Fiesta II
A las cuatro en punto, la cocina empezó a vaciarse. Los miembros seleccionados para el trabajo poseían la expresión del trabajo duro, agotamiento y satisfacción al lanzar miradas a las fuentes de comida bien protegidas por el paso del tiempo y del viento. Los aromas no eran por completo aislados, la dulzura de las salsas mezclándose con los perfumes picantes de las especias y el intenso amargo de alguno de los aceites para las salsas. En el corazón de todos, la hora de la cena no podía llegar lo suficiente rápido.
Sin embargo, el único miembro que quedó a la espera del vacío era uno acostumbrado a vivir de carne cruda, desperdicio y los huesos de las sobras.
En la zona de preparación, las ollas y la cubetería otra vez limpia de cualquier rastro de comida, gotas como lágrimas deslizándose sobre la superficie plateada al fondo del lavavajillas. El prick prick de las gotas formaba un diminuto charco bajo ellos, lago de confusiones y de esperanzas. Sin prestar atención al sonido, la figura al fondo de la habitación abrió los ojos, carmines recién excavados en el borde de su mirar fijo en la única olla todavía en el fogón. Sus brazos descansaban a los lados de sus muslos, el traje azul de tintes morados en la penumbra, únicas fuentes de luz las ventanas oscurecidas y los iris encendidos por una serie de ideas.
Igual que los gatos de montaña a punto de lanzarse sobre sus presas, el sirviente no hizo ruido al levantarse y acotar el espacio entre él y el hogar. Sus manos cubiertas de vendajes se movieron con lentitud, deteniéndose de improviso justo cuando iba a cerrarlos sobre la agarradera de la tapa. El rumor del calor todavía ardía en su piel quemada, la costra picándole solo de imaginar entrar en contacto con el mismo objeto. Parpadeó, bajó de nuevo la mano y se dio la vuelta tras asegurarse de que la olla seguiría cálida pese a las horas.
En vez de subir para terminar de arreglarse para la recepción de los primeros invitados, el sirviente se acercó a una de las heladeras de tamaño familiar. En el fondo de los envoltorios de carne y de vegetales para congelar, la bolsa envuelta en plástico y en periódico de las historietas favoritas de Mía. En la penumbra iluminada por el brillo del refrigerador, el sirviente evocó una sonrisa teñida de nostalgia y de rastros de afecto al sostenerlo entre sus brazos.
En silencio, besó el papel y el contacto helado, firme, lo hizo volver a la realidad de la situación. Cientos de imágenes distintas se enfocaron dentro de él, pero una resaltó dentro de todas. Por un instante, se vio a sí mismo de bebé entre los brazos de Alfa, envuelto en sábanas y seguro contra él, el Director mirándolo con una sonrisa y pronunciando un nombre que ya ninguno utilizaba. La memoria tenía un calor como el sol y el aroma de la paprika, aroma preferido de la primera adultez del mayor de los sirvientes.
Mía sostuvo esa imagen contra él, al igual del paquete envuelto en papeles. Entrecerró los ojos, una sola lágrima escapándose de él antes de cerrar la puerta y abrirse paso entre la oscuridad a la salida, a solas, como siempre fue.
La diferencia entre las zonas de la servidumbre y las habitaciones de la fiesta era tan grande como la imaginación de Alfa. Si una era todas sombras y de secretos enmascarados por la belleza de las antiguas pinturas, la otra eran puros colores y decoraciones.
El salón de altos techos era un paraíso de luces de colores desde el blanco al púrpura, los candelabros y las ventanas con estándares de la casa, las cortinas recogidas para que penetrara la locura del atardecer antes de la belleza de las estrellas. La alfombra había sido removida y cambiada por una de rojos y de negros, el dragón del escudo justo en el sitio de honor donde el Amo recibiría a los invitados uno por uno al recibir sus regalos; las mesas destinadas para ello cubiertas en manteles vinotintos con brocados de oros. En el hueco del vestíbulo, allá donde convergía la escalera, los miembros de la orquesta en vivo tomaban ya su asiento entre el enjambre de sirvientes, de ayudantes y de los hijos inferiores del señor de la casa.
