Capitulo 7: Humillación


La noche siguiente se había instalado con un silencio sofocante en casa. Apenas había logrado salir del salón cuando Sasuke apareció de nuevo en mi camino, como una sombra que nunca podía evitar. Su semblante era tranquilo, pero la chispa en sus ojos me decía que no había venido a hablar de nada mundano. 

—¿Huyendo otra vez? —preguntó con una sonrisa burlona—. Siempre me ha impresionado cómo prefieres esconderte cuando las cosas no salen como quieres. 

—¿Qué quieres, Sasuke? —respondí con más calma de la que sentía. Mi voz apenas contenía el temblor que provocaba su constante presencia, su habilidad para desmoronar lo poco que me quedaba de orgullo. 

Él dio un paso adelante, acortando la distancia entre nosotros. 

—Quiero entender algo, Itachi. ¿Por qué sigues aquí, atormentándote con un papel que claramente ya no te pertenece? 

—No estoy atormentado… —mentí, aunque mi tono me traicionó. 

Su risa baja llenó el espacio entre nosotros, despectiva y cruel. 

—¿No lo estás? Porque desde donde yo estoy, parece que te estás ahogando en tu propia miseria. ¿Es eso lo que esperas que vea cada vez que te miro? 

Mi mandíbula se tensó, pero no respondí. 

—Sabes, siempre pensé que eras fuerte —continuó, rodeándome lentamente, como un depredador acechando a su presa—. Pero mírate ahora. Eres apenas una sombra de lo que alguna vez fui capaz de admirar. ¿Es así como quieres que te recuerde? 

—Ya basta, Sasuke… —mi voz sonó débil, casi suplicante. 

Él se detuvo frente a mí, inclinándose ligeramente, sus ojos perforando los míos con una mezcla de burla y desprecio. 

—¿Basta? Oh, Itachi, esto apenas comienza. Quiero que entiendas algo: tú me hiciste así. Tú me diste las herramientas para ser quien soy ahora, y ahora tengo que devolver el favor. 

Intenté apartarme, pero él me detuvo, su mano rozando mi mentón para forzarme a mirarlo. 

—¿Quieres algo de mí, Itachi? ¿Un poco de redención? ¿Tal vez… un simple beso? 

El aire se espesó entre nosotros, y el peso de sus palabras me aplastó. Su tono era una mezcla de burla y desafío, diseñado para arrancar de mí cualquier atisbo de dignidad que aún pudiera tener. 

—¿Qué tienes que perder? —preguntó, su voz baja y peligrosa—. Si realmente lo deseas, arrodíllate y pídelo. 

Mi cuerpo se tensó ante sus palabras. Una parte de mí quería reír ante la audacia, pero otra, más rota, sabía que no podía resistirme. Mis piernas temblaban, y mi orgullo, ya hecho añicos, me gritaba que no lo hiciera. 

Pero mi corazón… mi corazón dolía demasiado como para resistir. 

Sin darme cuenta, caí de rodillas frente a él. La alfombra bajo mis manos se sentía como brasas encendidas mientras bajaba la cabeza, incapaz de mirarlo. 

—Por favor… —murmuré, mi voz apenas un susurro. 

El silencio que siguió fue peor que cualquier palabra. Sentí el peso de su mirada sobre mí, y cuando finalmente habló, su tono era frío y afilado como una cuchilla. 

—Patético —dijo con una risa corta—. Realmente patético. 

Se inclinó hacia mí, sus labios cerca de mi oído, su aliento cálido contrastando con la frialdad de sus palabras. 

—Ni siquiera eres digno de lo que estás pidiendo. Quédate ahí, en el suelo, donde perteneces. 

Se alejó, dejándome solo en la penumbra de la sala, mi cuerpo temblando por la humillación y la impotencia. La puerta se cerró tras él, y el silencio volvió a envolverme, aplastándome con el peso de mi propio fracaso. 

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