Aparentemente normal
El metro es un referente al colapso cualquiera de un día agitado. Estudiantes, trabajadores o personas con algún trámite llenan los vagones en una sombría mañana del lunes. Hora: 9:00 am. Gestos amargados, sonrisas forzadas, bostezos repetitivos; aquí, en mi vagón predilecto —que tiene rayada en su ventanilla un corazón— se puede encontrar de todo. Hay una diversidad en solo unas... ¿cuántas personas cabemos en el vagón? No importa, lo importante es que, pese a no conocerlos, muchas de sus caras ya me son familiares. Todas esas personas son los antes nos hemos encontrado en esta rutina hacia el centro.
Me gusta inventarle nombres e historias a mis "conocidos lejanos" para hacer el viaje más interesante. Y mi buena lista de reproducción —con la mayoría de las canciones de Queen— me inspira a la creación de un mundo que solo converge en mi imaginación.
Hoy debería ser un día de inventos y creación de historias, un día aparentemente normal. Pero no puedo. Me encuentro demasiado ansiosa para hacerlo.
Es mi primer día de trabajo.
No importa si trato de no pensar demasiado, si quiero tararear melodías, si busco un punto de distracción interesante, qué diré y cómo será son las preguntas que llenan mi cabeza. Lo hacen desde que me dormí. Lo hacen en el vagón.
Lo siguen una vez bajo del vagón y emprendo mi caminata.
Y siguen estando una vez atravieso la puerta de la empresa y me dirijo con mi jefa.
Fui contratada en un centro de atención telefónica de la compañía Reburn. Sé que no es el mejor sitio para empezar a trabajar dado a la poca reputación que tiene el personal por lo insistente e importunas que suelen ser las llamadas, sin embargo, cuando el dinero se hace escaso y las deudas se aglomeran, todo trabajo cuenta, y la verdad aquí se me dio mucha flexibilidad.
Después de muchas entrevistas de trabajo, a la gerente de Reburn le gustó mi tono de voz, mi modulación y mi disposición, así que me llamó para hacer una capacitación durante mes y medio.
Confieso que estaba un poco desesperada por conseguir cualquier puesto y todas las veces que le rogué que llamara debieron influir. Como una pequeña y breve conclusión al respecto, puedo decir que tengo un oculto poder de convencimiento.
Pero ahora, estando en mi cubículo, en una acolchada silla junto a muchos más empleados, con los audífonos y micrófono puestos, los nervios se acentúan como no puedo imaginar. He estado divagando durante toda la charla con las instrucciones de mi jefa, cuando no debería ser así, porque bajo presión actúo de inmediato. Y ni hablar de lo mucho que alardeé diciendo en mi entrevista que atiendo y presto atención siempre.
Vaya mentira. No puedo decirle a la supervisora gerente ejecutiva —nombre inventado por mí— que no oigo ni una palabra de lo que me dijo. Mentir en un caso así no creo que se condene con la muerte, ¿o sí? Solo la veo junto a mí, dándome indicaciones, moviendo sus labios sin parar, sonriendo, levantando las cejas; y yo, toda receptiva, pero muy perdida, me limito a asentir.
—... y eso sería todo. ¿Tienes alguna duda?
—No, no hay ninguna, todo está perfecto.
—Cualquier cosa llamas al anexo 632.
Asiento mirando mi zona de trabajo tratándose de una bomba a punto de estallar. Un vago presentimiento muy malo se aloja en lo más profundo de mi superstición. Niego con la cabeza borrando la imagen de aquel asqueroso grillo que apareció en la pared junto a mi cama y tuve que matar a zapatazo limpio.
Dicen que matar a un grillo da siete años de mala suerte...
No; hoy será un día bueno.
Mi trabajo consiste en leer un guion hecho por mis superiores, hacer ventas, es decir, promociones que, dentro de una probabilidad muy grande, las personas rechazarán o simplemente no contestarán. Y en casos extraños, me encontraré con personas que se interesen.
Pienso en mi capacitación, en el tiempo de estudio, en mi solitario entrenamiento frente al espejo.
Es hora de iniciar. Mientras más ventas más bonos. Cinco mil llamadas en la semana. Horario flexible.
Primera llamada: «pip, pip, pip», nadie contesta.
Segunda llamada:
Me aclaro la garganta y leo mi línea impresa sobre un escuálido papel.
—¿Aló?