Por las puertas abiertas de par en par, Mía captó un instante del movimiento externo. La forma en la que organizaban las zonas para estacionamiento, las correrías al traer y llevar mesas desde los almacenes cercanos al interior del hogar. Creyó pillar incluso la forma de una cama, preguntándose por un instante si alguna habitación se encontraba incompleta para los invitados.
Sin embargo, el frío entre sus brazos era su misión. Lo demás era secundario cuando el regalo, el único que en verdad quería darle a su Padre, se encontraba aún a medio acabar. En esa actividad, su propio caminar cuesta arriba pasó desprevenido al grupo de decoración y de coordinación para los regalos. «Un sirviente no debe ser visto ni escuchado» era una de las tantas lecciones impartidas por Alfa que parecían serle útil en los últimos tiempos.
El espacio de su habitación era el único sitio seguro, silencioso una vez bajó la ventana y cerró las cortinas. Por un momento, el peso de su propia elección lo paralizó en el sitio. Necesitó aspirar y suspirar, aferrarse a su propia alma para no ceder sobre sus rodillas. El regalo del Amo debía ser ideal, perfecto, sorprender incluso a Alfa. Apretó sus labios, la habitación de repente más fría que el paquete que empezaba a gotear con su prick prick sobre la alfombra.
«Estás comportándote como un niño. ¿Desde cuándo te importa tanto Alfa?» la voz de Leviatán poseía un tono aburrido, casi burlón «¿Acaso quieres ir a esconderte bajo la falda de tus papis?»
—¡Estoy bien! Solo quiero que esto sea perfecto. —Apretó sus puños, negando antes de ponerse manos a la obra. Se ajustó el anillo en su dedo.
Debajo de su cama sacó una de las tantas cajas de viejos regalos. En verano, en su forma de pulpo, las de madera eran las más cómodas para dormir si necesitaba un espacio frío y fresco. Se decidió por su preferida, una caja rectangular de pino negro con un cierre de oro y el símbolo de la casa en la parte superior. La posó en la cama, abriéndola para admirarse unos instantes en la superficie de terciopelo, restos del perfume original todavía latentes. Aspiró el pachulí, suspirando con los músculos un poco menos tensos.
Atento a que sus propios movimientos fueran cuidadosos, se acercó al neceser de cuero donde las joyas de su expedición estaban seguras. De entre las gargantillas y los collares, escogió una cadena de diseños cubiertos en oro negro, diminutos toques de violeta arrancados por el brillo de las lámparas. Cuidadoso lo envolvió otra vez en uno de los papeles de arroz, la delicadeza de sus dedos imposible al colocarlo en el fondo de la caja.
Luego, con mayor aún cuidado, tomó el paquete de papel y lo desenvolvió. Restos del envoltorio cayeron al suelo. En silencio, colocó el resultado de su esfuerzo en el centro de la caja tras besar el regalo una última vez. Su corazón volvió a moverse en nostalgia, pero el dolor de los sentimientos tienen una forma de volverse menos efectivos a través del tiempo. Bajó la tapa con extrema lentitud, dejando que el click del cierre terminara de consolidar el destino de las próximas horas.
«Bien, eso ya está listo, entonces. Anda, a moverse. Si Alfa te ve llegar tarde, todo nuestro esfuerzo será en vano»
—¿Nuestro? Tengo que recordarte que he hecho todo esto solo. ¡Ni siquiera me has ayudado a cuidar a Daniel! —Masculló mirándose el anillo.
«Porque no sabes utilizarme. Busca a Asmodeo, él puede explicártelo. Incluso el inútil de tu padre puede hacerlo», se calló en cuanto la última idea fue formada en su cabeza. Sin esperar otro momento, Mía golpeó su propia mano contra la caja. El crack de su dedo roto, así como el dolor, hicieron temblar una ceja pero no arrancaron nada de su expresión, peligro en su mirada.
