postura de los otros. Miró hacia abajo, al rostro del infante pacífico, sus diminutos labios cubiertos por los restos de su cena.
Sin mirarlo, Alfa reanudó el movimiento y posó al pequeño en el centro. Susurró sin sonido, sus dedos llenándose del brillo de la luna en una noche oscura a medida que realizaba círculos sobre su coronilla. Mía cerró los ojos al sentir el primer jalón de la punta de sus dedos, como si una pinza intentara arrancar espinas de las uñas. Sin embargo, volvió a abrirlos más por la terquedad y la curiosidad.
Su corazón se aceleró al notar la luz de su meñique izquierdo, un hilo rojo perdiéndose en la inmensidad del bermellón, deslizándose por el suelo y despareciendo por la ventana. El jalón lo hizo alzar el dedo mas no despegarse de la mesa, la fuerza del propio Alfa mantendiéndolos fijos en su rezo. Mía se mordió el labio inferior, el brillo en la mesa aumentando hasta obligarlo a apartar la mirada a otra parte.
El peso de la confusión subió por su cuello cuando comprobó el blanco del hilo de Cecilia. El corte perfecto, atado en un cordón alrededor de su propio dedo como si fuera un regalo a la espera de ser abierto. Ricardo también, el resto de sus hermanos también. Sea lo que fuera el sitio al que llevaba, ninguno de ellos podría experimentarlo.
De último, Mía observó al bebé, su respiración acelerándose cuando entre el blanco de su aura identificó el hilillo tan delgado como los cabellos de su cabeza. Quiso gritar en cuanto Alfa deslizó el índice sobre el rojo para estabilizarlo, enredarlo y tensarlo suficiente para el corte limpio del bisturí.
En cuanto el bisturí tocó la hebra, el niño despertó y empezó a gritar con una voz lejos de la infancia. Sus ojos se abrieron al máximo, el negro de su iris cubriendo el color de la púpila. Gritó, lloró, grandes lagrimones deslizándose por sus mejillas. Su cuerpo al completo se contorsionó sobre sí mismo mientras Alfa enredaba el resto del hilo, su profesionalidad intacta pese a los golpes y los chillidos del ser.
Ninguno de ellos parecía sorprendido, ninguno de ellos parecía percatarse por la visión que apareció frente a Mía durante el corte. Estaban en otra habitación diferente a esa, el cuarto lleno de juguetes y una cama todavía pequeña donde un niño de cabello castaño dormía. Mía fue testigo de su despertar ansioso, de la aparición del final del hilo rojo en su índice a medida que perdía sus colores hasta volverse blanco.
Lo último que vio fue la entrada de dos figuras adultas, el niño comenzando a convulsionar entre las sábanas, un hilo de espuma saliendo de sus labios y sus ojos en blanco.
Mía aspiró, la escena a su alrededor volviendo a ser la habitación de cuna donde el niño dejaba de llorar por la canción de Alfa, las luces otra vez normales y los ojos de sus hermanos de nuevo castaños. Apartó las manos de la mesa, sus dedos temblando y sacudiéndose tanto que volvió a apoyarse en la superficie. El calor de la habitación se había concentrado en todo su cuerpo, su rostro perlado de sudor.
—Mía, recompónete. Cecilia, tráele una silla.
El joven negó, su miedo y confusión exigiéndole explicaciones. Volteó a ver a Alfa aferrándose a sus hermanos para no desplomarse en cualquier segundo.
Su estómago se hundió. El hilo del dedo de Alfa era negro.
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