02| Un acosador en línea
Abrí la puerta de mi casa cansada por el viaje y cargada de bártulos. Nada más asomar la cabeza por la rendija que acababa de crear, fijé la vista en el fondo del pasillo.
—¡Patata! —exclamé al ver a mi gata gorda—. Ay, Patata bonita. —Le hice carantoñas con voz estúpida conforme caminaba hacia mi cuarto que se encontraba al fondo del apartamento.
—Hola, ¿eh? —me reprochó mi madre cuando pasé de largo por la puerta de la cocina.
—Ya voooy —dije alzando la voz desde mi habitación mientras tiraba el equipaje en algún rincón de la estancia y me dirigía a su encuentro—. ¿Cómo va la cosa? ¿Te ayudo en algo?
Me dio dos besos y un abrazo y yo respondí a esos gestos de afecto de una manera ligeramente carente. Me gustaba, pero nunca se me habían dado muy bien las muestras de afecto en el ámbito familiar y, en general, social.
—De momento no —respondió una vez se hubo separado de mí—. ¿Qué tal el viaje?
—Pesado, como siempre. —Un recuerdo cruzó por mi cabeza de un modo tan fugaz como una estrella—. Aunque durante el tramo en tren me he sentado al lado de un chaval muy mono —terminé la frase con un forzado tono coqueto a modo de broma.
Al poco llegan mi padre y mi hermano de sus respectivos trabajos. El primero era profesor de literatura y el segundo trabajaba en la cadena televisiva local, en la parte técnica. Mi madre, Julia, era auxiliar de enfermería en el hospital público de mi pueblo. Estábamos conversando de cómo había ido la semana, de anécdotas del trabajo y de la escuela.
Una vez terminada la comida me encerré en mi cuarto para avanzar asignaturas de clase. Lo bueno de hacer una enseñanza artística era que tienes que estudiar poco, pero lo malo era que tenías que realizar muchísimos proyectos. Mi propósito siempre solía ser tratar de hacer todo el volumen de trabajo posible durante el viernes, para tener el resto del fin de semana para mis cosas.
La tarde se pasó volando entre el bloc y la pantalla, y ya había realizado como tres pausas para mirar Instagram, comer chocolate o cualquier banalidad. Hasta que la manecilla del reloj marcó las 20:30 y comencé a arreglarme lo más rápido posible para quedar con mis amigos: cenar y salir un ratillo por los bares de cerca del puerto.
Salí en dirección al piso de mi amigo, que vivía literalmente a tres manzanas de mi casa, las cuales no tenían nada que ver con las de Valencia, que eran enormes, estas eran mucho más cortas y tardé apenas cinco minutos en llegar. Toqué el timbre y aguardé hasta que abrieron directamente. Nunca preguntaban, se daba por hecho.
Se trataba de un primer piso sin ascensor compartido por dos chicos muy opuestos, pero que se llevaban muy bien.
—¿Cuál es el plan? —pregunté nada más entrar por la puerta.
—El saludo nos lo ahorramos, ¿no? —Reía Sergio—. Pues lo de siempre Marlita, cenar, beber, salir... El rollo de siempre.
—Ya, ¿pero el qué?
—Pizza. —Víctor levantó el folleto de una de las pizzerías locales que más nos gustan—. Bueno, si te apetece.
—Sí, sí. Claro. ¿Cuándo no me apetece?
Eran compañeros de piso desde hacía seis meses. Sergio trabajaba en un supermercado cerca del barrio, tenía veinte años y un módulo de electricista. Se trataba de un chico alto y corpulento, de cabello y ojos claros; a primera vista intimidaba, pero en cuanto le conocías solo podías ver en él amabilidad. Por el contrario, Víctor era un año mayor que yo –que por aquel entonces tenía veintitrés años−, no tenía un solo pelo en su cara y tenía unos grandes ojos color verde que combinaban a la perfección con su pelo castaño. Al contrario que Sergio, era una persona sumamente crítica con todo a su alrededor, algo que me gustaba y divertía a partes iguales.
Encargamos nuestras pizzas y las disfrutamos viendo un par de capítulos de The Office, entre risas y entre el humo del cigarro aliñado de Víctor. Debo confesar que había fumado un poco, algo que solo hacía con ellos y en ese ambiente, dado que teníamos confianza y me sentía cómoda, algo que no podía decir de todo el mundo.
Antes sí que consumía bastante a menudo, por no decir varias veces a diario. Estuve en una espiral de desesperación que me hacía creer que evadiéndome con la popularmente conocida "droga blanda" (una mentira, por cierto) haría mis días más fáciles. Pero me equivocaba, lo único que hacía era sumirme en un pozo profundo y oscuro cargado de improductividad y falta de neuronas. Sin embargo, pecaba de vez en cuando, era mortal y por tanto imperfecta.
La noche transcurrió de un modo normal. Iba a venir otra amiga, pero al final no apareció. Era algo a lo que estábamos acostumbrados. Posiblemente al día siguiente recibiéramos un mensaje de ella contando algún tipo de batallita de por qué no había podido venir en lugar de simplemente decir que no le apetecía y haber podido avisar. Todo un clásico.
Mi móvil sonó de repente cuando estábamos caminando por la calle en dirección a nuestro bar más frecuentado. Lo miré rápido pensando que pudiera ser Bea, pero no, era un mensaje de Instagram de un usuario que se hacía llamar Louis01201.
Bufé al verlo.
