Devorar
Mía era uno de los pulpos más distraídos, desordenados de la gran línea de trabajo en toda la cadena. Sus manierismos eran imposibles de pasar por mera excentricidad, su vocabulario era una vergüenza en las pocas reuniones a las que se le era permitido asistir y, solo de ver los cristales que plagaban la sala, su poca consideración lo volvían una persona con la cual era difícil trabajar. Y, sin embargo, cuando veía la manera en que ese hombre andaba, se rascaba el trasero y arrastraba los pies, no pudo evitar arrojarle una mirada de censura. Incluso en su uña hendida tenía más clase que él.
Sin perder el tiempo, ajeno o sin importarle la presencia de Mía, arrojó el maletín al sofá. Por meros centímetros falló al joven, quien siguió sin omitir palabra alguna ni moverse del lugar pese a previa advertencia. Sus ojos ahora bermellones parecían encontrar cierta curiosidad en una persona incapaz de recordar si había dejado a su hijo con compañía. Olfateó el aire mientras el hombre saltaba entre los trozos de vidrio para no cortarse, su expresión desganada e inyectada en sangre.
Mía ladeó la cabeza. No detectó muestras de energía demoníaca. Ni siquiera las irreverencias de algún fantasma que causara estrés en ese pequeño departamento que se hacía pasar por un hogar. Las irritaciones dentro de su corazón, la indiferencia de sus movimientos, incluso la poca preocupación por el diminuto ser que llamaba hijo, todo ello nacía y moría en él. Recordó al joven a una de las sarracenias, de largos pétalos y colores oscuros, que Carlisle gustaba tener dentro de la casa en las noches de otoño. Las moscas atrapadas entre dientes llenos de mieles y de promesas falsas.
El hombre, Papá Dani lo llamaba Mía en la cabeza para efectos prácticos, se acercó a un armario de aspecto rustico. El joven achicó los ojos cuando, tras el quejido de los goznes, el aire del lugar se llenó de las notas del whisky, la caoba y el tintineo de una botella al chocar contra un recipiente de vidrio. Papá Dani volteó sin dejar de derramar el oro de un sitio a otro, la oscuridad atrapada en sus pupilas sin apartarse de la figura desganada del niñero. Era imposible saber si era rabia o si era curiosidad lo que teñía sus mejillas. El líquido cayó en una cascada ambarina, las luces de la sala formaron arcoiris en el acueducto.
De golpe, cortó el chorro entre ambos lados. Dejó la botella con un movimiento enérgico en el bar, la copa en su mano mientras cerraba en medio del estruendo de su impulso. Leviatán soltó un respingo de advertencia, pero Mía solo curvó los labios de forma casi imperceptible.
Papá Dani enarcó una ceja, dio un sorbo que apena empapó su boca y se apoyó de la mesa principal, su postura con aparente relajación. Mía deslizó las piernas bajo él, ahora los pies en la alfombra. Era cuidadoso y lento, la atención de ese hombre causándole una serie de sensaciones familiares con todos los amos. Sabía lo que imaginaba cuando lo veía, cuando pensaba en la sumisión a la que estaba atado en su propia naturaleza.
Si quería, no tenía opción sino de ceder ante él. Mía rió, ¿sería capaz de tomarlo con su hijo a unos metros de ellos? Los humanos eran de verdad repugnantes. Con esas días en la mente, el espectáculo de poder que era el hombre proseguía ajeno a sus ideas.
El adulto movió el vaso en un gesto decadente en su dirección, en el semicirculo entró todo el espacio de la habitación.
—¿Quién te ayudó a destruir esta sala? ¿Y qué son todos esos trozos en la alfombra? Lo único que me faltaría es tener que ir a emergencias por un pie atravesado. —Existía paciencia en su tono a la vez de una resistencia igual a la tensión de un látigo—.... Tú... ¿Cuál es tu nombre?
Si encontró raro no preguntar el nombre antes, Papá Dani lo disimuló con facilidad. Seguro lo achacó a una falta de comunicación de su esposa, o su propio olvido sobre asuntos irrelevantes.
—Me llamo Mía. —Se presentó, las manos en la espalda tras levantarse. Hizo el movimiento de una reverencia. Su caminar cerca y alrededor de la figura era igual a la de un gato acercándose a su dueño por cariño, o quizás el de un tigre jugando con su—. ¿Y usted cómo se llama? ¿Papi Dani?
El adulto soltó un bufido, sorbió otro poco de su alcohol y cortó la distancia con una mano en su bolsillo.
