Cap. 2

Llevo una semana quejándome a mi madre de que no quería ir más a la escuela, que no encajo para nada en aquél lugar lleno de niños. No quería estar cerca de nadie, siempre se lo he dicho.

Hoy estoy en clase de nuevo, mi madre ha ignorado mis súplicas y me ha hecho venir a la fuerza.

Es por tu bien —me lo lleva diciendo desde que tengo una pizca de memoria.

Vuelvo a estar con los bloques de construcción, la profesora me ha dicho que hago cosas sorprendentes con ello, pero no la creo, se lo dice a todos.

No he parado en ningún momento, hasta que vuelve a sonar el timbre del recreo. Los niños de primaria tienen un patio aún más grande y se la pasan jugando a algo que lanzas la pelota a un aro y también a meter la pelota en una portería, como dicen ellos.

Al salir, me voy a la esquina que tanto me protege. Las miradas curiosas de las niñas y de los niños se pegan a mí como el pegamento, cuchichean que soy raro, pero... ¿Quién no lo es?

Mi padre me decía que todos somos raros para el otro, no lo contradigo, pero yo los veo a todos iguales.

Mientras como mi sándwich mirando al suelo, unas pisadas se acercan cada vez más. Siempre lo he ignorado, porque luego pasa de largo. No sé quién es, y espero no saberlo.

Esta vez las pisadas se detienen delante de mí y una voz chillona me hace levantar la cabeza.

—Hola —me saluda con inocencia—, ¿me puedo sentar aquí? —enseña su sándwich y me sonríe con esos mofletes regordetes.

Le digo que sí, que puede y se sienta a mi lado. No hablamos, nos quedamos en silencio. Lo he visto jugar con los niños a la pelota, es por eso que me parece igual que los otros.

Suena el timbre de vuelta al aula, así que me levanto sin mediar palabra con el niño y me vuelvo con la profesora, quien nos cuenta para saber si estamos todos.

Es la primera vez que se me acerca uno y nunca he estado tan nervioso. ¿Por qué me he puesto así?

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