Esos días de los cuales no hablamos
El salón era un rectángulo perfecto. Las paredes eran blancas y altas, de un lado amplios ventanales con rejas externas al patio de ejercicios. Los cajones de la parte trasera eran de madera pulida, sin distintivos ni mapas. Ni dibujos ni tablas de avances. Dieciséis pupitres y sus sillas para dieciséis cabezas de cabello negro eran el único decorado. La profesora, de gran sonrisa y con cabello algo más largo de lo tradicional, permanecía de pie frente a la pizarra; en su mano derecha aferraba una regla de metal.
Quince de los niños, con una expresión de alegría en el rostro, observaban atentos.
Al frente, entre ella y los demás alumnos, el único chico de peinado descuidado permanecía cruzado de brazos, apoyándose a veces en su pierna derecha, otra en la izquierda. No miraba a la profesora a los ojos, quizás por sus mejillas surcadas en lágrimas. Cualquier cosa que interesara al niño no se encontraba en esa mirada apagada, dispuesta y expuesta como la de un cordero. No, el niño no arriesgaría estar frente a los demás por algo tan nimio. Su atención iba más allá.
La mujer suspiró y dirigió la punta de la regla a la zona del muslo que asomaba del pantaloncillo contrario. Un instante después, su brazo tomó impulso. El silencio se acalló por el dúo entre el chasquido y el quejido ahogado del infante. Los demás se encogieron en sus asientos, los murmullos acallándose casi de inmediato por la mirada rápida de la mujer, que barrió todo el salón.
El alumno bajó la mirada el tiempo que le tomó agacharse para acariciarse la piel. Sintió la zona caliente contra sus dedos.
—Espero esto no se... —calló al notar otra vez el rostro del niño buscando el suyo.
Más erguido, más alto, notó emociones desconocidas en la mirada oscura de ese ser. La profesora apartó la regla. Era evidente que no lograría mejores resultados, así que se arrodilló a su altura, su expresión más laxa y abierta a conversar. El cuerpo de la regla resonó al ser arrojada a un lado.
—Mía —susurró en el tono confidente de los abogados—, ¿por qué haces preguntas que no debes?
—Usted dijo que podemos preguntar lo que queramos.
—Sí, claro. —Abrió las manos, sus dedos cubiertos de cicatrices de quemaduras antiguas, arrugas negras y secas como las de un anciano—. Cuando tienen que ver con los temas o las lecciones.
—Su cicatriz debe tener que ver, maestra, señor.a ¿Y si un amo lo hizo?
Volteó a enfrentar a sus compañeros, algunos asintiendo por impulso a su sugerencia. Volvió a enfocarse en la conversación al notar una mano sobre uno de sus hombros.
Mía negó, sus labios en un puchero y sus puños apretados a ambos lados. En esa postura, el examen del infante era más intenso, más íntimo. Sin notar su propio impulso, el maestro rozó el inicio de la cicatriz con la yema de los dedos. Aunque no fuera visible, cuando pensaba en ella aún podía sentir un cosquilleo en el cuero cabelludo. Por una fracción de segundo, se vació de expresión y sus ojos se volvieron pozos de monstruos, de pesadillas.
Volvió a sonreír al levantarse de un impulso con la regla otra vez en su poder. Se irguió, se sujetó las caderas y miró a sus pupilos con renovado interés.
—Un amo nunca nos haría esto. Preparamos y servimos sus comidas, los ayudamos a bañarse, a vestirse, los suplimos si necesitan placer. Criamos a sus bebés, educamos a sus hijos, los cuidamos en su vejez. Nunca nos herirían. Nos aman, nos nutren, nacemos para ellos. ¿No es así, niños?
—¡Sí!
—¡Claro!
—¡Los amos son lo mejor, sí, ya quiero el mío!
Un murmullo generalizado de aprobación, una de las niñas más pequeñas empezó a llorar sobre su amor a los amos. Uno de los niños contó a los más cercanos sobre la futura casa a la que serviría. La profesora asintió a todo ello, agradecida en su suerte por tener tan buenos alumnos.
Acercó a Mía a su lado y posó una mano en su espalda.
