Prólogo: Despojados.
CIUDAD HUMANA DE BÓLID
Sierra cerró la puerta principal de su casa con cuidado de no hacer ruido. Su madre no tenía ni idea de que a veces se escabullía pasada la medianoche para visitar a su mejor amigo y ni loca la hubiera dejado salir a esas horas, aun cuando Pete vivía tan solo dos bloques más abajo.
Mientras caminaba, buscando a Pete en la lista de contactos habituales de su teléfono, se fijó en que caía una fina llovizna visible solo alrededor de las aureolas de luz anaranjada que emitían las farolas de su calle.
Sierra se puso la capucha de su sudadera y se colocó el teléfono sobre la oreja.
—Voy de camino —anunció cuando Pete descolgó el auricular.
—¿Traes el juego nuevo? —quiso saber la voz de su auricular.
Sierra se detuvo en seco.
—Mierda —exclamo. Le había prometido prestarle el juego de la PlayStation que ella acababa de terminar, y Pete no iba a dejarle en paz durante toda la noche si no se lo llevaba.
Se dio la vuelta para regresar a su casa, pero en lugar de usar la puerta principal, pues la luz del salón ahora estaba encendida, entró por elcallejón que separaba su casa de la del vecino para utilizar la puerta trasera que comunicaba con la cocina.
—Estaré ahí en diez minutos —le dijo a Peteantes de colgar y guardarse el teléfono en el bolsillo de la sudadera.
Recorrió sigilosa la valla lateral de su jardín, pasando sus dedos por los arbustos como tenía costumbre.
De pronto, Sierra dio un salto al escuchar un estruendo a su espalda y al darse la vuelta vio el cubo de basura de su vecino tirado en la acera y un gato pardo salir pitando de este.
Soltó una inhalación esperando a que sus pulsaciones volvieran a la normalidad. El contenedor estaba a tan solo dos metros de ella, por lo que decidió ser una buena vecina y acercarse a recogerlo.
Tras colocarlo de vuelta en su sitio, se dio media vuelta para volver a casa, pero esa vez Sierra se chocó de bruces contra alguien. Un hombre, que la sostuvo por los brazos en un silencio peculiar. Cualquiera se hubiera disculpado y apartado de inmediato, pero él la mantuvo agarrada con fuerza.
Sierra pestañeó tratando de distinguir su rostro y descubrir si se trataba de un vecino, pero lo único que logró ver en la penumbra fueron unos ojos de un azul brillante y las canas que se adivinaban por debajo de su gorra.
—Suélteme —rogó, segura de que no se trataba de ningún vecino del barrio que se había confundido de manzana. Ocurría a veces porque eran todas idénticas.
El hombre no cedióni un atisbo y Sierra abrió la boca para gritar y pedir ayuda. Estaba tan cerca de casa, de la seguridad de su familia que eso le dio fuerzas para tratar de zafarse de las garras de aquel extraño. Pero lo que ocurrió a continuación fue rápido y confuso, el hombre abrió la boca y le echó su aliento sobre el rostro y Siena se quedó paralizada como una estatua, incapaz de mover un solo músculo, aun cuando contempló horrorizada como el extraño le inyectaba algo en el brazo.
Antes de desmayarse, Sierra tuvo tiempo para darse cuenta de dos cosas: que aquel hombre no era humano y que, de pronto, ya no se encontraban en el callejón de su barrio.
Más tarde, cuando Sierra volvió en sí, su boca estaba tan pastosa y reseca que movió la lengua varias veces antes de centrarse en ningún otro pensamiento.
Abrió los ojos y pestañeó confusa al ver un millar de estrellas en su campo de visión.
¿Cómo podía ver el cielo desde su cama? Se preguntó desorientada.
Porque no se encontraba en su cama, se dio cuenta, al notar que estaba demasiado incómoda para eso. El suelo bajo su cuerpo estaba duro y helado, y una brisa fresca le acariciaba la piel.
Trató de erguirse, al comprender que algo iba muy mal, pero el cambio de posición la mareó tanto que sintió náuseas. Apoyó la frente en la mano y cerró los ojos, respirando despacio para reponerse.
Cuando recuperó el centro de gravedad y su estómago pareció asentarse, miró a su alrededor preguntándose dónde cojones estaba. Había árboles por todas partes, separados por un polvoriento camino cuyo horizonte parecía conectar con las lejanas luces de la ciudad.
Se encontraba en las montañas de Bodín, a las afueras de Bólid, entendió.