—Tienes puntos por ser encantador, joven Mía. Casi puedo perdonarte la insolencia de andar sin zapatos y no haber limpiado este reguero. —Acarició uno de los mechones de tanto desorden en la cabeza de Mía—. Déjemoslo en ese mote por el día de hoy, más adelante vemos cómo se llevará este intercambio laboral. Aunque, siendo sincero, no sé por qué mi esposa contrataría a uno de los tuyos. Eres precioso, pero demasiado caro.
Incrédulo, Mía enarcó la ceja. ¿Acaso este de verdad pensaba que era solo un juguete para su entretenimiento? Incluso cuando no era su amo de manera oficial. Suavizó sus rasgos, la sorpresa de verse frente a otra basura humana en tan poco tiempo otra vez desviando su atención de sus objetivos. Al menos este Amo era atractivo, bueno con las palabras y sus formas violentas entraban en su círculo de gustos.
—Fue una emergencia. El joven amo Daniel es algo desordenado. —No perdió el ligero temblor de su barbilla, la manera en la que entrejuntó las cejas. Era como ver las reacciones de un personaje de videojuego al tomar una decisión incorrecta—. Siempre grita y crea caos. ¡Lo que tuve que hacer para que fuera a dormir!
Papi Dani negó, sus caricias bajando de la masa de cabello a su rostro todavía muy elástico por su juventud. Mía no se echó atrás ni cuando deslizó su pulgar contra sus hoyuelos o el aliento en su frente. Sus reacciones si se quejaba podían causar un problema que no tenía ganas ni energía de enfrentar.
—Un pobre Giovanni como tú abandonado junto a una bestia salvaje. —Las caricias tenían un toque de posesividad, sus manos frías contra su piel—. Todo estará bien ahora que estoy aquí.
¿Bestia?
El aliento de Mía se agitó, pero su sonrisa profundizó su alegría y sus ojos se encendieron en curiosidades. Se apartó a una distancia como un paso en ese viaje de coquetería, las yemas presionaban el botón más arriba. La imitación de una mueca amable se cruzó en los rasgos contrarios al aspirar su aliento.
—¿Por qué no preguntas al propio Daniel? —La verdadera razón de esa sonrisa nunca había de ser adivinada por parte del hombre—. Está durmiendo en la habitación. Iré a despertarlo.
Papi Dani, por supuesto, tomó el asunto entre sus manos y negó de plano. Sin cortarse en el toque, empujó a Mía abajo, asegurándose de que permaneciera sentado en el sofá antes de alejarse en dirección a la puerta de la habitación infantil. Su espalda recordaba a Mía a un arco antes de ser utilizado, tenso y listo para matar. Contra las sombras del cuarto, su figura creció hasta volverse una columna a punto de caer y asesinar a todo aquel que se acercara a interrumpir sus pensamientos.
El chico en su asiento se dejó caer en la totalidad de su forma, largo en el asiento con las piernas sobre uno de los brazos del sitio. A su alrededor, el cabello negro era un aro de oscuridad que agudizaba el cereza de sus pupilas. Una sonrisa llena de desprecios alcanzó su expresión, su oído agudizado para dispersar los susurros de conversación cada vez más alta. Los siguientes eventos eran evidentes, pero también una ligera punzada de incomodidad golpeó en su corazón.
El silencio de regaño empezó a morir a medida que las palabras se volvieron gritos, los susurros del niño llantos. Mía cerró los ojos, cruzando los brazos detrás de su cabeza. Apretó los labios, el movimiento de pasos acercándose en crescendo con los gritos infantiles y el aire de ira que golpeó sus pupilas al chispear raciocinio en su cerebro.
Sin embargo, su movimiento no reflejó el tumulto de emociones que comenzaban a arremolinarse en su estómago. Sus manos se apoyaron en el borde del sofá, la atención por completo atenta a Daniel, su rostro lleno de lágrimas y con una de las mejillas encendidas en el rojo de un golpe. Los dedos que debían darle caricias, apoyo paternal, estaban clavados entre sus cabellos, algunos pelos ya sacados de raíz por la fuerza de su agarre. Mía cruzó las piernas, posando los brazos en sus rodillas, su sonrisa una máscara para sus pensamientos al tocarse la nariz de manera distraída.
—¡Discúlpate! —Papa Dani movía a Daniel como si de un muñeco se tratara, el empujón que le dio lo tiro al piso lleno de vidrios y trozos de joyas—. ¡Estoy harto de ti! ¿No te cansas de causar problemas a todos los que están a tu alrededor?
Sus movimientos torpes, aterrados, mientras intentaba controlar el temblor de sus labios y los quejidos de dolor que no dejaron de escapar de él, los diminutos triángulos clavándose y rompiendo la piel como si fuera la cáscara de un huevo.