—¿Lo ves? ¿Lo feliz que puedes ser si aceptas la bondad de todos los amos?
—Pero... Pero... —Volvían las lágrimas—... No conoce a todos los amos, señorita, maestra. ¿Y si alguno es malo?
—Oh, Mía. Mía. Prometo que nadie te dañará nunca. Yo tenía las mismas preguntas cuando niño y mírame ahora. Nunca he sido más feliz. —Ningún signo en su expresión demostraba mentira. Creía todo lo que salía de su boca y era lo más aterrador para Mía.
Pero se dejó guiar afuera porque era lo correcto, porque era lo que aprendió desde muy joven. Los adultos eran los responsables, los listos, aquellos lo suficiente sabios para guiarlo en el duro camino de la niñez a la adultez. Sin embargo, aún así no dejó de acomodarse el chaleco sobre la camisa almidonada y a mirar alrededor. La sensación de algo siniestro se negaba a abandonarlo.
Tenía varias reglas en su sistema. Ninguno de los niños se movería de su asiento hasta que la maestra volviera. Nadie interrumpiría su camino por los pasillos largos, blancos, de la institución grande, blanca, donde se criaban todos los futuros sirvientes para las familias con dinero para pagarlos. El timbre resonaría en quince minutos y, aún así, solo se escucharía el roce de la falda sobre los tacones de la señorita y sus propias pisadas, torpes e inseguras, cuando llegaran a la puerta de su destino.
—Aquí estamos.
Se detuvieron frente a la gran puerta de roble. Se decía, según los estudiantes mayores, que estaba hecha con el ataúd del primer amo. Dónde estaban los restos de este amo y por qué era tan importante, esas eran respuestas que Mía no deseaba conocer. Observó atento el modo en que su maestra se inclinó, cómo tocó la puerta sin que se escuchara casi nada y abrió, respetuosa, ofreciéndose en una reverencia antes de entrar.
Mía imitó la introducción, rápido, mas dudó en introducirse por el hueco de la puerta.. Giró la cabeza para verificar estar solo. «Podría huir» pensó. Entró. Los pelos de su nuca estaban duros como escarpias.
La puerta se cerró tras del chico. Parpadeó, su boca abierta en una mezcla de sorpresa y de consternación.
El vestíbulo de la oficina estaba bañado por la luz del mediodía, tapetes de colores en el suelo y muebles con los más exquisitos de los objetos. Pájaros cantaban misterios y plantas llenas de flores rascaban los ventanales. Mía parpadeó, paralizado en su postura hasta que el susurro de su maestro lo animó a continuar, dejar atrás la belleza de la naturaleza y volver a los recovecos de la institución.
La oficina era una extensión de afuera. Libros, mapas, globos terráqueos con marcaciones de colores. Plantas colgantes y cortinas de color azul prusiano, pinturas de héroes griegos y tragedias olvidadas. Las notas de la obertura de Fausto por Wagner escapaban del gramófono en una mesilla junto al escritorio de madera.
Apoyándose de la mesa, de rostro filoso y de media sonrisa, el terror hecho carne examinaba tus reacciones. Impecabilidad era la descripción para su apariencia, pulcra cada prenda desde el levita hasta la punta de sus zapatos. El modelo a aspirar de cada sirviente tomaba forma en el Director.
Tragó, concentrándose en poner un pie frente al otro hasta que quedar en el centro de la habitación.
Unos segundo más observó el hombre que decidiría el destino, antes de acercarse al reproductor de música y detenerlo en la nota álgida de la composición. El silencio repentino era más aterrador que la interpretación de la orquesta. La camisa se apegaba al cuerpo del niño, sudor en su cuello.
—Mía, tú maestra me ha contado sobre tu comportamiento. —La voz del educador guardaba la candidez de los demás componentes del cuerpo administrativo. Era agradable, dulce, servicial, pero capaz también de ocultar intenciones y desviar sentimientos—. Estoy decepcionado, por supuesto. Compasión y obediencia espero de cada uno de mis niños. Hiciste que Alejandra pasara un mal rato.
