Capítulo 9: 27 de septiembre de 2003
Por la mañana, me acerqué a la "Casa Blanca" de la familia Diederich con más entusiasmo del que cualquiera hubiera creído razonable. Ya tenía todo planeado y, por primera vez desde hacía días, me permití dibujar una sonrisa en cuanto fue Lukas quien tuvo la agradable consideración de abrirme la puerta. No es que sus atenciones me causen cierto gusto, ¿sabes? En realidad, verme en la obligación de presentarme ante una nueva persona es una tarea agotadora, así que encontrarme frente a un rostro conocido me resulta de gran alivio. Eso es todo.
En cualquier caso, haber pisado la orilla del primer peldaño bastó para que el chirrido de la puerta principal llegara a mis oídos.
—¿Cómo supiste que estaba aquí afuera? —pregunté con desconcierto mientras alzaba la vista hacia Lukas—. Ni siquiera he tocado el timbre.
—Camina más rápido, ¿vale? —me apremió—. Tengo que enseñarte unos descubrimientos que tal vez sean de vital importancia para el inicio de nuestra investigación —agregó, tan atropelladamente que hasta me costó trabajo descifrar sus palabras.
—Claro, pero... ¿cómo estás hoy?
—Déjate de tonterías, Yvonne. —No se molestó en devolverme el saludo y, en su lugar, se apresuró a tomarme de la mano con tal de jalar de mí hacia dentro.
En menos de un parpadeo me encontré al interior de la mansión, lujos por dondequiera a los que acostumbrarme todavía me resultaba complejo. Es difícil imaginar que alguien como yo (una chica tan infortunada como insignificante) pudiese encajar en un sitio de muebles costosos, habitaciones amplias y pasillos interminables. Seguí a Lukas con ese pensamiento de discordancia en la cabeza e, incluso, lo dejé guiar mi marcha sin haberme percatado de que sus pasos se dirigían hacia un nuevo pasillo: el pequeño corredor del lado izquierdo de las escaleras, aquel cuya entrada me había prohibido cruzar hacía algunos días.
—Oye, ¿no habías dicho que yo no podía...?
—Eras una desconocida, Yvonne —interrumpió de súbito a fin de justificar su cambio de reglas—, pero ahora sé que no pasará nada si te dejo entrar.
«¿Significa que confía en mí?»
Sonreí para mis adentros y enseguida dejé que mis ojos se posaran sobre la tríada de cuadros que decoraban las paredes:
La primera fotografía enmarcaba el vestido de bodas de Isabel, mostrando su amplia sonrisa mientras observaba con cariño a su esposo: un hombre distinguido cuyos gestos no correspondían ni de broma con el alegre semblante de su mujer. No eran solo mis supersticiosas ideas, sino que realmente pensaba que aquel sujeto no lo estaba pasando tan bien como pretendía. Su nivel de frialdad era fácil de deducir, aun cuando Lukas nunca lo hubiese mencionado de manera explícita.
La segunda fotografía era de Lukas, quizá días después de haber nacido. La sonrisa traviesa y el juguete de plástico dentro de la boca me parecieron de lo más tierno, incluso su cabello desgreñado le daba un aspecto dulce a la improvisada fotografía. Un espejo en el fondo reflejaba la figura de su madre, sosteniendo la cámara con agilidad como si se tratase de un simple bolso de mano.
El último cuadro mostraba un paisaje cubierto de nieve. Lukas y su padre aparecían con una sonrisa en el rostro: ambos mirando hacia la cámara. No parecía muy real, en especial por la mueca fingida del padre.
—Perdona el desorden, casi nunca invito a otras personas —mencionó Lukas antes de entrar por la última puerta del pasillo.
Aparté la vista de aquellas fotografías para desviar mi atención hacia el centro de la nueva habitación. La enorme pantalla del televisor no fue lo único que me dejó con la boca abierta, sino también los cientos de libreros que decoraban los muros. ¿Desorden había dicho? No parecía que nada estuviese fuera de lugar. En realidad, nunca antes me había topado con una recámara tan limpia y organizada.
Con unos pasos tuve para encontrarme con el resto del cuarto: una mesa de escritorio por la esquina (incluso más grande que la de papá), una cama en el medio, cojines afelpados por doquier, paredes altas, candelabros colgando del techo y alfombras decorativas sobre cada parte del piso.
«Demasiado elegante para mí»
—¿Esta es tu habitación? —pregunté con el asombro reflejado en la voz.
—Sí.
