Capítulo VIII (Parte 1)

Sus pasos se dejaban oír en todo el palacio, las suelas de sus sandalias entrechocando contra el fino piso de mármol blanco. La sala que se extendía en su delante estaba inmaculada. Las paredes le parecían brillar, contrastando con la luz de la luna que se colaba por un tragaluz en el techo.

Los nervios lo estaban matando. Sentía como si algo se había instalado en su estómago, revoloteando por allí con un gran martillo, golpeando todo lo que estuviera a su paso. Sus manos temblaban ligeramente, sus dedos atrapados en los puños que se había obligado a hacer. La presencia de Annabeth, la princesa, a su lado lo hacía estremecer. Hasta hace poco, había pensado que la chica era una adolescente común y corriente: otra comerciante en el mercado de una de las zonas más pobres de Grecia. Se sentía cohibido, sentía como si tuviera que arrodillarse. De todos modos, lo habían educado para eso.

Pero Percy se rehusaba. No pensaba hacer ninguna reverencia para Annabeth, así no funcionaba su forma de pensar. Si tuviera que arrodillarse frente a alguien, probablemente lo haría frente a Hazel. La chica lo llenaba de orgullo. Hacia varios años, en el mercado, la había visto trabajando como la principal ayudante de la dueña de la joyería más reconocida entre los plebeyos. El brillo de las esmeraldas le había llamado la atención. De inmediato supo que, si lograba robar algo como eso, no tendría que preocuparse en la comida de un par de meses. La tentación fue demasiada. 

El recuerdo lo inundó, su mente viajó hacia el momento, como si estuviera observando una película. Sus dedos se cerraron al rededor de su cuchillo. Hazel estaba parada detrás del escaparate: sus ojos estaban brillantes y mantenía las manos ocupadas en unos ¿aretes? Por lo menos, eso parecían. Él avanzó sigilosamente por los tejados de las casas, sus pies moviéndose con naturalidad entre las cornisas. Cuando se encontró sobre ella, saltó, dirigiendo su cuerpo hacia la chica morena. 

Incluso antes de que sus piernas tocaran el suelo, el collar ya estaba en sus manos. Se preparó para salir corriendo, pero el grito que la chica soltó lo dejó helado.

 - ¡No! - murmuró ella. Lo había seguido y se encontraba solo unos pasos detrás de él - Por favor, no. Lo descontarán de mi paga, y con ese collar me pagarán por los próximos dos años. Te daré otra cosa, pero no te lo lleves. 

La angustia en sus ojos le perforó el pecho y un sentimiento de culpabilidad se extendió sobre él. No era como si lo disfrutara. ¿Robarle a una pobre chica que se mataba trabajando para llevar algo de cenar a su casa? Definitivamente no había estado en su lista de cosas por hacer en su cumpleaños número catorce. Con cuidado, depositó el collar en las manos de Hazel, luchando contra sus impulsos. Era la primera vez que lo hacía: devolver algo. Un escalofrío lo recorrió.

Hazel le dedicó una sonrisa de agradecimiento. Su expresión despertó sentimientos en él. Tuvo un raro impulso de proteger a la chica. Trató de devolverle la sonrisa, pero de sus labios solo salió una mueca.

 - Toma. 

Fue lo único que se atrevió a decir. Su estómago rugió. ¿Hacía cuanto que no comía algo? ¿Dos o tres días? Ya ni lo recordaba. Hazel le hizo una señal con la mano y Percy la siguió hasta la tienda de nuevo, sus pasos lentos y acaudalados. Ella tomó una hogaza de pan de debajo del escaparate y se la extendió con una mano temblorosa. Suprimió el impulso de salir corriendo. La tomó con cuidado y sus dedos se cerraron en torno a ella, la calidez del pan recién horneado esparciéndose por su mano: una sensación que no llegaba a percibir desde hace años. 

Se llevó la hogaza de pan a la boca, y se lo metió allí con una furia que lo sorprendió incluso a él. Su estómago rugió en agradecimiento. 

 - No te apresures - la voz de la chica era dulce y queda - Hazlo con calma. 

Él bajó el ritmo, y se permitió disfrutar del sabor del pan. 

 - Gracias - la chica murmuró - En serio. No creí que lo fueras a hacer. Ya sabes, lo de devolverme el collar.

 - Tampoco yo.

 - Soy Hazel, por cierto - estiró la mano, mientra Percy la miraba desconfiado. Después de pensarlo un segundo la estrechó con cautela.

 - Percy. 

No pasó mucho para que se hicieran amigos. Hazel le presentó a Marie, su madre y a Nico, su hermano menor. Lo invitaban a cenar una vez por semana. Comparado al resto de su vida, le daba pena llamar a aquellos 'los buenos tiempos.'

Luego Marie había fallecido. Hazel sólo era un año menor que Percy*, pero ya sola había tomado la responsabilidad de toda la familia. Eso Percy lo apreciaba. Lo respetaba y lo aclamaba. No mucha gente se habría atrevido a hacer eso. 

Completamente distinto a la princesa con la que caminaba a través de los amplios pasillos del palacio real. Siempre todo a la mano: una sola palabra y lo que sea que se le antojara ya estaría en camino. Él desearía que las cosas fueran así de simples para él. Él tenía que robar su comida. Quitarles a personas inocente solo para que él pudiera comer. A veces, se daba asco a sí mismo. 

Annabeth, la leyenda del pueblo. ¡La futura reina! ¡Nos guiará a través de las tinieblas! ¡Es hermosa, no dudará en encontrar un buen esposo que nos saque adelante!

Eso Percy no podía negarlo: Annabeth tenía lo suyo. Su cabello rizado y rubio caía sobre sus hombros con suavidad, y sus ojos grises como las nubes de tormenta le daban un aspecto feroz. Pero eso era todo: apariencia. Tan famoso como su belleza, eran sus berrinches. 

¿Te has enterado? La princesa Annabeth acaba de arruinar la cena con uno de sus pretendientes más resaltados. Era tan engreída que haría lo que fuera por llamar la atención. Para alguien cuya vida dependía de pasar desapercibido, los rumores de la gran princesa lo sacaban de quicio. 




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