laviagradelolvido - @laviagradelolvido
El joven Kiyoshi nunca desayunó durante el trabajo. A diferencia de otros funcionarios de la prefectura de Hyōgo, Sasuke Kiyoshi no jugaba al solitario, ni al buscaminas, ni siquiera se le ocurría interactuar con alguna de sus amistades en Facebook, que eran tres: la madre, la prima Aoi, con quien soñaba casarse, y su supervisor del área de desarrollo local. El domingo volvía de un pícnic en el Monte Rokkō cuando por accidente se despeñó. Solo, sin poder moverse o solicitar ayuda, notó cómo la orina cristalizaba en los pantalones, el hormigueo que le iba de los genitales a la pierna más corta. Al frío no le bastaba con hacerse una tienda de campaña en la nariz de Kiyoshi, sino que lo mordía férreo con dientes de metal y, como a un hueso, lo enterraba en la nieve. Deseó estar tendido en la playa. Se imaginó con un parasol en la cabeza, sorbiendo un refresco, mientras una pala le echaba arena volcánica por encima. Esa noche no pudo alimentarse más que de un pequeño bote de wasabi que aún quedaba en su cesta.
—Solo probé un poco, pero no era realmente comestible —reconoció.
El picor del wasabi le subió por las fosas nasales, le goteó la nariz, lagrimeó y se le formaron estalactitas en la cara. Cerró los ojos para olvidarse del dolor. De que su cuerpo se parecía cada vez más al surimi relegado en el fondo de su congelador. Oyó unos bastones hundirse en la nieve. Esperaba a un montañero, pero era una cigüeña blanca iluminada por la luna. Ésta lo desnudó de cintura para abajo. Humillado e incrédulo, Kiyoshi se dejó hacer, en parte porque tampoco sentía las extremidades. El ave le levantó las piernas y con las plumas de un ala, suaves como copos de nieve, le limpió el pene, los pliegues y el resto de la zona hinchada y amoratada sin intentar forzar la separación entre el glande y el prepucio. Colocó un pañal debajo de su trasero, desplegó la parte delantera y le cubrió hasta la cintura, el miembro apuntando hacia abajo. Anudó los extremos del pañal y se lo llevó en el pico de vuelta al piso de Kobe, reformado tras el Gran Terremoto. Por primera vez Kiyoshi pudo ver el rostro de su madre el día después del seísmo, cuando se entera de la muerte del marido y da a luz.
El segundo día, con la cadera dañada, sin poder levantarse, rodó por la nieve ladera abajo, hasta un lugar donde el sol calentaba la hierba.
—Se estaba a gusto y me dormí. Es la última cosa que recuerdo —aseguró.
Recordó a su prima Aoi. Los ojazos de Aoi, sus largas y densas pestañas negras atrapándolo como a una mosca. Pero ésto no lo dijo por decoro. La sombra chinesca de ella desvistiéndose, recortada en el papel de la puerta de la casa de veraneo. El peso de las rotundas posaderas de la prima, seis años mayor, sobre su cara de niño llorica aplastada y con una oreja doblada contra el tatami, como castigo por lo que había visto. El tacto de la seda malvarrosa de aquel kimono. Volvió a sentir el mismo bochorno, el mismo pinchazo que le latía en la oreja. Fue cuando Kiyoshi comprendió que aquello, aquel calor era lo que le mantenía con vida en medio del frío. El calor de la vergüenza. Y se determinó a quitarse el cinturón, lo pasó a la altura de las caderas, tensó todo lo que pudo, comprimiendo la vejiga, y aguantó el dolor entre los dientes antes de cerrar la hebilla.
Después de treinta y dos horas de vacaciones forzosas el funcionario Kiyoshi se incorporaba de nuevo al trabajo por su propio pie.
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