—¿Y por qué entramos aquí?
—Porque aquí está mi computadora —explicó, encogiéndose de hombros—. Nuestras investigaciones tienen que ser secretas, ¿no?
«Cielos, ¿acaso dijo computadora?»
Nosotros apenas teníamos un teléfono familiar.
Estaba tan impresionada por el lugar que pasé por alto un último detalle, tal vez todavía más importante que todos los anteriores: bastó con bajar la mirada para toparme con la mano de Lukas, inesperadamente aferrada a la mía con cierta firmeza. Desde el pórtico de la entrada hasta el pasillo de los retratos... Todo este tiempo, ¿me había llevado de la mano y yo ni siquiera lo había notado? Me apresuré a soltarme de su agarre en cuanto la sensación de nerviosismo comenzó a volverse insoportable.
—Debe de estar por aquí —murmuró para sí mismo, avanzando hacia los armarios en búsqueda del ya mencionado ordenador—, a no ser que mamá lo haya cambiado de lugar, lo cual sería terriblemente molesto.
Que estuviera tan concentrado en su afán de rastreo me dio la oportunidad para caminar unos pasos alrededor de su habitación. Recorrí algunos metros de estanterías solo por curiosidad, lo suficiente para dar con el póster de cartulina que decoraba la pared del fondo.
—¿Qué es esto, Lukas?
—¿El qué?
—Esto...
Tuve que acercarme un poco para verlo mejor. Tenía el aspecto de un calendario, o mejor dicho, de un muy preciso y sistemático esquema de actividades. Estaba repleto de notas de papel, adhesivos de diferentes colores y apuntes a bolígrafo; parecía una extensa agenda que especificaba cada una de las fechas, horarios y tareas de Lukas, al menos de aquellas que habría de tomar en cuenta durante el resto del mes.
—Ah, hablas de esa cosa. —Me había distraído tanto por la representación gráfica de su "rutina del día a día", que no me di cuenta de que acababa de posarse a mi lado hasta que lo escuché hablar—: Es un cronograma de actividades, algo así como un plan semanal.
—Cielos, hacer esto debió tomarte horas de trabajo.
—No tantas como parecen —minimizó—. Es divertido recortar papeles de colores.
—¿Y por qué utilizas un calendario? —quise entender.
—Me tranquiliza saber qué es lo que tengo que hacer durante las semanas.
—Parece... bastante útil.
—Lo es para mí. —Ladeó un poco la cabeza sin dejar de mirar la cartulina—. Mamá odia que lo use, pero papá dice que es la mejor forma de mantener organizada cada parte del día.
Mis ojos se desviaron hacia el portátil plateado que ahora llevaba entre manos. Tuve un motivo más para quedar impresionada porque, vamos, esas computadoras ni siquiera podían encontrarse en una tienda de tecnología avanzada.
—Supongo que tiene sentido solo para quienes prefieren la previsibilidad de los eventos. —Giró el rostro hacia mí antes de tomarse la libertad de cambiar de tema—: Déjame enseñarte lo que encontré acerca de tu familia.
Lo seguí hacia el otro extremo de la recámara, observando cómo encendía la pantalla para mostrarme los resultados de su más reciente investigación.
—Hay muchas cosas extrañas —advirtió.
—Apuesto a que sí.
—En especial cuando pongo tu apellido en el buscador —especificó con incertidumbre al mismo tiempo que se dejaba caer al borde de su cama.
—¿Buscaste mi nombre en internet? —inquirí. Mitad sorprendida, mitad incrédula.
—Tienes algunos parientes que son anormales... Antepasados, mejor dicho.
—¿Y cómo los encontraste?
—Empecé buscando a otras personas que tuvieran el mismo apellido, tu árbol genealógico no aparece como tal, pero...
Paró en seco sin razón aparente. Luego me dirigió una mirada de completo fastidio, similar a la que alguien habría hecho al no estar de acuerdo con las circunstancias del momento.
—No piensas quedarte allí, ¿o sí? —espetó con molestia.
—¿De qué hablas?
Me señaló la superficie de su cama.
—Vas a cansarte si no te sientas conmigo —dijo en tono de reprimenda.
—No, yo... —me reí por nerviosismo—. No es necesario.
—¿Tienes la intención de quedarte ahí parada durante horas?
—No veo nada de malo con eso...
—Vale, claro. —Se puso de pie al mismo tiempo que lanzaba un suspiro al aire—. Si tú no te sientas, entonces yo tampoco lo haré.