—No permitiré insultos a mi padre el día de su cumpleaños. Alfa, los demás, o yo mismo. Somos basura... Pero mi Padre es la única persona que me ama, así que a callar. —Frente a su propia atención, los símbolos brillaban en su luz verdosa. El impulso de la energía era similar a la de Asmodeo—. O te arrojaré al fondo del océano, donde no podrás volver a ver la luz del sol.
Solo allí volvió a levantarse, el traje de repente tan ajustado a su cuerpo que le costó respirar por segundos hasta que la presión se desvaneció. La cabeza le ardía y pesaba como si un techo estuviera siendo construido sobre ella. Costó toda su concentración encontrar el papel de regalo, envolver la caja y dejarla preparada para su entrada.
—Voy a echarme una siesta. Despiértame para bañarme antes de que empiece la fiesta. —Se desnudó en silencio, metiéndose a la cama sin escuchar a su compañero. En las sombras, la caja era como un pequeño bebé contra su pecho, perfecto y delicado que vigilaría sus sueños.
Igual que casi todos los días de su existencia, Mía se levantó con una de las agitaciones de los pisos inferiores. Abrió los ojos, la marca de la caja en una de sus mejillas mientras su cerebro acomodaba sus ideas y se daba cuenta de la urgencia de sus necesidades. Se levantó de golpe, la corrida al baño acompañada por la música que hacía temblar el piso y el rumor de autos en el jardín. Su ducha ni siquiera debía ser considerada como tal, solo un ramalazo de agua y algo de jabón en todo el cuerpo para eliminar la pestilencia de las últimas horas.
Al vestirse tuvo algo más de cuidado, pero la profundidad de la noche era la peor señal de todas. Se apresuró al atarse la corbata y acomodarse el cabello, las medias de diferentes colores el menor de los detalles cuando el tiempo se le iba entre los dedos. Tomó la caja tras cepillarse los dientes tan fuertes que se sacó sangre, sus pensamientos enfocándose en el mejor camino para ingresar en la sala sin que Alfa se diera cuenta de su propia ausencia.
«¿¡Por qué no me despertaste!?» gritó al fin a Leviatán mientras se deslizaba por las escaleras alternativas a la sala de lavado y de basura, la corbata sin sujetador golpeándole el rostro por la velocidad en la que se deslizaba cuesta abajo. Saltó el último tramo antes de llegar a la puerta, introduciéndose en la rendija apenas abierta.
«Te llamé un par de veces, pero estabas por completo ido. Quizás utilizar una alarma electrónica la próxima vez» arrastraba sus palabras desde que sus deseos de comunicarse con Asmodeo habían sido ignorados. Mía se maldijo por confiar en alguien que, pese a depender de él, parecía enfocado en volver su propia vida lo más difícil posible.
«¡No habrá próxima vez si Alfa se da cuenta!
En ese sector, el pasillo se dividía entre dos pasillos. A la izquierda, el cuarto del lavado. A la derecha, su objetivo. Sin acortar el ritmo en ningún momento, pronto se encontró en la zona donde se colgaban las carnes y los embutidos, las ristras de salchicha golpeándole a su paso, su aliento escapándose en la forma de una nube alrededor de su cabeza. Al llegar a la cocina como tal, la camisa se le pegaba a la piel y el calor del lugar era frío contra él.
Se acercó al hogar donde dejó su olla, la ausencia en el espacio empujándolo a golpear las hornillas. El ruido no hizo más que alterar aún más sus nervios, la caja en sus manos última oportunidad para acercarse a su padre. Se mordió el labio inferior antes de volver a retomar sus pasos a la salida principal. La falta de aroma en las habitaciones hablándole de la cena en pleno apogeo en la fiesta.
En el jardín, autos de lujo se encontraban en todo lo ancho del lugar. Las ventanas oscurecidas reflejaban su carrera a través del pasto, las luces de la Mansión iguales a ojos que lo juzgaban y acusaban de sus faltas, de los sueños que no alcanzaría en ese nuevo día. Bajo sus zapatos la gravilla resonaba, el sudor como un pegamento a sus cabellos desechos en su melena usual.