La barbilla del niño estaba llena de sangre, sus palmas brillantes por el líquido y el reflejo de los mismos vidrios, arcoiris de dolor y de destrucción acompañados de la miseria de una infancia solitaria. Mía parpadeó, irguiéndose al elevar su zapato tan brillante como la propia luz. Rozó la punta del objeto contra el sitio golpeado, su figura reflejándose en el castaño de los ojos y las lágrimas infantiles. La sonrisa que conjuró no alcanzó la oscuridad de su mirar.
Daniel tragó, sus labios temblorosos al reunir una pizca del valor que le quedaba. En su cara aún se conservaba la inocencia de la ingenuidad, de que, en algún momento, el amor de un padre despertaría en ellos y podría, al fin, conocer el verdadero amor. El estómago de Mía se encogió, su alegría desvaneciéndose.
—N-no hice nada... Papá... Di-dile, señor Mi-mía... —Antes de que pudiera hablar, sin embargo, un pie a su espalda pisó la zona de sus riñones y sus palabras se transformaron en el grito de los animales al ser golpeados. Su cuello se agitó, saliva y espuma mezclándose en las comisuras de su boca.
—¡Deja de mentir! ¡Mira el desastre! ¿¡Quién va a limpiar todo esto!? ¿¡Tú!?
El estómago de Mía ronroneó al recibir esa energía oscura, los colores volviendo tanto a su expresión como a los dientes cada vez más filosos. Si bien el padre no poseía la misma pureza del hijo, tenía suficiente fuerza como para responder a los propios impulsos que Mía colocó en él.
Otro golpe cayó en él, la fuerza de su progenitor clavando aún más el vidrio dentro de su cuerpo. Una expresión de relajación se apoderó de su rostro, la atención de Mía desviándose apenas un instante a él. Las marcas de la ira afeaban su rostro sin la menor belleza. Pese a ello, el joven no se movió, su figura una estatua si se comparaba a los continuos golpes y sonidos de ahogo en la escena que atestiguaba.
Sin embargo, igual que tantas situaciones en su propia carne, ese tipo de espectáculos pronto lo aburrieron. Sacó el pañuelo del bolsillo de su chaqueta, limpiándose las gotas de sangre y los restos de hueso de su traje. Al finalizar, dobló de nuevo la tela y la guardó en su sitio. Se levantó, sacudiéndose los faldones del traje y acomodándose las arrugas del pantalón. El interés en el niño era, después de todo, condicionado al aura cada vez menos presente en el pequeño cuerpo lastimado.
Otros aspectos de esa relación eran, según su perspectiva, carecían del merecimiento de su atención. Se inclinó a recoger uno de los trozos más grandes de las joyas, los bordes del triángulo rompiendo apenas la capa superficial de su piel. El ligero dolor lo hizo estremecer entre sufrimiento y placer.
—Lo vas a matar.
Papi Dani estaba pálido cuando levantó la cabeza a Mía, ahora tan cerca que podía denotar las suaves pecas y manchas oscuras de la cara joven. En su piel todavía rojiza por la inyección de la adrenalina, sus globos oculares llenos de venas e inyectados de sangre, quedaban restos de sangre, de hueso, sus nudillos con trozos de pelo. A sus pies, la masa todavía viva que era Daniel apenas respiraba, los golpes ya marcados en cada zona de su cuerpo.
Mia concentró su atención en la arteria palpitante de su cuello, sus dedos apresurándose a cerrar aún más la presión alrededor de su nueva arma.
—Mía, es...
El joven levantó el brazo antes de que la realización se procesara en el cerebro contrario, el corte a su cuello de lado a lado. Atravesó las cuerdas vocales, el hueso, los músculos de una máquina perfecta creada por la evolución. El chorro de sangre pálido contra el rojo de la energía de Mía, sus colmillos afilados y su saliva premonición de los siguientes minutos. Los restos de un grito escaparon de la faringe junto al pop de los lados al separarse, la cabeza cayendo con un sonido seco junto a lo que quedaba de su hijo.
Papi Dani, en esos últimos segundos de lucidez, parpadeó. Su visión las patas del sofá, los conejos de polvo de ojos amarillos y dando saltos antes de encontrarse alzado, los rasgos de inocencia de Mía ahora un monstruo con una lengua larga y mandíbula desencajada. El interior de su boca olía a alcantarilla abierta, la oscuridad de su garganta absorbiendo toda la luz de la sala.
—Sé que así no querías entrar en mí, pero no hay más. —Logró decir con una voz profunda como las cuevas, eco de los infiernos y olvido de los mortales.
El hombre no podía gritar, no podía moverse ahora que era solo una cabeza, su última memoria en la tierra la humedad, el calor y la presión de una boca salida desde los más profundo de la maldad humana.
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