¡Oh, vamos! ¿En serio discutiría conmigo por un simple asiento? Tuve que cruzarme de brazos, aunque, debo admitirlo, también me dieron ganas de sonreír.
—Sería muy poco cortés de mi parte no invitarte a tomar asiento —continuó insistiendo.
—Ya te dije que no es necesario.
Haciendo caso omiso a lo anterior, me empujó de los hombros hasta hacer que terminara sentada sobre la orilla del colchón.
—¡Oye! —me quejé al momento.
—Estás mejor ahora —sonrió para sí mismo.
—Cielos, te dije que estaba bien así, Lukas.
Ni siquiera contestó y tan solo se limitó a dejarse caer a mi lado, colocando el aparato sobre su regazo para volver a enfocar la mirada en la pantalla. En eso, lo sentí tan cerca de mí que, estoy convencida, mis mejillas se tiñeron de un vergonzoso color rojo. Necesitaba un escondite: quería ocultar mi ruborizado rostro de su vista, así que no vacilé antes de robar una de sus almohadas y sencillamente utilizarla como una especie de barrera.
—Como decía, encontré a tres personas importantes que llevan tu mismo apellido —retomó la conversación, señalándome la fotografía de un hombre de cara regordeta y cabello canoso—. Este de aquí es Hermann Fellner, era un político y representante de la Unión Social Cristiana.
«Un segundo. ¿No tenía su computador una base plateada?»
Estaba segura de que el color era distinto al actual azul oscuro que... Olvídalo, es lo que menos importa.
—No, no creo que sea pariente mío. —Mi familia jamás colaboraría con grupos del gobierno, no podría hacerlo o nuestro secreto estaría en riesgo—. Lo único que tenemos en común es el apellido.
—La segunda persona es Karin Fellner —apuntó—. Era maestra de poesía.
—Bueno, eso es...
—El tercero es el más probable —se apresuró a añadir, abriendo la foto de un hombre de cabello castaño y ojos grisáceos como los míos—. Till Fellner. En 1982, fue cuestionado por muchos músicos porque tocaba el piano con sorprendente rapidez.
—Tienes razón, es él. —Desconocía por completo a aquel hombre e ignoraba el porqué de su aparente talento; sin embargo, el detalle que más llamó mi atención no fue el misterioso origen de su rapidez, sino el hecho de que lo hubiesen reconocido como a un igual. Era extraño pensar que uno de nosotros pudiera integrarse al mundo humano sin ser descubierto—. ¿Crees que la velocidad haya sido su poder?
—¿Acaso corres rápido? —me cuestionó con cierto entusiasmo.
—No que yo sepa...
—Hay que intentarlo.
Me giré hacia él con el ceño fruncido. Obviamente no estaba dotada de velocidad, quiero decir, lo habría sabido desde hacía años si así lo fuera.
—¿Lo dices en serio?
—Vamos, Yvonne —suplicó—, tampoco tienes nada que perder, ¿o sí?
«Es un buen punto»
Al final, aquel argumento fue razón suficiente para hacerme cambiar de parecer. Sabía que Lukas estaba más que emocionado con el tema, así que negarme a su propuesta me resultó imposible. Es algo raro, ¿no lo crees? Es como si, por un momento, no me hubiese importado aceptar su extraña iniciativa con tal de hacerlo feliz... Entiendes el problema, ¿cierto? ¿Qué clase de ridícula prioridad era esa?
No hice nada por detenerlo cuando lo vi salir de su habitación, tampoco cuando cruzó el resto del pasillo para alcanzar el pie de las escaleras. En su lugar, me limité a seguir su caminata en completo silencio, acelerando mis pisadas hasta posarme a su lado.
—El primero que llegue a la puerta será el ganador —estipuló para dejar en claro las reglas—. ¿Estás lista?
—Supongo que sí.
Quedaría humillada ante la derrota, eso era seguro.
—Vale. —Se giró hacia el fondo del pasillo antes de comenzar con la cuenta regresiva—. Tres, dos... ¡Uno!
Ambos corrimos en cuanto dijo el último número. Por desgracia y siendo sincera, el aliento me hizo falta desde la mitad del trayecto. Él se adelantó unos pasos, por supuesto, los suficientes para separarse de mí por algunos metros. Para cuando alcancé la puerta de entrada, él ya tenía más de diez o quince segundos en ánimos de espera.
—Correr no es lo tuyo —sentenció—, y, de hecho, creo que se trata de la peor de tus cualidades.