Sin detenerse a considerar la posible mentira, Mía estalló en lágrimas. Negó, abrazándose a sí mismo.
—No quería... Yo quiero mucho a Alejandra. Es que... Es que...Yo, bueno, pensé que podía preguntar sobre su cicatriz. Estábamos hablando de las excepciones a los códigos de vestir. —Lanzó una mirada a su profesora, quien asintió con su sonrisa de siempre—, así que pregunté cómo se hizo la cicatriz para saber si...
—... ¿Si hay alguna posibilidad de saltarte las reglas? —La expresión gatuna del Director se acrecentó—. ¿De doblarlas a tu voluntad?
Mía se calló, aunque muy poco para evitar su impulso.
—¿Y qué?
—Mía... ¿Has escuchado del mito del carro alado? Ya debieron ver a Platón.
—Bueno... Mm... yo... No soy muy bueno en esos temas.
—Ah, cierto que pediste un amo atlético. Mis disculpas. —Rio por lo bajo, ladeando el rostro ligeramente—. De todas formas, el mito se basa en una auriga que guía dos caballos alados. Los tres forman el alma. El auriga es la razón y los dos caballos son el bien y el mal. Para llegar a la divinidad, deben acercarse a la bondad y mantener al caballo malo controlado. Si la razón falla, perderán sus alas y caerán al vacío, serán sucios, humanos.
—Yo...
—Mía. Las lecciones que te doy son la auriga. Los sentimientos y pensamientos irracionales son el caballo malo. La obediencia ciega, el amor a los amos, son el caballo bueno. ¿Ves por donde voy?
—¡Pero.... Hmm..! —Frunció el ceño, recordando algo—. Aristóteles y Platón decían que la libertad era ser uno mismo. Siempre. No soy un caballo ni un carro o lo que sea. Soy una persona con libertad.
El Director parpadeó, enarcó una ceja y volvió a reír. Se limpió una lágrima. Mía sintió calor en todo el rostro.
—¿Qué? Estoy diciendo la verdad.
—La libertad es una comodidad, Mía. Tú no posees ese regalo ni derecho, ninguno la posee. No estamos al nivel de la humanidad. Somos su piso.
—¡No, yo tengo derecho! —Se tocó la cabeza y el pecho— ¡Soy yo, estoy vivo! ¡Tengo derecho a vivir, a aprender, a preguntar y recibir respuesta!
—La libertad de preguntar, de hacer, es un derecho reservado a los poderosos, Mía. Tú no eres poderoso. Eres un potro que apenas aprendió a caminar. —El Director cruzó las piernas detrás del escritorio, dejándose caer en el asiento—. Libertad implica desorden, el desorden equivale a la indisciplina. El servicio de una casa no debe padecer de ninguna. Por lo tanto, no son libres. Es así de simple.
—¡Claro que no! ¡Soy una persona, Director! —El desespero sustituyó a su voz, la hizo suya— ¡Tengo sueños! ¡No quiero ser un sirviente maltratado, no quiero que mis hijos lo sean! ¡No creo que esté mal desear algo más que lo que se espera de nosotros!
—Patrañas. ¿Qué mundo sería ese? ¿Limpiabotas estudiando medicina? ¿Criadas accediendo a la presidencia? —Soltó una risotada. La mujer permaneció impasible, sus ojos transfigurados un instante. La sonrisa que formó olía a plástico y mentiras.
—Es posible... Todo es posible, Director. Si nuestros amos nos aman, estoy seguro que querrán ayudarnos para alcanzar nuestros sueños.
Su maestra negó, el hombre detrás del escritorio dedicándole una mirada piadosa antes de levantarse con un suspiro. Ambos escuchaban tonterías todos los días.
—Alejandra, muestra tu brazo a Mía, por favor.
No quería ver, claro que no quería. Y, pese a su resistencia, Mía observó la forma en la que su maestra desabotonó el puño de su camisa y subió, quizás con lentitud premeditada, la tela hasta su hombro. El cabello se le soltó por la brusquedad, la zona en que su cabello nunca creció visible, una cicatriz como serpiente blanca dibujándose entre la mata negra.