—Joder.
—¿Qué pasa? ¿Es Bea? ¿La ha vuelto a parar la policía porque sí? —comentó con sarcasmo, burlándose de una de las excusas que un día nos contó.
—No. —Dejé escapar una pequeña risa por el comentario anterior—. Es un pesado que siempre me está respondiendo en Instagram y mandándome mensajes bastante turbios.
—¿Cómo cuáles?
—Pues te leo alguno —me aclaré la garganta y procedí a leer—: "Debes chuparla de muerte", "menuda zorra eres", "vaya culo"... —Puse los ojos en blanco—. Bueno, os podéis hacer una idea.
—Agh, qué asqueroso de mierda.
—Pues esos son los normales.
—¿Normales? —cuestiona esta vez Víctor—. Pero, ¿cómo va a ser eso normal?
—Los otros ya son de otro nivel —expliqué y volví a leer—: "Ayer te vi por el Carmen", "el viernes estabas en el Hype", "el otro día te vi en el metro". —Enarcaba mis cejas exageradamente mientras reproducía esas joyas propias de una película de terror.
—Dios santo, ¡pero qué acosador de mierda! ¡Bloquéale ya! —saltó Víctor, evidentemente indignadísimo. Ya le había dado otra razón, y de peso, para encender su modo rabioso.
—Es que siempre me habla desde otra cuenta diferente y lo peor es que él sabe por dónde me muevo, pero yo no sé ni la cara que tiene. Su cuenta es privada y le seguí para poder verle la cara, pero no tiene ninguna foto suya.
—Tía, en serio, lleva cuidado con ese energúmeno porque está claro que no le riega el cerebro.
*
Tras un fin de semana tranquilo en el pueblo, al fin estaba de vuelta en el tren hacia Valencia. Eran las 17:30 y calculaba que para las 19:00 ya me encontraría en mi destino. Aquella vez no había tenido tanta suerte con mi acompañante de viaje y debo confesar que al inicio del trayecto había estado buscándole con la mirada en repetidas ocasiones, pero no se encontraba en ninguno de los asientos cercanos y lo más probable era que no se encontrara en el tren, ya sería demasiada casualidad.
Una vez paramos en la estación, agarré mis cosas y bajé del vehículo con la mala suerte y la suficiente torpeza como para tropezarme con absolutamente nada al salir, provocando que cayera mi blog al suelo y dejando escapar algunas hojas sueltas de un modo disperso por todo el pavimento.
No puedes ser más torpe.
Me reprendí a mí misma mientras me agachaba para recoger las hojas que corrían más peligro.
Repentinamente entró en mi campo de visión una mano con una rosa tatuada y en sus cuatro dedos, del índice al meñique, una letra distinta por cada extremo que conformaban la palabra "love". Sentí como una punzada en el pecho hizo que me pusiera en guardia y levantara la vista rápidamente, alterada. Allí estaba otra vez, a menos de un metro de mí. No podía creerlo.
—Nos vemos de nuevo.
Curvó sus labios hacia arriba dejando entrever de nuevo sus llamativos colmillos.
Conseguí cambiar la cara de boba que llevaba luciendo los segundos suficientes como para que se percatara de ello.
—Hey. —Fue todo cuanto puedo articular. Recibí un momento de lucidez y aprecié que estaba tendiéndome una de las hojas que habían caído al suelo, la agarré apresuradamente y mientras me ponía en pie con todo recogido, dije: —Gracias.
—De nada. —Me miraba fijamente y con tranquilidad—. No esperaba que volviéramos a encontrarnos.
—Debe ser el destino.
Era una broma, algo de lo que me arrepentí casi al instante, pues no teníamos ni un ápice de confianza y quizá me tomaba en serio. Y, siendo sincera, ojalá hubiera sido en serio lo que acababa de decir.
A juzgar por su expresión casi podía asegurar que se había tomado en serio mi comentario. Estaba acumulando una tensión que era normal, hasta que él emitió una carcajada que me relajó un poco.
—De momento lo calificaré como una casualidad —anunció y, pillándome desprevenida, rozó con su índice la punta de mi nariz, acercando a escasos centímetros su rostro del mío—. Si se produce un tercer encuentro sorpresa, entonces me replantearé lo del destino —solventó con una audacia mordaz.
Sabía que ese último comentario lo había dicho para tomarme el pelo y en aquella ocasión pude notar cierta malicia que antes no había percibido. Aunque pronto se esfumó aquel último pensamiento conforme me guiñó el ojo del mismo modo en que lo hizo la vez anterior. Sentí como una ráfaga de emociones se concentraba en forma de excitación y azotaba fugazmente mi cuerpo. Despertó en mí demasiada emoción y no lo conocía de nada.
—Te tomo la palabra —repliqué tratando de alejar mis nervios de la escena, esperaba que no hubiera reparado en que me estaba temblando el pulso.
Esbozó una sonrisa torcida que pude calificar, bajo juramento, que era absolutamente arrebatadora. Se acercó lentamente a mi oído.
—Entonces hasta la vista —susurró acariciando mi brazo antes de apartarse y darme la espalda.
Me quedé unos segundos paralizada con el pulso a mil por hora. Lo veo y no lo creo. Ni si quiera sabía su nombre.
Dudaba de que nos volviéramos a ver, así que lo mejor que pude hacer era guardar aquel momento en mi cajón de anécdotas extrañas.
Qué ilusa fui.
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