Le dirigí una mirada asesina.
—Muy gracioso, Lukas.
Su débil carcajada se estancó en mi mente como si de alguna clase de música pegadiza se tratara.
—Vamos, solo estoy jugando. —Lo vi ladear la cabeza en una pose demasiado... ¿adorable? No lo malinterpretes: creer que alguien es tierno no significa nada.
—Me cuesta trabajo saber si estás bromeando o no...
—No serías la primera —interrumpió—. Ana siempre dice que mis chistes son terribles, y estoy seguro de que tu mamá también cree que mis dotes sociales son desastrosos.
Sabía que mi falta de socialización me provocaba cada vez más problemas, pero... quizás no era solo yo quien tenía dificultades para interpretar las expresiones, sino que, además, era él quien parecía tener complicaciones para encontrar las palabras correctas.
—Así que ambos somos anormales —susurré para mí misma en un intento de reprimir la risa.
Él no me escuchó, desde luego.
—Regresemos a mi cuarto para continuar con la investigación. —Ya veía venir esa propuesta.
—En serio crees que tengo poderes especiales, ¿verdad?
—Es una gran posibilidad —apuntó—. Basándome en los datos y en las evidencias, llego a la conclusión de que la probabilidad de que tengas otras habilidades ocultas en tu código genético es alta —entrelazó las manos detrás de su espalda—, y suelo confiar en mis estimaciones.
—Pero...
—Solo ven conmigo, Yvonne. —Contuve la respiración cuando me tomó de una mano de nuevo; sin embargo, no tardó ni un par de segundos en retractarse y fingir que aquello no era lo que se disponía a hacer—. O también puedes seguirme y ya está.
—Aguarda, es que en verdad estoy segura de que yo no tengo otros poderes, ¿comprendes? Ya sé que no soy...
Clavar la vista en sus ojos resultó ser una pésima idea: el verde me aturdió a tal grado que olvidé por completo lo que estaba por decir.
—Ya sabes que no eres, ¿qué? —dudó.
«No lo recuerdo»
Lo vi bajar la cabeza, tal vez un poco incómodo con el modo en que acababa de quedarme prendida de su mirada. No tuve ninguna otra alternativa además de obligarme a mí misma a apartar la vista.
—¿Por qué te quedas callada así de repente?
—Porque te quería... —Preferí reformular esa oración—: Quería un vaso con agua. —Fue la única excusa que vino a mi mente. Tan ridículamente absurda que lo único que conseguí de su parte fue un ceño fruncido.
—¿Dejaste de hablar solo porque te dio sed?
—Hacía años que no corría de ese modo —improvisé.
—Vale. —Soltó un chasquido de lengua y asintió—. Lo que pasa es que no quieres admitir que soy más rápido que tú.
«¡Ja! Sí, claro»
—¿Disculpa? —resoplé con incredulidad—. Solo ganaste porque yo no estaba tratando de competir.
—Voy a fingir que eso es verdad.
—¿Fingir?
—Fuera de la vista, fuera de la mente.
La sonrisa reapareció en mi rostro en cuanto lo escuché pronunciar eso último.
—Cielos... Mi papá utilizaba mucho esa frase. —No debí decir eso en voz alta, pero las palabras se me escaparon de la boca sin haberlo meditado con anticipación.
—¿Utilizaba? ¿Por qué lo dices como si...? —Me echó un vistazo rápido antes de volver a bajar la cabeza—. No, mejor olvídalo.
Iba a cuestionarlo al respecto, pero él se apresuró a girar sobre sus talones para desviar sus pisadas en dirección a las escaleras. Lo seguí hasta el segundo piso, observándolo encaminar su marcha hacia la entrada de la cocina: una estancia de muros blancos (tan amplios como los de cualquier otra habitación de la casa), almacenes de madera tallada, mostradores repletos de electrodomésticos y un comedor central que, suponía, se trataba de una mesa de mármol. Me concentré tanto en tales detalles que ignoré por completo la presencia de Lukas, al menos hasta que lo tuve nuevamente frente a mí.
—Aquí lo tienes —dijo de repente, causando que me sobresaltara del susto—. Un vaso con agua.
Le dediqué una sonrisa forzada.
—Gracias.
En cuanto me llevé el cristal a la boca, pude sentir sus ojos sobre mí, aguardando por el instante en que pudiéramos regresar a su habitación. Cabe destacar que yo no estaba dispuesta a abandonar tal sitio sin antes haber aclarado una cosa.