¿Qué coño hacía en la montaña? Nadie en su sano juicio iría de excursión a ese lugar. La gente, como mucho, las pasaba en coche cuando algo les impedía utilizar los túneles seguros hacia Dámara.
Su corazón se aceleró al entender hasta que punto estaba jodida. Se incorporó, y al hacerlo se tambaleó torpe. Sus músculos a penas lograban obedecer las órdenes de su cerebro.
¿Qué le ocurría?
¡El hombre del callejón! Recordó. ¿Qué le había hecho?
Había utilizado un poder sobre ella, sin duda, lo que significaba que no era humano, sino dámaro.
Miró a su alrededor, preguntándose si el dámaro seguiría allí con ella, pero no había ni rastro de él. A no ser que se estuviera escondiendo entre las sombras de los árboles.
Exhaló ruidosamente en el silencio del bosque, solo roto por el viento que silbaba entre las ramas. Se le humedecieron los ojos y se mordió el labio intentando contener las lágrimas. Necesitaba ver con claridad, y llorar no iba a ayudar en nada.
Su respiración acelerada continuó resonando acompañada por el tambor de sus pulsaciones en los oídos. No sabía qué hacer o qué más habría oculto entre los árboles.
Se dirigió al camino, a sabiendas de que si lo seguía la llevaría de vuelta a Bólid donde podría pedir ayuda a los guardias dámaros que custodiaban la muralla de la ciudad.
Pero se notaba tan débil que se desesperó al pensar que no tendría fuerza para caminar tan lejos y aún peor, Sierra sabía lo que se ocultaba en aquel bosque. Dormidos en algún lugar de la montaña.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que su brazo derecho le palpitaba dolorido, se lo miró y descubrió que llevaba un vendaje manchado de un rojo oscuro.
El dámaro la habíaherido, para después vendarla.¿Qué sentido tenía eso?
El miedo se le agolpó en el pecho y sollozó, incapaz de contenerse por más tiempo. Había algo extraño y macabro en todo aquello.
"Vamos, Sierra, sé fuerte"se dijo, secándose las lágrimas con la manga, mientras caminaba todo lo rápido que su debilidad le permitía.
Se topó con algo tirado en mitad del camino y cuando se aproximó para examinarlo, vio que se trataba de un trapo humedecido en sangre fresca.
—¡Dios mío! —exclamó. Aquella debía de ser su sangre. Soltó un gemido, aterrada—. Tengo que salir de aquí.
Miró para atrás y para los lados, esperando que aquel hombre no saliera de la nada, o algo peor que él.
Seis metros más adelante del camino hacia Bólid encontró otro pañuelo ensangrentado.
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué le habían hecho eso? ¿Quién podía ser tan macabro como para llevarla a aquella montaña y cortarla? ¿Y si olían su sangre?
¿Y si era eso lo que él quería?
Soltó un chillidodesesperado al entenderlo.
Por eso la había cortado. Por eso había colocado un camino de paños mojados en su sangre. Para atraerlos hasta ella.
Sierra era un cebo.
—Dios mío —lloró sin dejar de avanzar con torpeza.
Le temblaba todo el cuerpo, y su debilidad debía ser por todo la sangre que él había usado de ella para crear un rastro desde las cuevas donde dormían en las zonas recónditas de la montaña.
—Dios mío, por favor —rogó, mientras progresaba a trompicones, echando vistazos por encima de su hombro para asegurarse de que no la perseguían.
Nunca iba a conseguirlo, estaba demasiado lejos de la ciudad, y sus pies trastabillaban a cada poco, con unas piernas a penas capaces de sostenerla.
Entonces vio la moto.Estaba allí parada en mitad del camino, aparentemente abandonada.
Sierra frunció el ceño, confundida, y miró a su alrededor en busca del dueño. ¿Sería del dámaro? ¿O sería de alguien que podría ayudarla?
¿Pero quién en su sano juicio entraría en aquellas montañas por la noche y en moto? Ni siquiera un coche era protección suficiente si uno decidía detenerse allí.
Desesperada y sin opciones, Sierra se acercó a la moto. Tenía las llaves puestas y había una nota pegada con celo en el asiento. Lo más extraño de todo es que ella conocía esa moto. ¡Era la moto de Pete! La había conducido muchas veces.
Sierra echó otro vistazo a su alrededor y, sin ver a nadie, cogió la nota y la desdobló.
Será mejor que te montes. Ya han olido tu sangre.
—Joder... —chilló, tirando el papel al aire y subiéndose a la moto.
Activó la llave y el motor rugió, sonándole a gloria y a esperanza.