—Buenas tardes, mi nombre es Ross. Estoy llamando desde la compañía Reburn para...
—Otra vez las mierdas de promociones. ¡Los voy a matar a todos! ¡Estoy en un jodido velatorio! ¿Qué tienen en la...
—Disculpe, señor. La llamada se realizará luego.
Corto.
Tercera llamada: otra vez el «pip».
Cuarta llamada:
—¿Diga?
—Buenas tardes, mi nombre es Ross...
—Número equivocado.
Otro corte, esta vez no fue mío. Así jamás podré terminar mi línea y hacer promociones que a nadie le interesa. Este trabajo es cómodo, pero lleno de imprudencias. Quizá debí quedarme en el bar cantándoles a las personas con serios problemas personales y adeptas al alcohol. No, cualquier cosa mejor que malgastar mi talento por un puñado de pesos.
***
Ya no llevo cuentas de todas las llamadas que me han rechazado, de las personas que me han insultado y de los sujetos cachondos que saturan los micrófonos del celular con sus respiraciones. Puaj.
Antes de que acabe mi turno necesito hacer una última llamada.
Rogaré al cielo para que sea alguien decente.
Marco y espero. El tono de marcado satura en un tintineo repetitivo mi oído. Comienzo por acostumbrarme a él.
Alguien contesta. Miro la data en la pantalla de mi computador.
—Buenas noches, mi nombre es Ross Alexander. Estoy llamando desde la compañía Reburn para ofrecerle una promoción. ¿Es usted Thomas Morgan?
Silencio absoluto. Miro hacia mi alrededor, como si mi estrecho cubículo pudiese enseñarme algo más allá de las paredes blancas de plástico que me separan de las otras chicas.
—¿Hay alguien allí?
Una respiración satura el micrófono. Creo que es otro pervertido.
—Ya que no contesta, tendré que cortar.
—N-no..., por favor, no corte.
—Muy bien, señor. ¿Me puede confirmar que usted es Thomas Morgan? Tenemos unas promociones especiales a los clientes con plan... —Silencio absoluto—. Señor, ¿está ahí?
—Sí, aquí estoy—responde en un tono bajo.
—Morgan, ¿podría darme su número de cuenta para hacer la confirmación? Según la data de datos usted está pagando por un plan de llamada nada más. Reburn está ofreciendo una promoción por el mismo precio con el doble de llamadas.
Su respiración otra vez se oye como un chirrido molesto que me romperá los tímpanos. Creo que es alguien con catarro.
—Escuche... —Otro suspiro—. ¿Cuál es la fuerza que mantiene a las personas tan aferradas a la vida?
—¿Disculpe?
—¿Por qué debería continuar de pie cuando no tengo ningún motivo para hacerlo?
Esto se tornó extraño.
—Supongo que lo que nos mantiene aferrados a la vida es el miedo a lo desconocido —respondo bajando la voz para que mis compañeros de trabajo no logren oírme—. Y siempre existirá un motivo para continuar de pie. Como el amor, las metas, los deseos... incluso la venganza.
Ya nos fuimos por los lares. ¡Presta atención!
—O una conveniente bolsa con promociones Reburn.
Eso está mejor, publicidad motivacional.
—No tengo absolutamente nada para continuar viviendo y, aun así, no puedo hacerlo... ¿Qué es esta fuerza intangible que me mantiene todavía con vida?
—Uhm... ¿el oxígeno?
Quiero añadir otra publicidad a la empresa, algo como: «el oxígeno y las increíbles ofertas de la compañía», pero el cliente parece estar emprendiendo el vuelo a lo desconocido gracias a cierta planta.
—Esa es una buena respuesta.
—Genial. Ahora, enfoquémonos en la promoción...
—Estaba a medio paso de una muerte segura hasta que su llamada llegó.
—¿Cómo?
—Señorita Alexander, acaba de salvarme la vida.
Okey, no hay dudas, de todas las llamadas que realicé hoy esta es más extraña.
¿Realmente salvé una vida?
—¿Sabe, Morgan? Usted salvaría la mía si me escuchara y comprara la promoción que le tengo.
Un estruendo se escucha desde el otro lado de la línea. La voz grave de un hombre ordena que el señor Morgan salga de donde quiera que esté. Otra voz le pide que no se tire. Una respiración agitada. Un quejido mezclado de un gruñido. Y luego, nada.
—¿Aló? ¿Morgan? ¿Todavía está allí?
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