—¿Qué me quieres preguntar, Lukas? —lo interrogué sin rodeos.
—¿De qué hablas?
—Ibas a decirme algo hace rato, ¿no?
—Ah, eso. —Respiró hondo—. Es solo que... Sé que no debería preguntártelo, pero...
«Dilo de una vez»
Me dirigió una mirada vacilante, quizás en busca de algún tipo de aprobación. Asentí con la cabeza para darle el permiso de continuar.
—Siempre que hablas de tu padre... —empezó a balbucear—. Cada vez que hablas de él, lo haces en tiempo pasado y, por curiosidad, quería saber si es porque... Ya sabes, ¿tú también tienes problemas con tu papá?
Fue inútil tratar de ocultar el impacto que aquello tuvo sobre mí, en especial porque reprimir las lágrimas tampoco resultó tan sencillo como en un principio lo supuse. Mi padre... Todo parecía conducirme de vuelta a él, aun cuando tratara de fingir que su ausencia no era lo suficientemente notoria para lastimarme.
—No debí preguntarte algo como eso —asumió enseguida, quizá por el modo en que el silencio se prolongó.
Coloqué el vaso sobre la superficie de la mesa.
—No has dicho nada malo, es solo que... —Mi voz se quebró antes de poder terminar la frase.
«Ahora no, Yvonne. En cualquier momento menos ahora»
Las memorias de papá parecieron cobrar vida y la imagen de su rostro me recordó el terrible vacío que su muerte había dejado en casa. Me lo repetí cientos de veces: no podía dejarme llevar por la nostalgia y debía hacer lo posible por reprimir las lágrimas, pero... lo cierto es que extrañaba a papá. Añoraba que estuviese de regreso y, aparte de todo, era sumamente consciente de que no podría contener el llanto durante mucho tiempo.
Pobrecillo Lukas. No pudo más que permanecer callado en cuanto mis sollozos resonaron alrededor del espacio. No había peor escenario; de hoy en adelante, me recordaría como la chica dramática que mojó con lágrimas el piso de su cocina. Sabía que era patético, mas pretender que todo se encontraba en orden solo por miedo a lo que él pudiera pensar de mí... No había manera de fingir, no cuando el recuerdo de mi padre estrujaba mi corazón segundo tras segundo.
—Oye, Yvonne...
—¿Qué quieres ahora? —le espeté con irritación.
—¿Vas a perdonarme por esto? —Aquello no solo me dejó estupefacta, sino que detuvo mi llanto de golpe. Tan increíble como suena, su pequeña intervención reemplazó la imagen de mi padre con una calidez inexplicable en el pecho—. Mamá dice que debo pedir perdón cuando alguien importante está pasando por un mal momento.
«¿Acaba de llamarme importante?»
Se colocó frente a mí y enseguida sentí su mano sujetando la mía, como si, de alguna u otra manera, estuviese tratando de transmitirme algo de apoyo.
—Puedes seguir llorando, ¿vale? —me dijo entre susurros—. No se lo voy a contar a nadie... Ni siquiera a mi mamá.
Le dediqué una sonrisa y asentí con la cabeza. Sus palabras eran demasiado dulces, aun cuando se trataran de dos o tres oraciones de apariencia insignificante.
—Te lo agradezco, Lukas —le hice saber al momento.
—¿Ya te sientes mejor? Prometo que no volveré a mencionar nada que esté relacionado con el tema —aseguró con el gesto serio, detalle que no hizo más que provocarme la risa—, y siempre doy el mejor de mis esfuerzos por cumplir con mis promesas.
Me limpié las mejillas con la manga del suéter y le solté la mano con tal de frotarme los ojos; sin embargo, el solo hecho de haberme apartado unos pasos bastó para que las piernas me temblaran y mi cabeza ardiera de dolor. Sabía que un llanto tan pesado como ese solía tener la capacidad de bloquearme, así que me aseguré de volver a su lado antes de sujetarlo también de ambos antebrazos.
—Lukas, espera...
—¿Qué sucede? —contestó.
—Creo que no me siento bien —me costó mucho esfuerzo pronunciar eso.
—¿De qué hablas?
La habitación pareció moverse a mi alrededor. ¿Un mareo repentino? Altamente probable.
—¿Yvonne?
Perdí el equilibrio en cuestión de segundos y mis rodillas se doblaron ya sin mi control. Supongo que caí al suelo, en especial porque lo último que recuerdo es un constante y estruendoso pitido al interior de mis oídos.
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