El niño se cubrió la boca, arcadas volviéndose toses por el estómago vacío.
La carne recién expuesta estaba cubierta de heridas horizontales, profundas y hechas a conciencia. Dos de ellas, verticales, recorrían de su muñeca hasta el codo.
—La operación de Alejandra la ayudó a olvidarse de sus ideas, parecidas a las tuyas. De su deseo de huir, de estudiar, de aprender temas ajenos a nosotros. —Alfa asintió en cuanto la mujer volvió a arreglarse y sonreír de esa forma vacía, incapaz de expresar nada—No te dolerá.
—¡No! —La revelación fue un empujón que lo hizo caer sobre sus glúteos, la alfombra bajo su cuerpo llena de manchas negras, rígidos los pelos contra su piel. La habitación ya no era la salida de la cueva, era el infierno mismo de las llamas.
Por el rabillo del ojo notó el movimiento de Alejandra a la salida, escuchó el portazo y ahogó un sollozo. Estaba allí, al alcance, pero no lo ayudaría.
Alfa rodeó el escritorio, lento y elegante como una pantera ante su presa. De alguna forma, lo era, sus ojos eran fríos y rojos, iris iguales a los de un gato. Mía siguió su movimiento, en específico, el de su mano apartando sus cabellos y revelando una frente sin cicatriz ni heridas. Solo un dedo utilizó para delinear la zona a abrir.
—Los procedimientos de ahora casi ni se notan. No tendrás esa fea cicatriz. Y apenas sentirás el pinchazo. Te mantendremos en anestesia mientras te recuperas y te crece el cabello. O puedes usar peluca. Una excepción especial solo para ti.
—Nonononono, ¡no! ¡No!
Su cerebro todavía procesaba la realidad cuando ya Alfa agarró su antebrazo. Ni fuerte ni amenazante, implícito en el siguiente paso a seguir. El niño inició sus llamados de auxilio, sus patadas y mordiscos a cualquier zona del adulto.
Al igual que su maestra, Alfa se puso a su altura, ahora con sus dos brazos inmovilizados en un gesto casi amable, paternal. La forma infantil se sacudía entre temblores, lágrimas como lluvia de sus ojos. La mandíbula chasqueaba, su pecho subía y bajaba.
—Mía, no hagas esto más difícil de lo que ya es.
—Solo... Solo quiero encontrar mi camino... Por favor, no quiero esto... Seré bueno... Seré bueno... —Su voz disminuía a medida que las caricias de Alfa subían de sus brazos a sus hombros, su rostro—. Solo quiero ser feliz. Quiero ser feliz.
—Oh, Mía. Tontito niño mío. —Con cuidado, deslizó su pulgar para limpiar una lágrima antes que cayera por su mejilla—. La felicidad no es parte de nuestro servicio.
Al abrir los ojos de su última vida, el mundo seguía allí.
Era un poco más grande, sí. Y más alto, más ruidoso y lleno de misterios que no podía comprender. La imagen de los cuadros y las cerámicas tan altos, del pasillo de techos imposibles de tocar por sus tentáculos de peluche, era algo escalofriante y familiar de una forma desagradable para Mía. Uno de sus tentáculos preferidos arregló su sombrero, los susurros detrás de la puerta cada vez más amenazantes.
Su debilidad siempre fue equivalente a muerte. Su diferencia una causa inmediata del sufrimiento de su existencia. Incluso esa pesadilla, o memoria según lo viera, era consecuencia directa de la vida en esa mansión. Suspiró, su interior de algodón llenándose del calor de la calefacción central, el orgullo actual de Alfa como el Señor entre las sombras.
Él estaba allí. Olía el toque de hojas y de podredumbre de su piel, simulados apenas por pomadas y perfumes, el barro de su esencia imposible de ocultar para su nariz. Su voz era indistinguible de la otra, mas Mía era capaz de separarlos con la misma facilidad de un niño de distinguir a sus padre. Era, después de todo, uno de los peluches más antiguos bajo su mano. Por supuesto, no su preferido. Sus terrores nocturnos no tenían nunca el rostro del Amo.