Pero había algo más. Otro sonido aparte de la moto, se dio cuenta. Se volvió para ver de qué se trataba y entonces los vio emerger de entre los árboles. Sombras con forma humana pero movimientos frenéticos y erráticos.
Sierra nunca había visto uno en persona.
Con figura humana, pero cubiertos de sangre porque su piel había sido arrancada por casi todo el cuerpo, dejando solo el músculo ensangrentado.
Rugieron como bestias al verla, sus ojos brillando en la oscuridad de forma inhumana, y comenzaron a correr hacia ella, la fuente del olor que los había sacado de su estado de hibernación en las cuevas.
Sierra pisó el pedal y accionó el mando de la moto. Su cuerpo bombeaba adrenalina por todos sus nervios compensando su falta de energía.
La moto respondió a su llamada, pero Sierra estaba tan nerviosa que no mantuvo bien el equilibrio y cayó de lado.
—¡Mierda! —chilló, atragantándose con su propia saliva.
Oyó el rugido de uno de ellos, lo tenía casi encima.
Temblorosa se levantó, y alzó la moto para volver a auparse. El despojado, el nombre por el que se les conocía porque habían sido despojados de su piel, su cordura y su humanidad, convirtiéndose en monstruos que solo pensaban en alimentarse y destruír, le rozó la sudadera con su mano ensangrentadajusto antes de que accionara la moto y esta la impulsara hacia delante camino al horizonte iluminado de la ciudad.
Sierra fue todo lo rápido que pudo, concentrándose en no perder el equilibrio en lugar de mirar sobre su hombro.
Cuando divisó la muralla de Bólid, se atrevió a echar un vistazo.
—¡Joder! —gritó ante la visión de sus ojos.
Eran decenas de despojados, y aún la seguían. Corrían rápido y enérgicos, aunque llevaran tiempo sin alimentarse.
Sierra volvió a mirar hacia delante y prosiguió con solo un objetivo en la cabeza: La muralla de Bólid. Habría guardias dámaros en la muralla y ellos, con sus poderes sobrehumanos, sabrían que hacer con los despojados que la seguían.O al menos tendrían más oportunidades de hacerles frente. Para eso estaban allí, custodiando la ciudad de los peligros de las montañas.
Cuando estuvo a diez metros de la muralla, se dio cuenta de que la puerta estaba abierta, lo que estaba bien para ella, pero, a la vez, conduciría a los despojados al interior de la ciudad.
A no ser que los guardias la cerraran tras ella a tiempo.
En cuanto cruzó la entrada a la ciudad, paró la moto y sin bajarse se volvió hacia al puesto de vigilancia.
—¡Cerrad las puertas! —gritó.
Nada.
—¡Joder! ¡Cerrad las puertas! —se desgañitó desesperada, mientras hacía aspavientos con los brazos.
Los despojados bajaban por la ladera de la montaña y estaban casi allí.
Sierra se bajó de la moto, y corrió hacia la cabina de vigilancia, cuando entró comprendió por qué nadie le había hecho caso. Estaba vacía.
—¿Dónde están? —murmuró sin aliento para después gritar con lo poco que le quedaba de voz—. ¿Hay alguien?
Nada.
Miró entonces el panel de control de vigilancia, preguntándose cuál sería el botón de cierre de puertas. No había muchos. Uno verde y otro rojo.
Probó con el rojo primero y una alarma saltó, con un mensaje.
El sistema está desactivado,dijo la voz grabada de una mujer.
No había guardias, el sistema de seguridad estaba desactivado... Sierra se dio cuenta entonces.
Todo aquello había sido preparado y ella había sido la carnaza que trajera a los monstruos a su ciudad.
Horrorizada e impotente, vio a través del cristal del puesto de vigilancia como los despojados entraban en su ciudad natal, sin que nadie supiera que llegaban, y sin guardiasdámaros para protegerlos.
Contempló el panorama dantesco de lo que iba a ser una matanza hasta que uno de ellos se chocó contra su cristal, manchándolo de sangre y haciéndola soltar un grito.
Había cerrado la puerta, pero el despojado agarró el pomo y la arrancó de cuajo, entrando en la habitación.
Su instinto la hizo echarse contra la pared y cuando el monstruo la alcanzó y le rasgó la sudadera por la mitad, supo que iba a experimentar lo que se conocía como uno de los dolores más desgarradores del mundo: la lamida de un despojado.
Su último pensamiento antes de desmayarse por el dolor de la lamida lijosa de la bestia, fue que los relatos que había crecido escuchando, no le hacían justicia al horror de la realidad de lo que suponía morir a manos de un despojado.
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