Los pocos invitados todavía en el rellano se quedaron en silencio al ver la figura de ese sirviente de aspecto salvaje, la música de la orquesta lo suficiente fuerte para cubrir sus conversaciones, no así las miradas de censura y de curiosidad por ese nuevo espectáculo. Sonrisas despreciativas acompañaron a mejillas arrobadas en bochorno.
—¡Mía! ¿¡Qué haces!? —Carlisle se separó de su sitio en las sombras del rellano, interceptándolo justo cuando iba a posar sus manos en las puertas dobles al comedor. De un empujón, el sirviente salió disparado al otro lado del salón, sus brazos demasiado ocupados en proteger el regalo para detener el impacto contra el suelo.
El golpe cortó su respiración el suficiente instante para que Carlisle lo pateara en el estómago. Se escuchó un crujido a medida que sus fuerzas lo abandonaron junto a la caja que se deslizó justo a los pies de Esteban, su rostro redondo lleno de curiosidad al inclinarse a recoger el paquete a medio abrir.
Mía parpadeó, las imágenes desenfocadas y la boca de sabor a hierro. Distinguía la silueta de un zapato, de las faldas de las damas curiosas. Creyó identificar el rostro de Carlisle inclinándose sobre él, las manchas de nicotina de sus dientes motes negros en su mirada.
—A ver, Esteban. El tiempo de regalos ya pasó, así que no tendrá problema en que miremos
—Pero...
—Vamos, es solo Mía. Seguro es algo que el Amo igual no necesitará.
—Es para... El amo... —A cada palabra, el dolor de su estómago y pulmones se agudizaba, escalofríos de calor subiéndole como fiebre a la frente. Su corazón parecía estar presionando la zona herida o, quizás, solo era su propio dolor creando una situación de peligro mayor al real. Estiró su brazo al escuchar dedos rompiendo el papel—. Esperen... Por favor.
Aspiró y suspiró de forma apresurada cuando distinguió las manchas de los papeles en el piso, sus ojos llenos de lágrimas cuando el click de la caja aumentó las expectativas y cortó la tensión.
El grito de Estaban que siguió no fue sorpresivo, pero sí el golpe de la caja en el piso cuando la soltaron en un momento de sorpresa, el regalo especial de Mía rodando justo a la altura de su propio rostro igual que un balón de futbol. El collar en el sitio se partió en un rayo de sonido, reverberando por todo el lugar al punto que la sinfonía dejó de tocar, ahora el terror apoderándose del lugar.
—¿¡Qué mierda hiciste, Mía!? —El grito de Carlisle despertó una reacción en el resto de los sirvientes, todos de repente comprendiendo qué era la carne que Mía preparó con tanto detalle y concentración. Pasos al comedor siguieron la comprensión, así como un corrientazo de energía del propio Alfa al fijar su atención en los pensamientos de su hijo más problemáticos.
Mía parpadeó, la confusión afianzándose al ladear la mirada y encontrarse con los ojos de Daniel nublados por el paso de la muerte, las cuencas hundidas y los vellos resaltando con la escarcha del congelador. Sus labios otrora rosas ahora eran púrpuras, la piel pálida con tintes de azules y de grises hasta bajar a la zona donde antes se encontraba el cuello, el corte limpio sin la mínima muestra de carne o de hueso fuera de su sitio.
Antes de que pudiera lanzarse para proteger su objeto más preciado, las puertas del comedor se abrieron una vez más. De inmediato, la agitación de la sala se detuvo en su sitio y las sombras rodearon a los testigos, la luz del aura de Alfa tan agresiva como la del mismo Sol. Su aparición se movió en un parpadeo de Mía, quien de un momento a otro se encontró alzado en el aire, los candelabros al alcance de sus manos. En su estómago sintió la gravedad luchando por jalarlo, al mismo tiempo que la fuerza de Alfa lo mantenía en ese instante. En sus manos el brillo de una de las espadas.
Un golpe cortó la ilusión del mundo, el corte de su cráneo un crack que borró la ilusión de los recuerdos y lo arrojó al vacío del vestíbulo, de su futuro y de la oficina del Amo.
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