Todo ello, pese a todo, era indiferente para Mía. Debía entrar al despacho del Amo, estuviera Alfa o no. Algo en la mente fogosa, llena de las nubes de las pesadillas, pedía que entrara al agujero de palabras amables, al centro donde nadie más lo pateaba y rechazaba lejos de ellos. Además, sentía unas ganas de limpiar que no lo llenaban casi nunca, así que era mejor aprovechar esa oportunidad y matar algo del tiempo.
Su sombrero volvió a ladearse, el plumón para deshacerse del polvo arrastrándose en el suelo mientras iba y venía de un lado a otro de la puerta, levantando telarañas y más suciedad a su alrededor. Probó estirar su tentáculo segundo a la izquierda, el de la suerte, a la ranura de la llave. Se detuvo, la sonrisa de Alfa todavía demasiado fresca para atreverse a nada. Lo encogió contra su bigote negro como sus botones por ojos, hundiéndose entre sus tentáculos con un suspiro. Si alguien pasaba, solo vería la cabeza roja de un peluche y un sombrero de copa negro mal colocado.
Empezaba a dolerle la cabeza tras pensar demasiado, cosa que nunca hacía, así que su tentáculo preferido se deslizó hasta su propio cuello, si es que podía llamarse así, y tocó el brazalete azul que llevaba como collar. Ante su roce, el material se encendió igual a una bombilla. Al tiempo, una voz arrastrando las sílabas llenó su cabeza.
«¿Vas a entrar o no?»
Mía movió sus tentáculos de un lado a otro como si fuera una multitud haciendo olas.
«Sé que puedes hablar. Habla, no necesitas pensar para eso» la voz no era ni masculina ni femenina, era más bien un susurro en lo profundo de su mente. Solo que, ya que no gustaba de concentrarse en sus recuerdos, el espacio era bastante amplio, al punto de casi poderlo imaginar cubriéndose el rostro y resoplando por su estupidez.
«Mira, podrías quedarte aquí todo el día y que Alfa te pise al salir. O podrías entrar, limpiar, que Alfa te grite por no hacerlo bien y que te pisen. Al menos en la segunda opción, Demon te consolaría.»
La reacción del pulpo fue casi inmediata, tanta que el collar se agitó con un ligero grito. Se puso de pie sobre la mitad de los tentáculos y con la otra mitad se lanzó a la puerta con la energía de su interior concentrándose en abrir la manilla. Una carcajada escapó de él en cuanto sintió la madera ceder, astillas alrededor del picaporte que quedó entre sus «dedos».
Se dejó caer entre sus tentáculos hasta formar una bola y rodó adelante, para el rostro desfigurado de la rabia de Alfa y la ligera, graciosa mueca del Amo al comprender la identidad del invasor.
—Mía, bienvenido. —El Amo movió una mano en su dirección, su traje impecable de un negro como la noche y sus ojos vinotinto, reflejos rojos por las flamas de las velas—. Ya estábamos por terminar. Iba a dejarte entrar luego.
Alfa cruzó los brazos, sus ojos como dagas al mirar abajo.
—¿Qué haces aquí? Te he pedido mantenerte lejos de esta habitación.
—Limpiar —respondió con la voz rasposa de los libros antiguos de hojas quebrándose por el tiempo.
Mía giró de un lado, luego al otro. El amo y su sirviente intercambiaron apenas una mirada en la pausa del silencio. Demon soltó una carcajada baja, llevándose una mano sobre los labios por el cambio en los labios de Alfa y la vena que notaba palpitar en medio de su frente.
—Oh. ¿Y con qué se supone vas a limpiar, tú?
Mía levantó los tentáculos que llevaban el objeto, ahora vacíos. Ladeó la cara sin expresión antes de girar brusco en dirección a la entrada.
El plumón para limpiar se quedó en el marco de la puerta.
¡Bienvenidos de nuevo a mi historia! Espero que les haya gustado.
Es un mundo fantástico, así que ¿les gusta esto? ¿Qué tal la infancia de Mía? ¿La presentación de Alfa? ¿El Amo?
Las dedicatorias de los capítulos serán en base a los comentarios, así que muchas gracias de verdad por eso.
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